Martha Zamora

Por mucho tiempo me intrigó el cómo y el porqué se enamoraron tanto las parejas de Diego Rivera y le brindaron un amor total, una entrega sin límites. Respecto al amor parece no haber planteamientos certeros porque el sentimiento amoroso tiene fuertes elementos contradictorios. Ortega y Gasset opinaba incluso que es un estado de imbecilidad transitorio.

Dado que la belleza física ha marchado junto al amor con prototipos designados por la pintura, la escultura, el cine y la televisión marcando modelos de belleza vigentes en cada época, al revisar fotografías del pintor desde su primera juventud hasta su muerte, resulta poco comprensible —a juzgar solo por su imagen— que este fuera el hombre que se disputaban mujeres como Tina Modotti, Lupe Marín, Paulette Goddard y María Félix.

Estudiando las declaraciones de esta última a Enrique Krauze, publicadas en 1953 bajo el título de Todas mis guerras, llegué al enigma de la muerte de su hermano más cercano —calificada como suicidio en todas las publicaciones durante ochenta años— y entonces, acompañada por mis ayudantes Gabriel Pérez Espinosa y Alejandra Montoya Escobar, nos adentramos en una aventura inesperada que se incluye en mi libro HeridasAmores de Diego Rivera, de reciente publicación.

Dos años antes que María, el 21 de agosto de 1912, había nacido su hermano favorito, José Pablo Félix Güereña. El abuelo paterno le regaló a María su primer caballo llamado Mil pesos, y entre los mozos yaquis y Pablo la enseñaron pronto a montar sin silla y a dominar las paradas indias.

Con su hermano emprendía largas cabalgatas en el desierto, sentada atrás de él, abrazada a su cuerpo. Pablo la protegía, era su maestro y su compañía. María declaró: “a esa edad yo no sabía nada de tabúes ni de prohibiciones y estar cerca de mi hermano me parecía lo más natural del mundo. El despertar de la adolescencia es una flor que se abre y el efecto brota del modo más natural. Pablo era un dios de guapo: moreno, con el pelo rubio veteado por el sol y un lunar junto a la boca idéntico al mío (éramos muy parecidos, cada quien en su tipo). Le decíamos el Gato porque tenía los ojos muy claros, casi amarillos. Cantaba y tocaba la guitarra como los mismísimos ángeles”.

Los recuerdos le brotaban con facilidad: “Mi madre se dio cuenta de que mis relaciones con Pablo no eran como las de todos mis hermanos y nos comenzó a separar. No podía estar mucho tiempo cerca de él, sentarme en sus piernas o treparme en su espalda porque ella se ponía furiosa. Los juegos que habían sido naturales en nuestra niñez ahora no le gustaban. Primero nos prohibió que saliéramos juntos al campo y después convenció a mi padre de que internara a Pablo en el Colegio Militar” (M. Félix a Enrique Krauze). Así se fue Pablo una noche hacia el Colegio Militar de Popotla en la capital.

La familia entera se había mudado primero a Navojoa y después a Guadalajara. Pablo volvió al terminar los primeros meses en la escuela y María relata así el regreso del joven: “En una de sus licencias vino a verme con su uniforme de cadete. Estaba tan guapo que me temblaron las piernas. Al verlo de militar pensé en buscarme un muchacho como él que tuviera su piel y sus ojos pero que no fuera mi hermano. Era una tontería porque el perfume del incesto no lo tiene otro amor” (María Félix a Enrique Krauze).

El misterio de Pablo

Apoyada en la lectura de varios libros publicados sobre La Doña, incluso una novela documental intitulada Acuérdate María (2014) escrita por Sergio Almazán, consideré que los datos compilados eran contundentes y redacté los dos párrafos siguientes sobre la separación de los hermanos y la tragedia que siguió:

Los padres se dieron cuenta de que la relación no había cambiado y Pablo fue enviado de regreso al Colegio Militar donde permaneció apenas cuatro meses. De esa institución el padre recibió la noticia: Pablo se había suicidado de un balazo en la cabeza a los diecisiete años de edad. Con esta tragedia desapareció para María su hermano, su amigo, su cómplice y su primer amor.

María se refugió en su cuarto con su nana Jana. El padre trajo el cadáver de Pablo a la casa de Guadalajara y la madre se quebró ante el dolor. El duelo devastó a la familia y la culpa cubrió al padre estricto e impositivo que había obligado a Pablo a partir, reflejando ese dolor en rencor contra María, de quince años. Rehusaba sentarse a la mesa si ella estaba ahí, se negaba a hablar con ella y se refugiaba en su trabajo.

Krauze escribe: “Saliendo de esa casa (de María) me comuniqué con un historiador militar que quiero y respeto: el general Luis Garfias. Le pedí que gestionase la certeza de que había pasado por el Colegio Militar en los años treinta. Días más tarde me llamó para decirme que lo había localizado. Al recibir el documento comprobé el parecido impresionante entre los hermanos —el mismo clarísimo lunar en la mejilla— y apuré nerviosamente las páginas para confirmar la hipótesis que como una ráfaga me había cruzado al escuchar la narración de María. Guiado como por un imán la encontré. María negó la versión del suicidio. No quise mostrarle el documento. Lo hubiera negado también. Su hermano había sido asesinado, punto”.

O sea, Krauze quedó convencido del suicidio.

Muchísimos años después de que enterraron a Pablo, María aún declaraba a Krauze: “Nunca he dejado de pensar en él. Recuerdo como una gran aventura el día en que me invitó a subirme a una motocicleta. Me veo apretada contra su espalda, cortando el viento a toda velocidad”. Recordaba con precisión todo detalle pero negaba el suicidio. Para ella a Pablo lo mataron por la espalda en el Colegio Militar, entonces yo tenía que proseguir la búsqueda y emprenderla en clave de aventura.

Tomó once meses localizar el acta de defunción expedida solo con su segundo nombre: Pablo Félix Güereña, cadete del Colegio Militar, de 24 años, muerto el 26 de diciembre de 1937 por “herida por proyectil de arma de fuego” (Juzgado 5, Libro 10, foja 217, año de registro 1937). Al buscarlo entre 1929 y 1930 —conforme a la leyenda del jovencito recién inscrito en el Colegio Militar y con grave depresión que lo llevó a matarse— tardamos en conseguir lo que buscábamos.

A la enorme satisfacción de haber localizado el documento siguió el darme cuenta de la sucesión de falsa información recibida y compilada anteriormente. Pablo había muerto ocho años después de separarse de la hermanita de quince años. María ya había tenido un matrimonio de siete años, un hijo de tres y se estaba divorciando cuando muere Pablo. Este documento no pudo estar en manos de los biógrafos anteriores porque hubieran notado lo que yo: la causa de la muerte anotada en el acta era poco precisa. No especifica dónde recibió la herida. Si se trataba de un obvio suicidio, así lo habrían consignado. Si la herida de bala fuera en la sien, así se hubiera especificado.

El acta de defunción resolvía con claridad que Pablo no murió a consecuencia de la depresión por la separación, así que la investigación no había terminado. Ahora tendría que localizar el acta levantada por el ministerio público y el médico que certificó el deceso, quien acudió al Colegio Militar ese 26 de diciembre de 1937, poco después de las ocho de la noche, al ser avisados de que había un hombre muerto en sus instalaciones. Ahí claramente se define el hecho como un homicidio, marca un golpe en el ojo derecho y un disparo en el pecho, a corta distancia, que dejó “tatuaje”, lo que induce a asumir que el agresor era una persona conocida de la víctima.

Fue solicitada la dispensa de la autopsia por un alto personaje del gobierno y el cadáver se llevó al Hospital Militar. De ahí a enterrarlo. Los biógrafos anteriores mencionan que Pablo fue llevado por su padre a un panteón en Guadalajara pero lo encontramos enterrado en el Panteón Sanctorum en la “sección vieja”, cerca del muro del límite posterior, en las calles Pedro Apóstol y calle Juan Diego, Línea 32/4 oriente/Fosa 07, donde aparece como enterrado el 27 de diciembre de 1937, según el libro 389-3ª-10-5-4020. En esa tercera sección del modesto panteón se cubrió la fosa con una losa de cemento que quizá tuvo antes una cruz del mismo material, ahora rota, y una placa metálica que se conserva con el texto: Señor Pablo Félix – 12-26-1937. Sus padres y hermanos. A su memoria.

Llama la atención la premura con que se llevó a cabo todo el trámite, su entierro inmediato pese a la muerte por una herida de fuego clasificada por el ministerio público como un homicidio. No se hace autopsia. El acta de defunción se emitió al día siguiente, 27 de diciembre de 1937. Al no haberse realizado el examen post mortem, no tenemos la trayectoria de la bala ni su calibre. Sabemos que cuando llegó el médico legista con el ministerio público a levantar el cadáver, este no presentaba rigor mortis y tenía una temperatura mayor a la del medio ambiente. Si se conoce que la temperatura corporal desciende unos 0.83 C. por hora después del deceso, es probable que Pablo haya recibido el disparo a eso de las ocho de la noche. No hay precisión sobre huella de pólvora en las manos del cadáver, si este se movió, no hay examen de sus ropas, nada que aclare lo que sucedió. Las fotografías tomadas en el levantamiento del cadáver no están en el expediente.

Increíble también la celeridad con que se elaboró una especie de “comunicado de prensa” al periódico Excélsior, que publicó la nota el 27 de diciembre de 1937, es decir, la imprimió a media noche, cuatro horas después del disparo.

Si conocemos que el ministerio público recibió la notificación del hecho a las ocho de la noche, acudieron al Depósito del Escuadrón de Cadetes, hicieron ahí su diligencia y trasladaron el cadáver a sus instalaciones antes de entregarlo a las autoridades del Colegio y redactar su acta, quedó poco tiempo para hacer llegar la nota al periódico, en plenas vacaciones navideñas y en una época sin fax o internet.

Desde la “cabeza” del artículo ya se clasificaba la muerte como un suicidio. Marca la hora del hecho como las 18:30 h. Pero el ministerio público recibió aviso a las 20:00 h. La edad de Pablo no era 21 años sino 24. Apunta el tipo de arma utilizada y el hecho de que se encontraba junto al cadáver, cuando el ministerio público no documenta tal cosa. Hace hincapié en sus relaciones heterosexuales y avisa que no se le practicó autopsia.

Entre el panteón Sanctorum (donde se encuentra hasta ahora la fosa donde reposa Pablo) y el Panteón Francés de San Joaquín, donde se halla la capilla de la familia Félix Güereña adquirida por María, media solamente una barda. Ella enterró ahí a sus padres y a su hijo pero, aunque declaraba nunca haber dejado de pensar en el hermano adorado, aparentemente no visitó su tumba. Los guardias más antiguos del Sanctorum sí recuerdan haber guiado a su hijo, Enrique Álvarez Félix, en la única ocasión en que llegó “en un auto de lujo”, a ver la placa. Ellos creyeron que visitaba a su abuelito. Probablemente no se pudo lograr la exhumación del cadáver de Pablo debido a que la familia Félix no contaba con documentos probatorios de propiedad de la fosa. En el Archivo General de Notarías se registra como propietario al Gobierno de la Ciudad de México, sin que tenga al corriente los pagos de renovación.

Quedan desde luego muchas dudas que seguramente podrían ser resueltas por quienes logren tener acceso a la investigación que las autoridades militares hayan hecho dentro de sus instalaciones, pero se comprobó que María tenía en parte razón: a Pablo lo asesinaron hace ochenta años en el Colegio Militar, aunque no por la espalda sino de frente, perforándole el corazón a quemarropa.