Por Federico Campbell*

 

[su_dropcap style=”flat” size=”5″]L[/su_dropcap]os libros del periodista polaco Ryszard Kapuściński (nacido en 1932) ciertamente tiene mucho en común con los escritos por los norteamericanos del “nuevo periodismo”: interpreta los hechos y caracteriza a los personajes reales, pero se distingue de Southern, Wolfe, Mailer, Thompson, porque su estilo es más llano y menos experimental, porque su actitud ante el acontecimiento es más distante y no se afana por jugar un papel protagónico en la historia que cuenta. Su narrativa es más lineal y se muestra, digamos, más respetuoso de la realidad.

Kapuściński es un viajero. Su caso es el de un llanero solitario –como el de Bruce Chatwin, el escritor inglés— pero no por ello deja de involucrarse en las cosas ni de hablar con la gente. Más individual que los irreverentes periodistas de Manhattan, el polaco se mueve en mundos distintos a los de Europa y Estados Unidos: sus territorios son los de África y Latinoamérica, Irán y las repúblicas que componían la Unión Soviética.

En su libro Géneros periodísticos, Juan Gargurevich piensa que uno de esos géneros es el testimonio y precisamente en el capítulo consagrado a este tipo de periodismo coloca la singular, significativa obra de Kapuściński: La guerra de Angola, Las botas, El Sha, El Emperador, Las estrellas negras, Cristo con fusil al hombro.

En 1981 Kapuściński dejó de trabajar como corresponsal en la Agencia Polaca de Prensa (PAP), a la que estuvo ligado laboralmente durante más de 20 años y para la que cubrió 27 revoluciones en 12 países del Tercer Mundo. A los ocho años abandonó su pueblo natal, Pinsk, a principios de la Segunda Guerra Mundial, cuando fue tomado por las tropas de la Unión Soviética. En 1950 se inscribió en la Universidad de Varsovia para obtener después el título de historiador. Se imponían entonces los textos de Stalin y Lenin, “pero eso no significó tiempo perdido”, dice a Josh Weiss en una entrevista (Publishers Weekly, 5 de abril, 1991). De Marx aprendió, reconoce, “a contemplar los problemas desde una perspectiva más histórica: a considerar cada acontecimiento desde una perspectiva más amplia”.

Y en efecto, como opina Gargurevich, El Emperador (Siglo XXI editores; México, 1980) es un libro muy testimonial, puesto que al contar los últimos días de Haile Selassie, el dictador de Etiopía, Kapuściński va eslabonando los diversos testimonios de los cortesanos –funcionarios, oficinistas de palacio— que convivieron con el anciano monarca derrocado en 1974 por una revolución. Gracias a las diferentes y complementarias versiones de los testigos, el periodista e historiador polaco reconstruye la vida cotidiana de la suntuosa sede gubernamental y el modo de vida de un déspota endiosado. Sostiene centenares de charlas, toma notas, sobre la tormenta social que envuelve a los etíopes, pero sobre la marcha se va dando cuenta de que la imagen del Emperador ( su corte, su séquito, sus manías, su estilo de gobernador) constituye el único nudo que habrá de dar cohesión a su libro.

El Emperador es, pues, un relato de esas charlas, entrevistas, búsquedas, un registro, un documento. “puesto que no pude contar con la objetividad de mis interlocutores y varias veces sospeché que la memoria les engañaba, volví a los archivos para examinar la historia del Emperador y de su monarquía. “En este registro documental lo que le correspondió, dice, “fue exclusivamente el papel de oyente y cronista”. Pero la verdad es que Kapuściński es algo más que un testigo ocular cuando va hilvanando la historia y dándole continuidad al intercalar sus reflexiones entre una y otra declaración de sus informantes hasta conseguir una densidad literaria, un gran final patético, ilustrada por el otoño de un patriarca que luego de destronado se sigue creyendo el Emperador de Etiopía como si se hubiera quedado en el viaje sin retorno del poder.

Por otra parte, tanto la mirada del historiador como la del periodista convergen en otro derrocamiento y en otra revolución: la caída del Sha de Irán propiciada por los revolucionarios que, inspirados por el ayatola Jomeini, tomaron el poder en 1980. En El Sha (ed. Anagrama; Barcelona, 1987),  Kapuściński acumula notas, fotos, cintas magnetofónicas, a fin de comprender cuáles fueron los orígenes del movimiento chiíta, cuál ha sido la evolución de Irán desde finales del siglo XIX hasta la revolución islámica, y sopesa en su análisis del fenómeno un elemento desdeñado hasta entonces por los historiadores: la religión. Así, el reportero polaco –cuyos libros se leían en Polonia como una parábola del totalitarismo— va bordando una reflexión lúcida y colorida sobre los mecanismos de la historia y del poder. “Sus imágenes oscilan desde lo grotesco a lo horroroso…  Kapuściński ha inventado virtualmente su propio género. En El Sha salta, con la concisión y la libertad de un poeta, de un detalle fragmentario a otro, elaborando un nervioso mosaico de una cultura definida por el miedo”, escribió el crítico Geoffrey O´Brien en la revista Mother Jones.

El efecto de conjunto que produce la lectura de sus obras da ciertamente la impresión de que Kapuściński toma partido por las luchas de los pueblos tercermundistas que buscan su autosuficiencia y su independencia. Y es que “a la mejor comparto un poco la idea romántica acerca de lo que es un periodista”, confiesa a Josh Weiss. “Yo creo, especialmente si uno escribe cierto tipo de literatura, que hay que sentirse involucrado. Es imposible una escritura ‘fría’. Tiene uno que participar, tener sus propios juicios morales, sus ideas muy claras respecto a lo que es justo y bueno. En lo que estoy escribiendo me siento involucrado, como si fuera un peleador”.

En 1991 Kapuscinski prepara un libro de memorias que tentativamente titularía “Lapidarium”, un recuento más bien de su viaje interior, el de su mente y sus sentidos. “Siempre que queda seguiré viajando. Porque esa es mi vida y mi profesión. Y para mí la vida y la profesión son la misma cosa”. También redacta un volumen sobre la Unión Soviética y su desintegración como sistema político y conjunto nacional.

Para Kapuściński la historia es una tragedia. Lo ha visto en muchas partes del mundo, tanto cuando refiere las industrias y avatares de Patricio Lumumba en Las botas (Ed. Universidad Veracruzana; Xalapa, 1980), como cuando –siendo el único corresponsal extranjero en Tegucigalpa— da a conocer al mundo el estallido de la guerra del futbol entre Honduras y El Salvador en 1969. El libro –que en polaco se titula Wojna futbolowa; en inglés, The Soccer War; y en italiano, La prima guerra del football— conoció en México su primera traducción a un idioma extranjero y es una recopilación de 16 reportajes realizados en países de África y américa Latina. Entre unos y otros, el autor va introduciendo el supuesto plan de un libro que nunca, según él, acierta a escribir. En esos tramos van sus meditaciones, sus monólogos interiores, que cumplen la función de un hilo conductor de un viaje a otro, de una crónica a un reportaje, hasta redondear el verdadero libro que sin saberlo está escribiendo desde los primeros despachos que envió a PAP desde Nigeria, Tangañica o El Congo, desde Chipre, Honduras o Chile, y que, reescritos, dan vida a las 248 páginas de Las botas.

“Realmente no se ven las cosas muy claras si todo está en calma. Sólo en tiempos de convulsiones, conflictos, tensiones, la situación se esclarece. Y puede verse entonces el mecanismo de la historia. Lo que a mí me interesa es el quehacer histórico. Y el quehacer histórico es un proceso trágico y doloroso. Mi tema es la tragedia de la historia”, dijo Kapuściński en su entrevista de Publishers Weekly.

Y concluyó:

“Lo único que vale la pena es escribir. Y todo lo que no es escribir, o prepararse para escribir, es… lo que pasa es que ninguna otra actividad me hace feliz”.

*Texto publicado 13 de noviembre de 1991 en el suplemento La Cultura en México de la revista Siempre! Número 2003.