Este editorial fue escrito antes de que la gobernadora de Puebla, Martha Érika Alonso, y su esposo Rafael Moreno Valle murieran, en lo que hasta hoy parece ser un accidente de helicóptero. Sin embargo, el conflicto postelectoral reciente entre el PAN y Morena en la entidad, sumado al contexto de confrontación política que ha venido caracterizando al gobierno federal, alimentan la rumorología y la sospecha de que se trató de un atentado. Un clima de desconfianza sobre el que debe meditar el presidente de la república.

Justo hace un año, con motivo de las fiestas navideñas, el papa Francisco distribuyó una tarjeta postal con la fotografía de un niño japonés que lleva amarrado a su espalda el cadáver colgante de un bebé.

De acuerdo con el texto redactado por el propio pontífice, se trata de la imagen que tomó el famoso fotógrafo americano de la Segunda Guerra Mundial Joseph Roger O´Donnell, después del bombardeo atómico en Nagasaki de 1945. “La tristeza del niño —dice la leyenda escrita en la postal— solo se expresa en sus labios mordidos y rezumados de sangre”.

Y, efectivamente, esa imagen que ha dado varias veces la vuelta al mundo, junto con aquella donde una niña totalmente desnuda, quemada con napalm, corre por una carretera vietnamita con el rostro descompuesto por el llanto, son iconos que pretenden estrujar de manera permanente la conciencia humana para evitar a futuro cualquier tipo de violencia.

Esas guerras, a las que aluden dos fotografías históricas, estallaron cuando las economías hegemónicas decidieron reacomodar el mapa mundial y la geopolítica regional para someter pueblos y gobiernos a sus intereses. Lo hicieron, sin importarles nada. Menos, por supuesto, el destino que podía llegar a tener la población más vulnerable, la que iba a estar expuesta a la fuerza destructiva de la radiación y la gelatina ácida.

Ese bebé, cuya cabeza sin vida cuelga de la espalda de su pequeño hermano, y esa niña víctima de la guerra química lanzada por Estados Unidos obligan a preguntar —a quienes encabezan en México la llamada cuarta transformación— a qué le apuestan con tanta violencia.

El discurso oficial y el debate parlamentario de Morena en el Congreso están, por lo general, cargados de odio. Lo mismo contra los “hipócritas” del PAN que contra los “corruptos” del PRI; contra los militares represores, que contra los conservadores fifís, los simuladores, neoliberales, rapaces y la “casta dorada”. Tal parece que quienes gobiernan necesitan inventar enemigos; objetos de odio para combatirlos, debilitarlos y vencer. Está ausente el discurso concertador, propio de un régimen que dice apostarle a la pacificación; y presente, en cambio, la retórica de guerra, el grito vociferante y ofensivo. Se exhibe con orgullo un estilo depredador, despreciando la cortesía y el respeto.

Ojalá y el inicio de año lleven al presidente de la república y sus colaboradores a corregir formas y estrategias. Destruir, eliminar, marginar, insultar, menospreciar e imponer, características de este gobierno, no pueden ser el mejor instrumento de esta ni de ninguna otra transformación.

En el vocabulario de los funcionarios que integran el gabinete y legisladores de Morena, no existe la palabra acuerdo. Menos, se sienten obligados a escuchar y respetar otras opiniones. La instrucción —así parece— es muy concreta: arrasar —como lo hizo la bomba atómica o el napalm— lo que se tenga que arrasar.

Las víctimas, por cierto, no van a ser los dueños de los grandes capitales. Tampoco esos políticos que han utilizado los numerosos cargos que han tenido para hacer fortuna. Ellos, desde antes del 1 de julio, están pensando en llevarse el dinero a otra parte.

No. Las víctimas de la división y el odio va a ser la mayoría de los mexicanos. Cuando se pretende gobernar, desde una visión sectaria, únicamente para 30 millones de electores, se condena al resto de los habitantes a vivir como enemigos y damnificados políticos.

Así empiezan las conflagraciones. Cuando en el surco del corazón humano se colocan las semillas del odio racial o ideológico, de clase social o pertenencia cultural, la civilización inevitablemente empieza a morir.

La imagen dantesca de il frutto della guerra invita a mirarla bien, a imaginar lo que ese niño sentía, a preguntarse dónde estaban sus padres, en qué tumba, bajó qué escombro, para, entre otras cosas, medir consecuencias.