Por Guillermo Fajardo /@GJFajardoS

 

[su_dropcap style=”flat” size=”5″]E[/su_dropcap]s cierto, como lo han apuntado algunos, que este sexenio será el de los símbolos. Falta agregar que también será el de los faraones, el de los grandes proyectos que el Presidente mañanero aprueba como celebración democrática de unidad. Así, López Obrador se muestra ávido por demostrarle a la historia nacional que los mastodontes neoliberales y sus políticas palidecerán ante la labor social de su Gobierno.

La cancelación de Texcoco y de la reforma educativa, además de la construcción del Tren Maya y de cien universidad públicas, revelan el apuro cosechador del Presidente por apuntarse de comerciales y victorias anticipadas. Al menos López Obrador ha sido franco como pocos: dice que le cumplió a los maestros y le pidió permiso a la Madre Tierra para construir su tren. Si queríamos honestidad presidencial, ya la tenemos: hueca, pero sincera.

El carácter social de su Presupuesto es, por supuesto, motivo de celebración, así como la responsabilidad fiscal del mismo. El problema es que una democracia no puede vivir únicamente de las estampillas folclóricas del Presidente ni tampoco de sus gestos: el aplauso por abrir Los Pinos o vender el avión presidencial no puede resonar para siempre en el palacio. Necesitamos advertir los símbolos pero no escribir la ley sobre ellos. La creación de las cien universidades públicas revela perfectamente el carácter agigantado de esta administración: se trata de conseguirles a todos un pupitre y un título, aunque nadie sepa dónde, nadie diga cuándo ni mucho menos alguien apunte con qué, además de dinero. Se entiende, también, que el carácter social del Presupuesto venga aparejado con una promesa: la de la revocación del mandato presidencial, como si vastas cantidades de dinero no fueran a bastar para convertir su autoridad en una gracejada.

Los apólogos del Presidente no leyeron bien sus mensajes de campaña: se trataba de anular los privilegios, todos, no solo los de la burocracia de oro que, en esta narrativa, impedían el crecimiento, sino también el de áreas que componen la escenografía nacional, como la cultura. El que AMLO haya dado marcha atrás en cuanto al recorte universitario habla de un político feliz de satisfacer a sus clientelas. Para el Presidente la mejor forma de igualdad es la que viene de la mano extendida del Estado. Ya no estamos ante un ogro filantrópico sino ante un titán derrochador: abarcarlo todo, cancelarlo todo, hacerlo todo. El apuro del Presidente por sentarse en la mesa de Benito Juárez y Francisco I. Madero lo acerca más bien a la furia volcánica de José Vasconcelos, aunque sin el talento de este cruzado. Mucha voluntad desperdigada por todos lados: hambriento por transformarse en ícono, a López Obrador le sobran gestos pero le faltan oídos.

Qué bueno que viaja en avión comercial, qué bueno que dona parte de su sueldo. Estos símbolos, sin embargo, valen de muy poco cuando faltan razones para, por ejemplo, explicar la cancelación de Texcoco. Algunos podrán aplaudirle el capricho ideológico, pero otros no tendrán más que alzarse de brazos ante el uso faccioso y parcial de una narrativa fracturada. Y es que para AMLO el problema de fondo no es, vaya sorpresa, que en Texcoco haya habido corrupción —la revista Proceso publicó seis “pistas” sobre esto en un artículo— sino que el proyecto no era suyo.

Esa será la marca de MORENA y de su Presidente: la de derrumbar las capillas corruptoras, sacar a sus fieles y erigir unas nuevas. Entristece esta forma de política porque la soberbia es la peor enemiga de la incertidumbre: no se corrige el rumbo a partir del diálogo consentido sino de la catástrofe anunciada. El aeropuerto de Texcoco es un ejemplo de esto, pues parece que no se hará nada hasta que sea demasiado tarde: las reacciones de los tenedores de bonos pueden resultar terribles para el país, no solo porque se pierde confianza en el gobierno sino porque la argumentación descuidada de la administración —si es que la hubo en medio de ese galimatías periférico de corrupción y neoliberalismo— parece desempolvar viejas prácticas priistas, es decir, la de imponerse desde la Presidencia sin importar las consecuencias. El problema, por supuesto, es que ya no vivimos en la época de los abrazos efusivos y las loas presidenciales, sino en un mundo dinámico, complejo e interconectado. Una mala decisión puede afectar todo el sistema.

¿Qué esperar? Más gestos de gnomo, más y mejores construcciones que lleven su nombre. La política es simplemente el lustre de la autoridad, la arena formal de las decisiones: López Obrador parece creer que también es la órbita espectacular del progreso en detrimento de la capacidad técnica de los mejor informados. Quizá, una vez que su energía transformadora mengüe, se dará cuenta que le apostó demasiado a modificar únicamente lo que no consideraba suyo.