En la madrugada y el amanecer de aquel primero de enero de 1994, los teléfonos repiqueteaban desde Los Pinos para convocar a reunión a los diferentes staffs de diversas secretarías y desde luego al de Presidencia de la República. La información era escueta “habría que hacer frente a un levantamiento armado” en Chiapas. Las conjeturas hicieron que los convocados acudieran presurosos y cada uno en su nivel fue informado, y se inició contra el tiempo el diseño de respuestas en cada ámbito competencial.

En paralelo a la construcción de escenarios, opciones y respuestas, se percibía, se sentía, la división entre el gabinete; por un lado los duros que buscaban convencer de una salida militar y, por el otro, los conciliadores que recomendaban negociar con los zapatistas. Por el bien del país, se impuso en el ánimo presidencial esto último y se anunció unos cuantos días después el alto al fuego unilateral y el ofrecimiento de una amnistía a los alzados.

Es conveniente recordar que en el contexto internacional comenzaba la entrada en vigor del TLC, que dejó fuera de la negociación a los energéticos y para el sector agroalimentario, una prórroga de 15 años para su aplicación. Hacía un mes y días que se había decantado la sucesión presidencial en favor de Luis Donaldo Colosio y que el otro precandidato perdedor, Manuel Camacho Solís, no se ciñó a la liturgia que marcaba que felicitara al ganador.

Así comenzó el país ese annus horribilis. El entonces presidente de la república designó a Manuel Camacho —el mejor y más preparado político de esa generación— como negociador para la paz en Chiapas. El momento, las circunstancias, los hombres nos llevaron a una espiral de confusiones que solo terminó aclarándose en una reunión entre Colosio y Camacho, más allá del “no se hagan bolas” presidencial en un desayuno en Los Pinos.

Luego vendría el atentado y muerte del candidato Luis Donaldo Colosio, el asesinato de José Francisco Ruiz Massieu, la fuga de capitales y por supuesto el triunfo en las elecciones a mediados de ese año de Ernesto Zedillo Ponce de León, que acabó ese año fatídico con el error de diciembre que golpeo las finanzas públicas y el patrimonio de la mayoría de los mexicanos.

La importancia del alzamiento Zapatista consistió en que nos hizo voltear a ver, reconocer, entender que existían los pueblos originarios y que teníamos una enorme deuda histórica con ellos de 500 años, si, nos insertábamos en el mundo globalizado, pero como país presentábamos un rezago que se buscó obviar volviéndolos invisibles.

La insurrección no representaba ningún riesgo militar y podría haber sido aplastada en unos cuantos días, la proclama estaba escrita con un lenguaje extemporáneo y convocaba a tomar Palacio Nacional y derrocar el régimen. Afortunadamente se impuso la visión dialoguista, de construcción de acuerdos. Finalmente se realizaron los acuerdos de San Andrés Larrainzar, que solo desahogó una de las cuatro mesas de dialogo previstas y que posteriormente se incorporaron al texto constitucional con una redacción que no convenció a los zapatistas.

Un cuarto de siglo después, el EZLN se acaba de reunir en el denominado Caracol de la Realidad y sus declaraciones en contra del nuevo presidente son fuertes, lo acusan de “mañoso y tramposo” y anuncian que se opondrán a sus megaproyectos, en especial al del tren Maya. La revisión histórica nos compele a no desdeñar ni minimizarlos. El tiempo del nuevo gobierno son solo seis años, el de ellos es atemporal. Y en lo que tienen razón es que no se hizo la consulta indígena, como está legalmente previsto de manera previa, libre, informada y culturalmente aceptada. Los pueblos indígenas son la raíz del México profundo.