La República Federativa de Brasil ya tiene a un nuevo presidente. Desde este martes, día en el que juró el cargo el capitán de la reserva del Ejército y líder de la ultraderecha, Jair Messias Bolsonaro, comienzan cuatro de años de polémico mandato. “Prometo mantener, defender y cumplir la Constitución brasileña” y “observar las leyes, por el bien del pueblo brasileño”, declaró el gobernante, quien contó con la compañía del nuevo vicepresidente Hamilton Mourao, general de la reserva del Ejército. El juramento se realizaría con la mano sobre la Carta Magna.

A la ceremonia, acontecida en el hemiciclo del Senado, asistieron los presidentes de Bolivia –Evo Morales-, Chile –Sebastián Piñera-, Honduras -Juan Orlando Hernández-, Paraguay -Mario Abdo Benítez-, Perú -Martín Vizcarra- y Uruguay -Tabaré Vázquez-. También se personaron los primeros ministros de Israel -Benjamín Netanyahu-, Hungría –Viktor Orbán– y Marruecos -Saadedine Othmani-, así como los presidentes de Portugal –Marcelo Rebelo de Souza– y Cabo Verde -Jorge Carlos Fonseca-.

Toda vez que prestó juramento, después de haber arrastrado por las calles de Brasilia a más de 130.000 personas, Bolsonaro pronunció un primer discurso ante el pleno del Parlamento y otro en el Palacio de Planalto, sede del Gobierno. Allí recibió la banda presidencial de manos del gobernante saliente, Michel Temer. Y en su alocución, de 10 minutos -difiriendo de la hora de discurso que efectuaron todos sus antecesores, delimitaría con rapidez sus pretensiones hasta enero de 2023.

Al empezar el mandato con un 65% de popularidad prometió que impulsaría reformas estructurales que permitan acabar con un crónico déficit fiscal y volvió a prometer que abrirá a los mercados internacionales para las exportaciones brasileñas, “estimulando la competición, la productividad y la eficacia sin tinte ideológico”, con una especial atención al sector agropecuario, que sigue resultando el sostén de la economía nacional. Por ello, solicitó al Parlamento apoyo para “la tarea de liberar definitivamente al país del yugo de la corrupción, de la violencia y de la sumisión ideológica“.

También expuso que subrayará la batalla contra la delincuencia. A este mal le atribuyó 60.000 muertes anuales en el país y para contraatacarla defendió que felxibilizará el porte de armas por parte de los ciudadanos para que los “ciudadanos de bien” puedan “defenderse“. Y sólo mencionó la política exterior para destacar que tratará de acercarse lo más posible a Estados Unidos y para evidenciar que expulsará “el perfil ideológico” de las relaciones internacionales. Se cerrará a “servir a los brasileños” y no a “intereses partidarios”.

Eso sí, explicó que gobernará “sin ideologías“. Lo hizo aunque se le escapara su talante anticomunista y su fuerte devoción religiosa, vectores que salpicaron sus dos discursos. Brasil ha comenzado a “liberarse del socialismo, de la inversión de valores y de lo políticamente correcto“, para “restablecer los valores éticos y morales” que, a su juicio, comparte la mayoría de la sociedad, le dijo a los miles de seguidores congregados en la segunda de sus intervenciones.

El fuerte despliegue de seguridad, de cerca de 12.000 efectivos de los cuerpos policiales y de las Fuerzas Armadas -rango histórico-, permitió a Bolsonaro pudo circular entre sus seguidores en un Rolls Royce “Silver Wraith” sin capota, acompañado por su esposa Michelle. Y hubo tiempo para que juramentaran el cargo los miembros de su Baginete. Los ministerios pasarán de 29 a 22, para reducir el gasto público y adelgazar el peso del Estado.

Un nostálgico de la dictadura para hacer olvidar a Lula

En Bolsonaro no se da un término medio: unos lo ven como un peligro para la democracia y otros creen que es la única solución para acabar con la corrupción que carcome a Brasil. Capitán retirado del Ejército brasileño, de 63 años, amortizó el carácter polarizado de los comicios más divididos de la historia del gigante americano -7 de cada 10 votantes dice desconfiar de los políticos en general y considera corrupta a toda la clase política-. Lo hizo vendiéndose como la única solución ante una nación “insegura, violenta, conflictiva y corrupta”.

Su discurso radical no excluyó su nostalgia de la dictadura militar que sometió al país entre 1964 y 1985. Tampoco significarían una variable trascendental su amalgama de declaraciones machistas, racistas, homófobas y misóginas. La inseguridad, la corrupción de los políticos y la desesperación de la ciudadanía le apurarían a la presidencia. El odio germinado hacia el Partido de los Trabajadores (PT), la formación liderada por el expresidente Luiz Inácio Lula da Silva, quien purga en prisión una condenado a 12 años por corrupción,propulsó sus opciones.

Asimismo, plagió a Trump de forma insistente, también en la estrategia comunicacional: usó las redes sociales y escapó de los medios de comunicación tradicionales. Asimismo, el apuñalamiento sufrido en campaña, como el golpe en la cara padecido por Berslusconi hace años, le jugó a favor al victimizarle. Azuzando la polarización social. De camino, escondió su carrera como legislador, poco exitosa -en 30 años como miembro de la Cámara de Diputados, sólo consiguió que 2 de los 170 proyectos de su autoría se convirtieran en ley-. Así saltó al primer plano el cacareado renovador de la escena política. La pena de muerte, la prisión perpetua, el régimen de trabajos forzados para condenados, la reducción de la edad penal de 18 a 16 años y el control de la natalidad como herramienta para combatir la pobreza y la violencia, sintetizaron sus promesas electorales.