Javier Vieyra y Jacquelin Ramos

 

[su_dropcap style=”flat” size=”5″]E[/su_dropcap]n alguna ocasión, el enigmático escritor japonés Yukio Mishima declaró que “la belleza de la ciudad era, ni más ni menos, la belleza de sus heridas”. Y tal vez en ninguna urbe del mundo esta premisa sea más expresiva que en Ciudad de México. La capital mexicana es un espacio en donde las heridas bien pueden ser destellos de memoria rotos, discontinuos, contrastantes entre sí, siendo ellas las principales responsables de su hermosura. Al caminar la ciudad pueden verse, todos juntos, en un día común, trascendiendo épocas, estilos y personajes, vestigios prehispánicos, palacios virreinales, casonas porfirianas, rascacielos, complejos de concreto, bosques, ríos, avenidas, el barroco, el neoclásico, el art noveau, los antiguos oficios, las vanguardistas profesiones; toda ella es un mosaico contemporáneo hecho de los años pasados: es el tiempo mismo con antifaz de modernidad.

Cada una de esos resplandores que constantemente tratamos de extinguir en un ejercicio de autodestrucción tienen una historia que contar, que merece ser escuchada y también recordada. Traducir estas voces y revivir estos fantasmas es labor de los cronistas, ciertamente, y ninguno de ellos lo hace mejor que Héctor de Mauleón. Con una prolífica trayectoria que lo ha colocado como un referente esencial para adentrarse en las entrañas y los secretos de la demarcación chilanga, el conductor de El foco recientemente publicó La ciudad oculta, una obra dividida en dos volúmenes que, bajo el sello de Planeta, continua con el buceo que De Mauleón ha realizado en las remembranzas de lo que hoy sintetizamos en cuatro letras: CDMX.

La ciudad oculta es la continuación de un libro anterior que se llama La ciudad que nos inventa. En ese volumen rescato historias olvidadas, muy poco conocidas, de la Ciudad de México, partiendo de la premisa de que el deterioro del pasado en la ciudad ha sido brutal: la ciudad ha sido arrasada, ha perdido calles enteras, edificios, y no solo eso, sino también ha perdido la memoria de lo que ha ocurrido en estos sitios. Este es un proceso sistemático de destrucción que comienza en la Reforma, continúa a lo largo del siglo XX, y que seguimos viendo en pleno siglo XXI. Entonces la idea era poder reunir un conjunto de hechos relevantes y significativos en la historia de la capital, alrededor de momentos, personajes o lugares que desempeñaron un papel significativo; días que la conmovieron, la cimbraron, la aterrorizaron o que fueron decisivos de algún modo. Así, empecé a reunir un conjunto de crónicas que hablaban sobre ellos”.

Construir una nueva visión de la metrópoli

A través de numerosas horas de trabajo en hemerotecas o en medio de libros antiguos, Héctor de Mauleón seleccionó los más fascinantes acontecimientos, protagonistas y sitios para plasmarlos de manera magistral en su obra, que nos lleva en un recorrido que salta indiferenciadamente por los años comprendidos entre el siglo XVI y el siglo XXI. Grandes desastres, crímenes, avisos de ocasión, cartas amorosas, la llegada de inventos prodigiosos, las primeras letras de grandes escritores, fantasmas escondidizos, papeles invaluables y fotografías históricas son algunos de los medios con los que el también autor de El secreto de la Noche Triste conduce al lector para construir una nueva visión de su metrópoli, por ejemplo al enterarse de cómo fueron los primeros días que se vivieron en ella, los cuales quedaron registrados en un libro de actas del Cabildo de la década de 1520 y que De Mauleón retrata con una pasión extraordinaria.

“Al ojear el libro me di cuenta de que ahí estaban contados los primeros días de la ciudad; empecé a estudiarlo y noté que estaba frente a la pintura de algo permanente, aunque muy borroso y muy ignorado, que es cómo comenzó verdaderamente la vida en la Ciudad de México. En el libro estaban registradas las primeras posiciones que se tomaron para fraccionarla entre 1528 y 1529 y también los primeros nombramientos para que funcionara, como el del encargado de la cárcel o el encargado de vender la carne. Además se establecía quiénes eran los primeros sastres, los primeros barberos, quién tenía la tarea de limpiar las calles para que no hubiera charcos y quien debía bardear los terrenos que se estaban entregando a los ciudadanos antes de tres meses para que los animales no estuvieran vagando libres en las calles porque se comían las cosechas. De la misma forma estaban asentadas las multas y los azotes que se imponían a quienes violaban determinadas situaciones”.

Y es que De Mauleón ha encontrado en la urbe con casi medio milenio de existencia un auténtico tesoro que no deja de contar historias desde cualquier rincón, aunque no necesariamente venturosas, pues en La ciudad oculta será posible revivir igualmente las peores calamidades a las que ha sobrevivido la Ciudad de México, como terremotos, epidemias, inundaciones, pestes, crímenes espantosos como el asesinato de Joaquín Dongo en la ahora llamada calle de Donceles, e incluso días de humillación patria. Un ejemplo de esta última situación, explica el cronista, se vivió cuando en la invasión norteamericana de 1847, los ciudadanos, sin gobierno ni ejército, se enfrentaron con piedras y palos a los hombres de armas estadounidenses cuando avanzaban por la Calzada México-Tacuba rumbo al Zócalo, siendo muchas personas masacradas por los del uniforme verde, además de que sitios que estos ocuparon para habitar durante su campaña fueron satanizados después de la retirada, pues se consideraban lugares de vergüenza nacional. Igualmente la lectura nos revela los rostros de personajes tan enigmáticos como la última virreina que tuvo la Nueva España y que sufrió un destino miserable o aquellos a los que debemos más de lo que pensamos.

“En mi investigación me encontré con personajes que estuvieron perdidos durante siglos, cuyo nombre no se sabía y que volvieron a aparecer de repente. Uno de ellos es Alonso García Bravo, el hombre que trazó la Ciudad de México y que cayó en desgracia junto con Cortés y todos sus compañeros; él tuvo que escribirle al rey para decirle lo que había hecho para esperar una recompensa y no se la dieron, sus papeles se habían perdido en los laberintos de la burocracia española, hasta que Francisco del Paso y Troncoso los encontró y pudimos saber el nombre de ese personaje que realizó el trazo del Zócalo y las primeras calles de la urbe. También está José María Andrade que precisamente durante la invasión norteamericana rescató el archivo, la memoria de la Ciudad de México, que estaba en riesgo y se llevó a su casa los documentos y los ocultó durante un año; gracias a ello podemos saber entre otras cosas lo que conté, el cómo fueron los primeros días de la ciudad”.

 

Las historias te guían como escritor

Con un estilo literario prodigioso, Héctor de Mauleón indica que su forma de narrar lo va marcando cada historia en particular, la historia misma ofrece un ritmo, un fondo, una jerarquía y una manera para transmitirse y hacer llegar a los ojos de quien la lee, o la escucha, su esencia. Al respecto, el columnista de El Universal cita a Monterroso: “Las historias están en un árbol, cuando lo sacudes las historias que caen son las que te pertenecen.” Es decir, cuando son tuyas, las historias mismas te guían como escritor. De su labor de cronista y el significado que tiene su obra en la larga tradición del género, De Mauleón destaca que no es papel de un solo hombre el rescate de la memoria de la ciudad.

“Creo que los cronistas son una tradición de la literatura mexicana y que están presentes desde 1554. La preservación de la memoria la han estando realizando una estirpe de escritores desde entonces. Es interesante notar que hay un momento en la que se rompe la cadena de cronistas y la ciudad se vuelve un enigma para todos porque no sabemos qué quieren decir las cosas, los edificios o las calles por donde caminamos, no lo sabemos porque muchas de ellas tienen una historia que contarnos; esa ha sido siempre la función de la crónica, no es una responsabilidad de una sola persona, es la responsabilidad que ha tenido siempre la crónica y mi trabajo es una manera de continuarla y una manera de rendirle homenaje a todos estos personajes que nos enseñaron o que nos dieron algo sobre la ciudad, porque la otra historia oculta de este libro es, precisamente, rendir un homenaje a los cronistas de la ciudad, desde el primero hasta Carlos Monsiváis y José Joaquín Blanco, que pienso son los últimos grandes cronistas que tiene la ciudad”.

 

500 años  

Consciente de que en gran medida la destrucción de la Ciudad de México y su memoria son producto del resentimiento y la visión maniquea de la historia, el escritor ve en las próximas conmemoraciones una puerta para la reconciliación de los mexicanos con su pasado.

“Vienen 500 años de vida de la Ciudad de México y esa es una oportunidad extraordinaria para que los historiadores nos vuelvan a contar la historia sin conceptos superficiales, sin censurar, sin condenar, sin encender, sin desfigurar como ha ocurrido siempre, lamentablemente, convirtiendo el pasado en una pugna entre héroes y villanos: entre héroes luminosos completamente y los villanos oscuros todos. Necesitamos una historia sin matices, y yo creo que estos próximos festejos son una oportunidad extraordinaria para intentar entender, por ejemplo, a Hernán Cortés, intentar comprender a la Malinche, y de ahí en adelante, volver a contar todo lo que ha pasado en este país y en esta ciudad”.

¿A qué huele la Ciudad de México?

Por inusitado que parezca, Héctor de Mauleón logró realizar en La ciudad oculta una maravillosa crónica de los olores que han permeado en la capital mexicana desde su fundación prehispánica hasta la modernidad. Comienza De Mauleón estableciendo que, por algunos extraños motivos, algunos puntos de la Ciudad de México huelen a siglo XVI. Algunos de esos puntos, continúa, se encuentran en la esquina de Avenida Juárez y Eje Central, en Reforma y Bucareli, en Álvaro Obregón y Cuauhtémoc. Después contradice la afirmación que hace el escritor alemán Patrick Süskind en su novela El perfume acerca de que el efímero mundo de los olores no deja huella en la historia; el conductor de El foco le responde: “Habría que llevar a este escritor a los sitios arriba mencionados: regresaría feliz de haber comprobado que las coladeras son túneles que el hombre inventó para viajar en el tiempo, pero sobre todo estaría de acuerdo con su colega Marcel Proust, para quien el olor era más perdurable que los edificios y los monumentos…”

De ahí, Héctor de Mauleón nos lleva, prácticamente con la nariz, a recorrer las calles con la sagrada esencia del copal de Tenochtitlan y a verificar que, después de su caída, “la jubilación de Ehécatl”, la historia de la urbe es la historia de cómo se ha dedicado a combatir su olor. Pasando por la putrefacción que despedían los cadáveres de los conquistados, a la peste producida por la sangre de los animales que se mataban y desollaban en el Zócalo para alimentar a la metrópoli, el cronista retoma a algunos de sus antecesores y fuentes hemerográficas para hacernos percibir un sitio aún rodeado de canales y acequias en que los lodazales y charcos eran de la predilección pública para hacer ahí sus necesidades fisiológicas, además del lugar por excelencia para arrojar la basura. Fue a finales del siglo XVIII, que el conde de Revillagigedo estableció el servicio de limpia para acabar con la inmundicia de las calles, lo cual “no impidió que, para salir a la calle, las mujeres se vieran obligadas a cubrirse la nariz con un pañuelo empapado en benjuí.”

Héctor de Mauleón finaliza su relato: “Creímos terminar con todo aquello cuando se inauguró la primera red del drenaje. Hoy sabemos que el siglo XVI no ha terminado, que sigue flotando en las calles. No importa que hayamos convertido la ciudad en un bosque subterráneo de cañerías, no importa que hayamos convertido los cielos en esa bruma plomiza que muerde la parte alta de los edificios. Caminar por Juárez y Eje central o por Reforma y Bucareli es tener un sentido de continuidad, de solidaridad fatal con nuestro pasado.”