Francisco José Cruz y González

Quien siembra vientos cosecha tempestades, el conocido refrán es la expresión literaria, eufemística, edulcorada, de la sentencia quien siembra odio recoge violencia, con la que titulo en esta ocasión mis comentarios, que se refieren, para empezar, al asesinato del periodista saudí Jamal Khashoggi el 2 de octubre pasado.

Por su brutalidad, por involucrar al poderoso príncipe Mohamed Ben Salman, heredero del trono saudí y haber provocado la reacción, de disgusto, condena o complicidad de gobernantes, el hecho sigue dando la vuelta al mundo entre noticias “de última hora” y la opinión y las especulaciones de periodistas y de expertos en relaciones internacionales —con énfasis en Oriente Medio—. Sigue siendo motivo de controversias entre gobiernos.

Recuérdese el crimen: Jamil Khashoggi, periodista saudí, residente fuera de Arabia Saudí, colaborador de The Washington Post y opositor —soft, han dicho algunos— al gobierno saudí y en especial al príncipe heredero, entró el 2 de octubre al consulado de su país en Estambul a retirar documentos personales que había solicitado. Y desapareció.

Ante esta situación, el gobierno turco pidió informes, recibiendo como respuesta de los saudíes que el periodista, una vez realizado su trámite, había abandonado el consulado por una puerta trasera del inmueble. Pero Khashoggi continuó desaparecido. En cambio, el mismo 2 de octubre, llegaron a Turquía, por vía aérea, 15 militares saudíes, uno de ellos médico forense, estuvieron en el consulado en Estambul y retornaron en la noche a Riad. Ese día, además, desaparecieron misteriosamente las grabaciones y videos de las cámaras de circuito cerrado del consulado.

Después del suceso, han abundado, por una parte, declaraciones y, por otra, información verosímil y pruebas de lo sucedido. De las declaraciones, destacan las provenientes del gobierno saudí, primero insistiendo en que el periodista había abandonado por su propio pie el consulado y, más tarde, cuando las evidencias de que nunca salió fueron apabullantes, aceptando que personal de seguridad —los militares que llegaron y se fueron en viaje relámpago— habría discutido con Khashoggi, perdió el control de la situación y lo mató. Tales esbirros han sido arrestados e inculpados —y es posible que sobre algunos recaiga la pena de muerte—. Lo que constituye una burda, increíble explicación del suceso y la inculpación de chivos expiatorios o matones que cumplían órdenes. Todo ello con la finalidad de liberar de responsabilidad al príncipe heredero.

El hecho real es que el periodista fue asesinado, brutalmente, y su cadáver desaparecido: ¿desmembrado y sus miembros sacados del país, en maletas, por los 15 sauditas que arribaron de Riad?, ¿disuelto en ácido? Y que todas las evidencias del crimen apuntan a que fue ordenado directamente por Mohamed Ben Salman, quien habría aprobado la trampa que se tendió al periodista: las garantías que los representantes del gobierno saudí le dieron de que podría entrar en el consulado en Estambul y obtener los documentos que solicitaba —para contraer matrimonio— sin riesgo alguno para su seguridad.

El siniestro y escandaloso crimen provocó, como era de esperarse, primero la exigencia de investigación y explicaciones plausibles; y más tarde, airadas reacciones y la condena por parte de gobiernos y también de empresarios y banqueros, así como de ONG y personalidades y otros grupos de la sociedad civil.

Desde el principio el gobierno turco —el mismo presidente Recep Tayyip Erdogan— pidió explicaciones, porque el asesinato tuvo lugar en su territorio. Al mismo tiempo, los órganos de seguridad de Ankara, que son extraordinariamente eficaces —y pueden ser temibles, como saben los adeptos al movimiento Gülen, al que el gobierno culpa del frustrado golpe de Estado en 2016— han investigado a fondo el hecho y afirman tener pruebas contundentes de lo sucedido y de su autoría.

En vista de ello, la justicia turca emitió órdenes de aprehensión de dos de los militares, del entorno del príncipe heredero saudí, que estuvieron en el consulado saudí el 2 de octubre. Ankara solicitó —hace pocos días— su extradición y Riad rehusó concederla.

También poco tiempo después del suceso, el secretario general de la ONU expresó su preocupación, y Francia, el Reino Unido y Alemania, así como la Unión Europea, exigieron una investigación “creíble”. Mientras un importante grupo de banqueros industriales y prestadores de servicios, interesados en negocios con Saudí Arabia cancelaban su participación en el importante y publicitado foro, “el Davos del desierto”, que da tanta visibilidad internacional al príncipe.

El ambicioso heredero, manchado por un crimen del que, no hay duda, es responsable, aprovechó la cumbre del G20, del 30 de noviembre y 1 de diciembre en Buenos Aires, para “romper” el cerco de críticas y condenas internacionales, y mostrarse ante el mundo; y aunque la mayor parte de los participantes evitaron saludarlo y el saludo de Trump fue frío, Xi Jinping, Narendra Modi, de India, y Emmanuel Macron conversaron con él; y Putin lo saludó con la calidez de un amigo.

Con el mismo objeto de limpiar su imagen, el príncipe visitó Abu Dabi, Bahréin y Egipto, país este último donde, informan los medios, fue recibido con todos los honores por el mariscal Al Sisi, jefe del Estado. Visitó Túnez y Argelia, donde fue bien recibido igualmente por el gobierno, pero la oposición y “la calle” repudiaron la visita.

He dejado hasta el final de esta reseña de las reacciones de los gobiernos por el asesinato de Khashoggi las del presidente estadounidense, que por venir de quien vienen fueron una mezcla de mentiras, incongruencia y cinismo. En sus varias declaraciones durante los dos meses transcurridos desde la muerte del periodista, Trump negó primero que Mohamed Ben Salman tuviera responsabilidad alguna, para expresar en declaraciones posteriores sus dudas sobre el particular: el príncipe “puede que sea o que no sea culpable, nunca lo sabremos” —dijo.

Finalmente, no obstante que la reciente investigación de la CIA parece no dejar dudas sobre la responsabilidad del príncipe en el homicidio, y que importantes senadores republicanos, a la luz del informe, han declarado que de presentarse Salman ante un tribunal, “sería condenado en 30 minutos”, Trump como presidente de Estados Unidos cerró el caso diciendo que más importante que deslindar responsabilidades de la cúpula del reino, es la relación económica y estratégica de Washington con Arabia Saudí.

Este aval del gobierno de Estados Unidos a un crimen de Estado trata de justificarse en sus multimillonarias relaciones comerciales con el reino del desierto: 110 mil millones de contratos de venta de armas concertados en 2017, lo que se traduce en la creación de más de un millón de empleos, afirma Trump. Aunque los expertos afirman que solo se han suscrito contratos por 14 mil millones de dólares, lo que implica no más de 500 nuevos empleos.

Pero lo más interesante —y delicado— de esta relación comercial con un mafioso son las negociaciones secretas desde 2017, reveladas por The New York Times, para la venta de reactores nucleares, por montos de alrededor de 80 mil millones de dólares. Cuyo objeto es, según Riad, la diversificación de las fuentes de energía del reino, que hoy se basan principalmente en el petróleo y el gas natural.

Este proyecto de desarrollo de la industria nuclear en Arabia Saudí implica el enriquecimiento sur place, del uranio, que posee en el subsuelo. Lo que no presenta, en principio, problema si es que el nivel de enriquecimiento se mantiene en 3.5 por ciento. Pero si el nivel se lleva a 90 por ciento, el país estará en condiciones de fabricar la bomba atómica, como lo estaba Irán antes de que firmara, en julio de 2015, el acuerdo con los miembros del consejo de seguridad de la ONU, entre ellos Estados Unidos; y Alemania, por el que redujo drásticamente sus capacidades de enriquecimiento de uranio.

Hoy, como se sabe, Estados Unidos se ha retirado del acuerdo, cuya supervivencia está siendo amenazada por esta razón. Trump, además, vive repudiando violentamente, con insultos, el régimen de los ayatolás; seguramente por su rechazo enfermizo a toda iniciativa que provenga de Obama. Al mismo tiempo, se ha decantado por Arabia Saudí dándole el papel de socio, por excelencia, de Estados Unidos en su política en Oriente Medio —seducido, dicen los expertos, por la personalidad del arrogante, atrabiliario y asesino príncipe heredero del trono saudí—; de él habría dicho Khashoggi que “es como una bestia… que mientras más víctimas come, más quiere”.

La política de Trump en Oriente Medio ha producido cambios —en mi opinión negativos— en la región: la elección de Arabia Saudí como socio musulmán por excelencia, obstaculiza la apertura política que se estaría dando en Irán y fortalece, en cambio, el islam contagiado de integrismo, por no decir integrista, de la élite política y religiosa que gobierna el reino del desierto.

En muchos de los libros de texto, de uso en Saudi Arabia y que se exportan a países con comunidades musulmanas, se manipulan aleyas del Corán y se pone en boca de Mahoma sentencias y condenas que nunca pronunció, para formar yijadistas que cometan crímenes y siembren el terror. En países de Occidente, pero también en países islámicos.

Khashoggi —con otros periodistas— será nombrado persona del año por la revista Time. No tengo elementos para confirmar que el periodista asesinado fue en verdad un “guardián de la verdad”. Sin embargo, el homenaje que le hace la revista es, además, una condena a sus asesinos y al gobierno que detentan.