Andrés Manuel López Obrador ya es presidente, la ruptura del antiguo régimen comenzó, ahora se desmontará un sistema de inequidad, privilegios y exclusión que durante décadas ha sido inamovible, al menos eso es lo que se anuncia para que las expectativas se tejan en medio de la incertidumbre.

El mandatario de extracción morenista ha marcado diferencia respecto a sus antecesores porque se anularon los boatos logísticos, se optó por la austeridad aunque la seguridad se percibe vulnerable, el contacto con las masas parece una característica esperada.

Al inicio no tiene mayores dificultades si observamos la legitimidad con la cual arribó a Palacio Nacional, porque ya Los Pinos son museo en el que la gente puede observar detenidamente los lujos y privilegios palaciegos de algunos presidentes que en la forma lo fueron, porque en el fondo más bien se comportaron como emperadores en un antiguo régimen republicano de vestimenta, aunque monárquico de facto, al menos durante sus correspondientes seis años.

El estreno como presidente de López Obrador en el Zócalo fue apoteósico, las crónicas parecían interminables entre rituales, buenos deseos, rostros de diferentes facciones, gritos, aplausos. Lo cierto es que esas manifestaciones, las espontáneas y las ensayadas, parecía que festejaban cualquier cosa emotiva, no propiamente un asunto político.

Un día después de la asunción al poder se observaría al presidente departiendo con la gente en la fila para abordar el avión rumbo a Veracruz, la austeridad sería buena señal para un pueblo en el que la desigualdad ha sido la constante, así como la arrogancia gubernamental de las últimas décadas.

Aún es temprano para emitir un juicio de valor en torno al hacer del nuevo presidente, que al menos hasta ahora ha tomado una considerable distancia en cuanto al estilo personal de sus antecesores.

Los más de 30 millones de votos aseguraron de origen una legitimidad con la que no contaron los mandatarios que han ocupado el sitial del Poder Ejecutivo en el trayecto del siglo XXI, López Obrador llegó de manera contundente tras los comicios del 1 de julio anterior.

No obstante, el triunfalismo no es la mejor opción para asumir los retos de un país en el que se han fabricado pobres al por mayor, en el que la impunidad y la corrupción son dos males arraigados. México no se acaba de inventar, para hablar de lo que se requiere o con lo que se sueña habría que partir de la realidad, es decir, de lo que se tiene.

Los funcionarios que lo rodean, algunos de ellos en el primer círculo de poder, no son precisamente accesibles o eficaces y desconocemos cuál es su ideología, conforme avance el trayecto de esta gestión se podrán medir con objetividad los avances o retrocesos.

Deseamos que el nuevo gobierno que ha sido avalado por una gran mayoría de mexicanos no sea devorado por la soberbia o la autosuficiencia, no se trata de avasallar al que piense diferente porque actitudes de esa índole son contrarias al espíritu democrático, al contrario, está más que probado que vivimos en un país diverso en el que la pluralidad ha dado frutos, porque de lo contrario no se explicaría la victoria del presidente López Obrador.