Por Elisur Arteaga Nava
En el mes de mayo próximo se cumplirán cien años de la publicación de la obra El juicio constitucional, orígenes, teoría y extensión, de don Emilio Rabasa, el más grande constitucionalista que ha dado México.
El autor, en esa obra, valora el juicio de amparo como instrumento de defensa de la Constitución y su artículo 14, como eje en torno al cual gira el juicio de garantías. Estudia la institución como un medio para defender los derechos y libertades y como un instrumento para evitar invasiones mutuas entre los poderes centrales y locales.
El maestro Rabasa, en 1919, por vicisitudes de la vida, se hallaba desterrado en Nueva York, lejos de su patria y ausente de su cátedra en la Escuela Libre de Derecho. Alejado de la política leía, meditaba y escribía.
En representación del gobierno de Victoriano Huerta, en 1914, salió a las conferencias de Niagara Falls, en las que se discutirían los términos y condiciones para alcanzar la pacificación del país; en esas andaba cundo cayó el gobierno al que representaba. Debido a esa intervención, no pudo regresar al país; lo hizo en 1920. Algunos lo hacían responsable de haber participado, en el año de 1913, en la celebración del Pacto de la Embajada, del que derivó la caída de don Francisco I. Madero y José María Pino Suárez, como presidente y vicepresidente de la república.
En 1912 había publicado su obra más conocida: La Constitución y la dictadura. Esta, sin lugar a dudas, fue la que más influyó en los constituyentes de 1917 y en los juristas del siglo XX. Nada de lo que se ha escrito sobre la materia la ha superado. Sus alumnos directos, los que siguieron sus pasos en el cultivo del derecho público, como don Manuel Herrera y Lasso, Felipe Tena Ramírez y Jorge F. Gaxiola, y que heredaron o sirvieron su cátedra en la Libre de Derecho, reconocían la superioridad de su talento, elogiaban su originalidad como publicista y subrayaban la profundidad de sus enseñanzas.
Don Juan José González Bustamante, el gran procesalista y ministro de la Suprema Corte, tomó una versión taquigráfica del curso que el maestro impartió en 1928 en la Escuela Libre de Derecho, que se publicó en 1969; la lectura de los apuntes corrobora lo dicho por sus alumnos y, por muchas razones, justifican los elogios que ellos le brindaban.
En México nadie ha escrito de derecho de forma más elegante que don Emilio. En su prosa hay precisión y economía de palabras. Sus giros son bellos. Esta característica se observa, sobre todo, en su obra La Constitución y la dictadura.
Antes de escribir de derecho, don Emilio, con el seudónimo de Sancho Polo, escribió y publicó cinco novelas; La bola, La gran ciencia, El cuarto poder, Moneda falsa y La guerra de tres años. Emmanuel Carballo lo ubicaba como un autor de tesis.
En este mundo, lo que se hace o no se hace, se sabe; esto es absolutamente cierto; a pesar del seudónimo de Sancho Polo fue notoria la autoría. Lo supo Porfirio Díaz, en ese entonces gobernante absoluto.
Según me lo refirió don Manuel Herrera y Lasso en 1958, su alumno predilecto y heredero directo de su cátedra en la Escuela Libre de Derecho, dejó de escribir novelas por un comentario que el presidente Porfirio Díaz le hizo a don Justo Sierra; palabras más, palabras menos, la historia que me refirió don Manuel fue la siguiente: “Conque don Emilio se nos está volviendo poeta”. A lo que su interlocutor, sorprendido, manifestó desconocer el hecho. En la primera oportunidad que tuvo le hizo saber al licenciado Rabasa el comentario presidencial, y, temeroso de las consecuencias de estar incurriendo en un grave delito, dejó de escribir novelas. Malo y bueno. Malo, por razón de que la literatura mexicana perdió a uno de sus mejores prosistas; bueno, porque el derecho, sobre todo el público, ganó el monopolio de los esfuerzos de un brillante intelectual.
Muchas fueron las historias que mi maestro don Manuel Herrera y Lasso me refirió de don Emilio. Si las tuviera que resumir en pocas palabras, serían: admiración a su genio, respeto a su memoria y reconocimiento a sus cualidades como ser humano. De don Manuel heredé su cátedra en la Escuela Libre y las fórmulas a las que recurría para referirse a él: mi maestro, don Emilio, el maestro Rabasa.
En México nadie ha escrito de derecho de forma más elegante que don Emilio. En su prosa hay precisión y economía de palabras.
Los retratos literarios del maestro Rabasa eran fieles, precisos y lapidarios; algunos de ellos irónicos e hirientes. Véanse unos cuantos ejemplos:
Del Nigromante decía: “Don Ignacio Ramírez dijo de la Constitución de 1824 que no era sino una mala traducción de la norteamericana, y varias veces censuró á la Comisión de 57 por su apego al modelo que presentaba un país en que ‘se usa la ley Lynch y se habla mal el inglés’; pero Ramírez, aunque fuese insigne hombre de letras, no parece haber estado muy provisto en materia de instituciones políticas, y aunque pronto para el ataque, que era su natural inclinación, poco ayudó en la obra de bien público que los miembros de la Comisión procuraban”.
Más adelante, del mismo personaje escribió: “don Ignacio Ramírez que en más de una ocasión mostró al lado de su celebrado ingenio, un desconocimiento absoluto de las instituciones prácticas (que no le impedía hablar sobre ellas)…”
Del cerebro de los conservadores de la primera mitad del siglo XIX opinaba: “Don Lucas Alamán era un programa viviente de intolerancia política y de absolutismo sin esbozo.”
Del general Mariano Arista escribió: “Era un hombre bueno y honrado, y debió su elección principalmente á estas cualidades, que por muy dignas de elogio que sean, no eran por aquellos días las más necesarias para imponer la ley y establecer el orden.”
De uno de los personajes de su novela La guerra de tres años dice: “Don Santos Camacho tenía proporciones de coronel, aunque no lo era; es decir, aunque de poca estatura, era grueso, con tendencias a ventrudo, de ancha nuca y grandes manos era además un poco cargado de hombros y no muy alivianado de espaldas; pisaba recio, escupía con frecuencia, y tenía un poco de laringitis crónica.”
En un solo lienzo retrató las tres figuras señeras del siglo XIX de México y las principales características de sus gestiones públicas:
“La historia de México independiente, en lo que tiene de trascendental cabe en las biografías de tres presidentes: Santa Anna, Juárez y Díaz. El primero parece disparado para seguir en todos sus vaivenes, merced á su flexibilidad desconcertante, los movimientos contrarios de un período sin orientación; época de anarquía de partidos, de infidencias en los principios, de gobiernos que revolucionan, de ejércitos que se rebelan, de vergüenzas que no sonrojan y de humillaciones que no ruborizan. Juárez, el dictador de bronce, reúne escondidas las cualidades del caudillo de la Reforma; tiene la serenidad para el acierto, la tenacidad para la perseverancia, la intolerancia para el triunfo sin concesiones; hace la reforma social, consagra una constitución definitiva, fija la forma de gobierno y encauza la administración. El Gral. Díaz, soldado con temperamento de organizador, hace dos revoluciones para establecer la paz, impone el orden que garantiza el trabajo á que aspiran los pueblos cansados de revueltas, favorece el desarrollo de la riqueza pública, comunica los extremos del país, pone en movimiento las fuerzas productivas y realiza la obra, ya necesaria y suprema, de unidad nacional”.
Por 1959 regalé a mi maestro don Manuel Herrera y Lasso un ejemplar de la novela de don Emilio Rabasa La guerra de tres años, que había editado recientemente Biblioteca Mínima Mexicana, con prólogo y edición de Emanuel Carballo. La novela, que es breve, iba acompañada de unos poemas inéditos y desconocidos de la autoría de don Emilio. Mi maestro, al recibir la obra, se sorprendió, pues si bien había oído hablar de ella, no la conocía. Me agradeció, casi con lágrimas en los ojos, el regalo que le hacía. La novela es breve y los poemas pocos; caben en 103 páginas de un libro de pequeño formato.
Días después, cuando consideré que mi maestro había leído la novela, me le acerqué de nuevo. Me sorprendió que, contrariamente a la reacción que había tenido al momento de recibir el ejemplar de la novela, en esta segunda ocasión se mostrara molesto; al preguntarle si no le había agradado mi obsequió, me respondió: “Qué gran decepción me has provocado, hijito. Toda la admiración que tenía por mi maestro don Emilio se vino abajo. Qué poemas tan malos y cursis”.
Debido a ese comentario volví a leer los poemas; no sé mucho de poesía, tal vez por ello disentí de la opinión de mi maestro. En aquellos años, mientras tuve edad para ello, me aprendí alguno de sus poemas; recuerdo el IV:
Aunque por distintas rutas,
iguales vamos los dos:
Yo sufriendo tus desdenes,
y tú sufriendo mi amor.
Hemos de llegar un día
al fin que depare Dios…
No sé si tú serás blanda,
o seré insensible yo!
Pero sigamos en tanto
de nuestro destino en pos:
yo sufriendo tus desdenes,
y tú sufriendo mi amor.
Don Emilio, según me lo refirieron quienes lo conocieron, era alto y escaso de carnes; siempre austero; en su cátedra, cuidadoso de sus palabras. Doña Huguet Gaisman, que lo conoció, me refirió que era de trato seco, pero amable. Al final de su vida perdió la vista casi totalmente. Sus alumnos iban por él a su casa, lo llevaban al local de la Libre de Derecho, le indicaban el lugar de su cátedra en el que debería tomar asiento; impartía sus enseñanzas y resolvía dudas. Cuando consideraba que ya había concluido el tiempo que tenía asignado, se levantaba y pedía a sus alumnos que lo condujeran de regreso a su casa.
Cuando sus alumnos eran interrogados respecto de su maestro, hablaban del respeto y admiración que le guardaban al más grande constitucionalista y del gran conocimiento que tenía del derecho.
Estas notas, que se escriben con el pretexto de conmemorar el primer centenario de la publicación del Juicio constitucional del maestro Rabasa, tienen un segundo propósito: poner de relieve el hecho de que uno de sus descendientes intelectuales indirectos, el constitucionalista don Arturo Zaldívar Lelo de Larrea, ha sido electo para presidir el más alto tribunal de la nación.

Si, como algunos creen, los que han partido de este mundo están al pendiente de lo que sucede en él, don Emilio, donde esté, puede ver con satisfacción que ochenta y nueve años después de su muerte, un miembro de la Escuela de Derecho Constitucional que él inició ocupa la más alta posición jurídica a la que un abogado puede aspirar.
La Escuela de Derecho Constitucional que él inició es única y continúa; se inició en 1912 y sin interrupción sigue ciento siete años después. Los que forman parte de ella conservan el sello original: si bien hacen teoría, nunca pierden de vista la realidad; son abogados prácticos que escriben con vista a los hechos; cuidadosos del idioma; de exposición directa, sin redundancias y hasta seca. Don Manuel Herrera y Lasso, por lo barroco de su escritura, es una excepción por cuanto a ese detalle; en lo relativo a las demás características de los miembros de esa escuela de derecho constitucional las conservó y acrecentó.
Don Arturo Zaldívar, a no dudarlo, por méritos propios, es uno de los grandes constitucionalistas de México; es uno de los continuadores de la hazaña constitucional que el licenciado Rabasa inició en 1912, al contribuir a la fundación de la Escuela Libre de Derecho.

