Por Francisco Estévez

 

[su_dropcap style=”flat” size=”5″]E[/su_dropcap]l eco de la tajante pregunta mediado el siglo XX de Theodor Adorno tras la barbarie nazi, en vez de perder hoy día resonancia, adquiere fuelle singular a la luz de la sangrante tragedia de la migración ¿Es posible escribir poesía después de Auschwitz?, inquiría lacerante el filósofo alemán. Parece que un inicio para recuperar la voz trunca tras el silencio impuesto por el mayúsculo drama sea contar esa misma “solución definitiva”, como nombraron la cuestión judía sus propios ejecutores. Así hicieron, entre otros, Primo Levi, Jean Améry, Imre Kertész, Elie Wiesel. Del mismo modo se pregunta Jenny Erpenbeck cómo enjuiciamos nuestra existencia cuando nuestro alrededor está plagado de miseria. Al personaje de la presente novela le avergüenza cenar mientras contempla en la pantalla el horror, el sufrimiento más allá del remordimiento protestante heredado.

El protagonista, Richards, catedrático recién jubilado de filología latina en la Universidad de Humboldt sufre la ceguera moral, esa invisibilidad al estilo del famoso periodista que Antonio Tabucchi elevara a redonda metáfora de la dictadura portuguesa en Sostiene Pereira (y con similar narratología tomada del escritor italiano construye la autora alemana su relato). El rutilante estrellato de Jenny Erpenbeck proviene desde su ópera prima, Historia de la niña vieja (1999), que la destacó como voz a considerar en la literatura alemana contemporánea hasta el pluripremiado De paso (2011), con el que se ha impuesto con vigor sobre la mesa literaria internacional, mercado americano incluido.

Yo voy, tú vas, él va, sin lugar a dudas una de las novelas del año, se sumerge sin flotador en la cuestión inmigrante en Alemania, donde a pesar de ser millones los transterrados hasta hace poco apenas aparecían siquiera en los noticieros. En una doble soledad, vital y laboral, recién viudo y apenas jubilado, Richard, descubre su propia yo en la protesta de un grupo de africanos en una plaza de Berlín en busca de visibilidad. Aparece un cartel tras sus espaldas: “Nosotros nos volvemos visibles”, como el propio protagonista. En efecto, con la reunificación alemana, Richard perdió su Alemania del Este, absorbida por otro sistema político, económico y cultural.

Sin identidad ni patria, Richard, ciudadano de dos ciudades, especula la propia historia de los inmigrantes africanos y siente de similar manera el vacío en las espaldas, la ausencia de futuro. Al conocer y reconocer a los inmigrantes -y nosotros lectores junto al protagonista- se tornan seres humanos diferenciados, es decir, personas con un carácter propio, una historia individual y colectiva, una lengua madre, una cultura de origen. “Nadie ama a los inmigrantes”, llegamos a leer en el testimonio desgarrador de un personaje. Acertadamente la novela no empuja al empeño político, sino a la reflexión directa. De tal modo entenderemos las barreras de las farragosas leyes, nacionales, internacionales o el muro de su propio absurdo.

La mirada burguesa de Richard desde su altura biempensante consigue modificar punto gracias a su cultura clásica y podría admitir por ejemplo, la Carta de Lampedusa (2014), que va más allá del progresismo de Kant paradójicamente algo conservador, y se funda en “el reconocimiento de que todos, en cuanto seres humanos, habitamos la Tierra como un espacio compartido y que tal pertenencia común debe ser respetada. Las diferencias deben ser consideradas como riqueza y fuente de nuevas oportunidades y nunca instrumentalizadas para construir barreras”. La cultura, y la clásica por excelencia, en Richard, pero también en nosotros lectores, actúa como escudo frente a las férreas imposiciones del capitalismo vigente que obliga a este cruel nomadismo. Vistas así, las voces del verbo andar son pues -en su conjugación pronominal, yo voy, tú vas, él va…- el hilo rojo en torno al cual pivota el relato. La declinación del verbo “ir” en alemán gehen, elevado al título de la novela funciona como onomatopeya rumorosa de un motor calentando su marcha (acaso el cerebro del protagonista o la empatía del lector) Gehen Gin Gegangen. Y establece un diálogo fértil de extraña dialéctica donde el símbolo de un ahogado en el lago que recorre toda la novela ejemplifica lo que no se ve o no se quiere llegar a ver.

Los pensamientos de Richards muestran como sus diálogos con los inmigrantes ejercen de potente anagnórisis. En sus apuntes, Awad se transforma en Tristán, el musculado tuareg se vuelve Apolo, etcétera, y al pasar por el filtro de la cultura literaria clásica mudan a nueva realidad con visibilidad plena. De tal modo, será empujado a la acción y adquiere un terreno para la familia de Karon, paga medicinas a Rufu, acoge en su casa a otros. No es ya solo el gesto generoso de un académico, sino el compromiso sincero del intelectual.

La mezcla alternativa entre la reconstrucción del pasado de la vida del protagonista, sus duros comienzos o los recuerdos de su madre, junto al conocimiento de los inmigrantes, sus culturas, gustos e individualidades no solo en la mente de Richard, sino en la del lector también arrastrado por la inercia del relato. Richard supera pues al maniqueo personaje de simple retórica, convirtiéndose en ser cuajado de sus propias contradicciones, como todos nosotros.

La novela supera, de tal modo, el riesgo de una simple crónica instalada en la literatura de migración. A través de la magia literaria y ese canal del protagonista que sirve de potente testimonio, este excelente relato Yo voy, tú vas, él va trata una cuestión central de nuestro tiempo para llegar a la furibunda conclusión de que la migración consiste en: “Convertirse en un extraño. Uno mismo y los demás”.