No tengo nada a favor ni en contra de los discursos presidenciales inaugurales, considerados en sí mismos. Son un continente y no un contenido. Tan solo llevan lo bueno o lo malo que su autor le inserte.

He escuchado todos ellos desde que tengo memoria. Muchos los escuché dentro del recinto del Congreso de la Unión. Para la elaboración del mensaje político de algunos de ellos fui coautor anónimo o discursero de paga.

Debo aclarar, sin embargo, que nunca he sido invitado de protocolo, toda vez que nunca he sido un mexicano importante ni famoso ni poderoso. He sido requerido solamente en función de mi encargo público del momento. Muchas veces he aplaudido al orador de la misma manera como los invitados al banquete de bodas aplaudimos la llegada de los novios. Con cortesía y, a veces, también con afecto, pero sin emoción. La boda es un día muy importante para los novios, pero no para mí. El día del informe ha sido muy importante para los presidentes, pero no para mí.

Sin embargo, no he sido impermeable ni repelente. Mi afición por observar, escuchar y analizar la política me ha hecho no perder detalle de los que he escuchado en el recinto o en mi casa y que suman algo así como 30 horas de audición. De todo ello he sacado conclusiones generales que no absolutas puesto que, como en todo, hay excepciones. Más aún, las arengas presidenciales fueron el motivo principal que me llevó a escribir el ensayo El teorema de los discursos, publicado por la Academia Nacional de México.

La primera conclusión que he obtenido es que, casi todos, fueron discursos intrascendentes. Las más importantes proclamas presidenciales casi nunca se han gestado en la toma de posesión. Los gruesos volúmenes que nos regala el gobierno donde se contienen estos informes y sus anexos suelen terminar en nuestros basureros. Todavía no conozco a nadie que los revise, los repase, los estudie y los analice. Ni siquiera los legisladores que estarían obligados a ello. En cambio, los buenos discursos presidenciales se dieron en otras ocasiones y en otros foros.

Mi segunda conclusión es que se ha ido convirtiendo en un discurso sesgado. Esto lo digo porque ha dejado de ser un informe de actividades y resultados para transformarse en un relato de programas y promesas. Se ha dicho que los hombres inteligentes hablan de lo que hicieron y no de lo que van a hacer. Sin embargo, es un buen truco recurrir a las promesas de futuro para disimular los fracasos del pasado.

Esto puede refrescar, aunque sea temporalmente, el posicionamiento político y la imagen pública. Ello es particularmente útil para aquellos gobiernos que han prometido cambiar de país y que no han podido cambiar ni de aeropuerto.

La tercera constante que he encontrado consiste en su pobre percepción del futuro inmediato. Para comenzar, en casi todos ellos los autores se han proclamado como el más grande gobernante que ha existido en la historia mexicana. Esto es lo que los convierte en papeles inservibles cuando llega el séptimo año del sexenio. El “después de mí, el diluvio, tan constante y tan manido, es la ingenuidad presidencial que se resiste a aceptar que después de mí, el olvido”.

Para abreviar, quizá la conclusión fundamental es que el formato se ha agotado y no se ha sustituido con alguno que sirva como opción real. Es un ejercicio inservible para la política e inútil para el poder. Vamos, en política de “a de veras” es una pérdida de tiempo.

La vida de México no va a cambiar por sus discursos. Hay gobiernos que pudieron “sacar el buey de la barranca” y otros que no pudieron ni “sacar a un perro de la milpa”. Pero sus éxitos o sus fracasos no dependieron de sus discursos.

w989298@prodigy.net.mx

@jeromeroapis