EDITORIAL

La misma izquierda que durante décadas se dedicó a satanizar al Ejército mexicano hoy lo reivindica y recurre a él de manera desesperada para evitar que la crisis de violencia que existe en el país termine por derrotar la cuarta transformación.

Los mismos que hoy justifican la creación de la Guardia Nacional bajo el mando, administración y capacitación de las fuerzas armadas son quienes hicieron de la critica y descalificación de los militares un exitoso negocio nacional e internacional.

Ayotzinapa y Tlatlaya son, para no ir más lejos, los ejemplos más cercanos. Quienes se autodenominan progresistas y han hecho del activismo pro derechos humanos una industria lucrativa —más que una lucha social— se han dedicado a demeritar al Ejército, sin tocar nunca —extrañamente— a los criminales.

Más aún, llegan a “desgarrarse las vestiduras” por la supuesta violación de derechos de los delincuentes muertos en combate y a ignorar, si no es que hasta a aplaudir, el deceso de soldados y marinos acribillados.

Hoy, cuando el presidente de la república tiene prisa de que se apruebe la Ley de la Guardia Nacional, su partido Morena se está enfrentando a muchos de los monstruos y fantasmas creados por sus mismos ideólogos, intelectuales y militantes.

La Ley de la Guardia Nacional se va a discutir en un contexto dominado por tabús, estereotipos, prejuicios, ideas preconcebidas y un profundo desconocimiento sobre quién es y cómo son las fuerzas armadas de México.

La primera pregunta que tendrían que hacerse diputados y senadores, más todos los académicos y especialistas que van a participar en los foros de análisis es si quieren seguir beneficiando a los criminales.

Hoy, nadie habla mal de los delincuentes y, en cambio, se dedican miles de horas, toneladas de papel y tinta para enjuiciar al Ejército.

Para los “sabios en seguridad” el mayor peligro radica en que los soldados estén fuera de los cuarteles, pero nunca cuestionan que los verdaderos dueños de calles, carreteras, municipios y regiones enteras del país sean los narcotraficantes.

No hay duda, el poder del crimen ha triunfado en México. Su mayor victoria consiste en haber logrado que gobierno, Congreso y sociedad no se pongan de acuerdo para aprobar una ley que permita a soldados, marinos y policías combatirlo.

El ejército, hay que decirlo no es el verdadero problema. Si se quieren evitar excesos, que los legisladores de Morena, pongan candados de contención, al jefe de las fuerzas armadas, es decir al presidente de la república.

Al Plan de Seguridad del nuevo gobierno —como al que implementó Felipe Calderón o Peña Nieto— le hacen falta objetivos claros de comunicación.

A la ciudadanía se le debe decir con toda precisión quién es el enemigo y quién no. El mensaje sigue siendo confuso.

No hay más que escuchar una de las más recientes conferencias matutinas del presidente de la república para imaginar las carcajadas de los mafiosos.

Durante más de media hora el secretario de Seguridad Pública, Alfonso Durazo, se dedicó a desmentir las cifras que publicó el periódico Reforma sobre el incremento de homicidios en el primer mes de gobierno.

De pronto, un medio de comunicacióny ya no la delincuencia— era el enemigo a vencer.

Todo esto para decir que el Ejército no es el problema. No es la parte ominosa. Se trata de una instancia de excelencia. El general Luis Crescencio Sandoval, secretario de la Defensa, es producto de una institución histórica que ha dado múltiples pruebas de lealtad a México.

Una lealtad que no tienen muchos de los que hoy lo atacan.