Por Moisés Naím*

 

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DOS LLAMADAS EN LA NOCHE

Ningún ruido es más irritante que el del teléfono cuando interrumpe a una pareja que hace el amor.

La mujer se molesta, aprieta a su hombre aún con más fuerza, y entre jadeos le exige:

—¡No se te ocurra contestar!

Él la ignora y hace exactamente lo contrario: se aleja de sus labios y con fuerza se libera de la maraña de manos, piernas y sensaciones con la que ella lo tiene atrapado. La aparta, se sienta en la cama, se lleva el dedo a la boca pidiéndole silencio y contesta el arcaico teléfono negro. Consigue hablar ocultando el hecho de que segundos antes estaba a punto de tener un orgasmo.

—¿Aló?

—¿Iván, tú me puedes decir qué carajo está pasando en Venezuela? Inmediatamente reconoce esa voz. Es Gálvez, su jefe.

La mujer no se rinde. Le salta encima, lo toca de todas las maneras,

en todos los lugares que sabe irresistibles. Pone labios, lengua, pezones y manos al servicio de su reconquista. Quiere revivir el momento que el teléfono destruyó.

Para Chloe esta conducta de su amante es incomprensible. ¿Qué puede ser más importante que hacer el amor con alguien a quien se ama con pasión? La joven activista holandesa ha venido a “estudiar” cómo se hace una revolución y cómo se pueden exportar esas técnicas al resto del mundo. Su idealismo es sólo superado por su pasión. Y su ingenuidad.

La pasión por la política también la manifiesta en la cama con su nuevo amor, un hombre que podría ser el amor de su vida.

Pero Iván Rincón tiene obligaciones que ella desconoce. Y que son mucho más importantes que el sexo. Impaciente, se pone de pie, y se aleja de la cama.

                Finalmente cede. Se levanta, y sale al balcón desnuda para tratar de calmar su furia. Respira profundamente la brisa que viene del mar. La Habana, silenciosa en la madrugada, sólo está iluminada por una luna que revela el perfil de la ciudad y hace resplandecer el mar Caribe.

—No sé… Ya te dije que allá nunca pasa nada —le dice Iván, cauteloso, sorprendido.

—Qué equivocado estás… Hay jodienda en Venezuela —le responde Gálvez.

—¿Cómo? ¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que, en estos precisos instantes, en este puto 4 de febrero de 1992, mientras tú duermes, hay un golpe militar en marcha; están atacando con tanques el palacio de gobierno y al otro lado de la ciudad también están bombardeando con morteros la residencia del presidente. No sabemos quiénes son esos soldados, ni quiénes los comandan. Pero yo estoy seguro de que los americanos están detrás de esto.

—¿Quééé?

—Me sorprende tu sorpresa… Y me defraudas. Yo pensé que me podía desentender de Venezuela porque tú estabas a cargo de eso. ¡Ven para acá inmediatamente! —le grita Gálvez y cuelga.

Iván, molesto, tira el teléfono y se viste, presuroso. Chloe, regresando del balcón, se acuesta provocadoramente en la cama y lo invita con la mirada.

—Te veo más tarde —le dice Iván con voz gélida ignorando su desnudez, le da un casto y apurado beso y camina hacia la puerta.

Iván acelera al máximo su destartalado coche. Éstos son los momentos en que lamenta no haberle dado más atención al motor. Se está cayendo a pedazos. Por donde pasa, el vehículo llena de humo y des­truye el silencio de las calles en la ciudad desierta. Transita una ruta que ha hecho mil veces de su casa al G2, su oficina, conocida como la Dirección de Inteligencia de Cuba.

—No, Gálvez está equivocado… —piensa Iván, mientras maneja tan rápido como puede—. Él ve yanquis por todas partes. No entiendo cómo un golpe militar pueda ayudar a Washington. ¿Qué más influencia necesitan ellos sobre el gobierno de Venezuela? ¡Son aliados! ¿Pero si no son ellos, quién diablos está detrás de este golpe? No sé. ¿Será que Gálvez tiene razón y éste es otro truco de la cia? Si es verdad… esta vez me agarraron con los pantalones abajo. No sé qué me pasó. ¿Cómo no lo pude ver…?

                Iván pisa aún con más fuerza el acelerador. Pero no pasa nada. El motor no da más.

Finalmente llega al edificio de la Dirección de Inteligencia y para evitar el lento ascensor sube corriendo por las escaleras. Al llegar a su oficina ve que en la sala de reuniones está Gálvez con otras personas, incluyendo algunos militares. Varios hablan por teléfono. Iván los co­noce a todos. Y sabe que no todos son sus amigos. Entra a la sala de reuniones y saluda a Gálvez tímidamente, tratando de que no se crucen sus miradas. Su jefe está furioso.

—Al fin apareces… Bienvenido a tu trabajo. Mejor tarde que nunca… ¿no? —dice Gálvez.

Se dirige al grupo y con gran ironía dice:

—Les presento al superagente Iván Rincón. Ustedes lo conocen… Es el legendario colega que tantos éxitos nos ha dado en las operaciones más peligrosas. El que no pierde una… El agente cuya arrogancia es más grande que el océano… —dice exagerando el sarcasmo—. Lo que no nos había dicho es que se había retirado. Que ahora se dedica exclusivamente al oficio de galán, a no perdonarle la cama a ninguna de las ninfas que se le cruzan por la vida. Lástima que por estar tan ocupado se le olvidó informarnos que ya no se ocupa de Venezuela… Y que allí les dejó la puerta abierta a nuestros enemigos.

Iván siente que está oyendo el regaño de Gálvez a través del estó­mago, no de los oídos. Sus ácidos gástricos están en plena ebullición y tiene un volcán explotándole en el pecho. Con cada palabra de Gálvez el fuego aumenta. Iván está acostumbrado a ser celebrado, admirado por sus jefes. Nunca antes lo habían humillado, y menos frente a sus colegas. El incendio en su torso se hace feroz. Por fin logra tragar y habla.

—Es verdad, jefe. Fallamos. Ninguno de mis agentes en Venezuela había alertado que podía darse algo así. Yo acabo de pasar casi un mes allá. Estuve en todos lados, pero no detecté nada diferente ni sospecho­ so. Lo de siempre. Mucha política, mucho bla, bla, mucho dinero, mucho robo y mucha pobreza, pero nada nuevo. Todos nos convencimos de que mientras haya petróleo, en Venezuela nunca va a pasar nada.

Gálvez lo interrumpe:

—Te felicito, Rincón. Gran análisis. Brillante. Lástima que estés completamente equivocado. Mientras tú llegabas a esas sabias conclusiones los americanos te hacían la cama. Te equivocaste, galán.

Los colegas se sonríen en una actitud doblemente humillante para Iván. Gálvez continúa:

—Te vas para Caracas mañana mismo y me preparas una explicación detallada de qué es lo que está pasando. Sabes de sobra que para nosotros Venezuela ha sido siempre un objetivo fundamental. ¿Me oíste? Vete y no regreses hasta que tengas un plan para montarnos en esa situación y darle la vuelta a nuestro favor.

2 000 kilómetros al norte

Casi al mismo tiempo en que la llamada de teléfono en La Habana le roba el orgasmo a Iván, en Washington otra llamada interrumpe la meditación de Cristina Garza.

Este teléfono no se parece a aquel aparato negro y vetusto. Es más moderno, inalámbrico y, además de sonar, vibra. No hay forma de ignorarlo, especialmente si la llamada viene de ciertos números de emergencia preprogramados en el aparato, como ésta, que sale de una oficina a dos mil kilómetros al norte de La Habana.

Cristina, contrariada, abre los ojos y observa a través del enorme ventanal de la sala de su pequeño pero elegante apartamento los últimos copos de nieve de la tormenta que ha paralizado a Washington por estos días.

Le cuesta mucho acostumbrarse al invierno. De hecho, sabe que jamás se acostumbrará.

Está convencida de que, al menos para ella, el frío y la felicidad no son compatibles. Lleva media hora tratando de derrotar otra noche de insomnio. Sigue la recomendación de su psiquiatra, quien le ha dicho que la meditación puede ayudarla a dormir cuando la noche se le pone difícil. A ella, muchas noches se le ponen difíciles. Las mismas imá­ genes aparecen noche tras noche y la aterrorizan, la hacen sudar frío y le sacan lágrimas de donde ya no debería haber más. ¿Quién puede dormir así? Bombas estallan. Una mujer da gritos desgarradores mientras abraza un pequeño cuerpo inerme. Hombres y mujeres en­ sangrentados y aturdidos que caminan sin rumbo y sin nadie. Muertos tirados en la calle. Y ella ahí, en el centro de todo. Con su uniforme ensangrentado y su fusil M1 al hombro.

Cristina lo ha intentado todo para liberarse de esos recuerdos: pastillas, psicoterapia, hipnosis, Reiki, ejercicios de Pranayama, movimientos de Qi Gong y mucho más. Pero las escenas siguen regresan­ do como fantasmas obsesionados con echarle a perder su vida.

—Es el estrés postraumático —le dice su psiquiatra—. Con el tiempo se te irá pasando…

—Pero lo único que ha pasado es el tiempo. La pesadilla sigue allí, inamovible.

Más que una pesadilla, lo que Cristina ve son imágenes de su vida real, de su participación como teniente de los Marines en Just Cause, Causa Justa, el nombre código que le asignó el Pentágono a la invasión de Panamá. La misión era sacar del poder al general Manuel Noriega, el dictador que había convertido a su país en un narcoestado y que había pactado una lucrativa alianza con Pablo Escobar, el jefe del cártel de Medellín. Aunque su participación en las acciones de ese día le dejó a Cristina cicatrices imborrables, como el impacto de una esquirla de granada en la pierna o esas recurrentes imágenes en su mente, ella no se arrepiente de nada. Enrolarse en los Marines la llevó a encontrar su lugar en el mundo, a asumir retos y a vencer sus miedos. Perfeccionó sus tácticas de pasar desapercibida, de no destacarse ni llamar la atención, tácticas que le serían vitales en adelante. Ya desde niña había adquirido ese hábito de hacerse invisible.

A esa hora de la noche, Cristina quisiera usar ese poder para seguir con su intento de meditación, pero el insistente timbre del teléfono la obliga a volver a la realidad, y de inmediato. El tono particular del timbre informa que quien está llamando es Oliver Watson, su superior. Ni siquiera le da tiempo de saludarlo, porque de entrada pregunta:

—¿Cris…? ¿Qué está pasando en Venezuela?

Cristina responde con los ojos más abiertos que nunca y con una contrapregunta:

—¿Cómo?

—Los militares están dando un golpe —dice Watson.

—¿Cuáles militares? —pregunta Cristina para mayor malestar de

su superior.

—Eso te pregunto yo a ti. ¿Cuáles militares, Cristina? Te paga­mos un buen sueldo para que sepas todo lo que pasa en Venezuela, aun antes de que pase. Y resulta que no tienes idea de nada. Ni siquiera después de que pasa. Esto es peor de lo que yo creía. Dime, ¿crees que puedan ser los cubanos?

Cristina responde que su red de agentes en Venezuela monitorea a los cubanos y a los militares venezolanos de cerca, pero que hasta la fecha no han visto nada sospechoso.

                Watson se queda en silencio por interminables segundos.

—Ven para acá inmediatamente —le dice con sequedad y corta la comunicación.

Cristina se paraliza. Lo que está pasando atenta contra uno de los dos pilares de su vida: su profesión. No tiene pareja fija, ni hijos, ni aficiones, ni religión. Su familia, antes mexicana y ahora estadounidense, vive en Arizona, lejos de Washington. Con el tiempo se ha convertido en la madre de sus padres y de sus hermanos, a quienes cuida, sostiene y protege desde la distancia. Su familia y su profesión son sus dos anclas, su identidad, lo único seguro que tiene en la vida.

Se cambia de ropa con velocidad militar. Se pone unos pantalones que resaltan su atlética y atractiva figura, una gabardina italiana y botas de invierno. Para esconder las ojeras de una noche más de insomnio, en vez de sus lentes de contacto de siempre, se pone unas gafas de marco grueso. Entra al ascensor y se ve en el enorme espejo. Los lentes no bastan, el insomnio y las pesadillas se notan en su rostro. En el tiempo que tarda el ascensor en bajar al estacionamiento, se aplica algo de maquillaje, un tenue brillo rosado en los labios y, para sentirse mejor consigo misma, un toque de su perfume de siempre, Ma Liberté de Jean Patou.

Aun en momentos de alta tensión como éste, Cristina es perfeccionista, una forma de ser muy suya y muy antigua que se acentuó apenas entró en los Marines.

Antes de eso, su vida en los Estados Unidos como inmigrante ilegal era siempre incierta y tan riesgosa que no dejaba margen para cometer errores. Había cosas que siempre debían hacerse a la perfección. Por ejemplo, no caer en manos de la migra y ser deportada

Junto con sus padres, Cristina sobrellevaba el vértigo constante de caer en una redada y volver a México a la fuerza, una familia más en la larga lista de deportados.

Fue hace ya muchos años, cuando siendo aún una niña vivió con sus padres, su hermana menor y su hermanito, que para entonces era aún un bebé, la traumática experiencia de cruzar a pie la frontera. Sufrieron juntos ese calor del desierto que seca las entrañas, la sed que convierte la saliva en arena y el constante miedo a las culebras, a los guardias americanos y, sobre todo, a los Coyotes, esos malhechores a quienes su papá pagó para que les ayudaran a llegar al otro lado de esa línea imaginaria que separa la miseria de la esperanza. Nunca más, nunca más voy a pasar por esto, se repetía la pequeña Cristina. Muy pronto entendió que para que ese “más nunca” fuese realidad, era necesario aprender a hacerse invisible. Estar presente sin que los demás notasen tu presencia. Ésa fue una de las lecciones más tempranas y más permanentes que le dio la vida. Y que la hizo ser quien hoy es como persona. Un ser que lo ve todo, pero a quien nadie ve.

*Fragmento de la novela Dos espías en Caracas, de Moisés Naím (Ediciones B, 2018). Agradecemos a la editorial las facilidades otorgadas para su publicación.