A lo largo de la historia humana siempre han existido pensadores, filósofos, teólogos y sociólogos que describen la posibilidad de un mundo armónico y feliz; lo mismo, obras como La república de Platón, La utopía de Tomás Moro, o las prácticas que intentaron Proudhon, Owen y Saint Simon, entre otros, hasta la visión de futuro fantástica y dramática de Un mundo feliz de Aldous Huxley; estas esperanzas al enfrentarse a la realidad no han podido implementarse.

No descartamos el idealismo vigoroso y belicoso del presidente de la república, Andrés Manuel López Obrador, que aspira al progreso nacional y, sobre todo, a una mejor distribución de la riqueza; para lograrlo, debe remontar el grave estado de inseguridad que priva en el país.

Sus discursos y propuestas no varían un ápice de lo expuesto en la campaña, antes de la campaña y después de las elecciones; confunde las grandes aspiraciones nacionales, con pequeños detalles que le dan un toque particular y propicio para el gran público; define bien una de las causas fundamentales de la pobreza y la desigualdad, el llamado neoliberalismo.

Sin embargo, su pragmatismo lo obliga a aceptar los paradigmas básicos del sistema neoliberal que son: apertura de fronteras y comercio libre, adelgazamiento del Estado, baja de impuestos, baja de salarios, política monetaria de equilibrio internacional, libre cambio de divisas y apoyo al mercado —que no es otra cosa que propiciar la inversión privada—, y además este sistema aborda el tema social desde el asistencialismo y no desde la producción y la distribución social. El capitalismo neoliberal produce mucho, pero no distribuye socialmente. Existen contradicciones que solo se pueden resolver con propuestas claras y distributivas.

Más allá del simple asistencialismo, el país requiere con urgencia mayor crecimiento y menor pobreza. En principio se cometió un gran error al desechar el proyecto del aeropuerto, bajo la premisa adecuada y correcta de separar la política de la economía; las pérdidas que ocasionará esta decisión serán mayores a los ahorros que propone la austeridad republicana. No hay duda de la honradez personal, pero despilfarrar y tirar dinero público a la basura, da el efecto contrario.

En política, lo está haciendo muy bien, centralizando el poder, mandando mensajes simbólicos que agradan al pueblo como la apertura de Los Pinos, la venta del avión presidencial o la suspensión de la pensión a expresidentes y la humildad respetable de arrodillarse frente al mundo indígena.

En economía, las cosas no van bien, la paridad peso-dólar se ha disparado, las tasas de interés han aumentado, la bolsa se ha derrumbado y la amenaza de los fondos buitre en el caso del aeropuerto puede afectar seriamente el Presupuesto de Egresos de la Federación.

En seguridad y paz interna, aún no vemos resultados ni proyecto claro, mientras que la delincuencia no se va a detener por los principios éticos que difunde el presidente. No se ve la solución en el futuro inmediato.

Pese a todo, la embarcación del Estado ha zarpado y, con sus contradicciones y deficiencias, avanzará.

La sencillez y la austeridad con que se conduce el primer mandatario sin duda son gratas a la sociedad; su lenguaje es bien aceptado por la mayoría del pueblo; lo que no debe hacer el presidente es polarizar y enfrentar.

Hoy, más que nunca, México solo puede ir a la cuarta transformación si existe mayor unidad entre los mexicanos pues, de otra suerte, se convertirá en una utopía promotora de grandes esperanzas, pero de resultados inciertos.