Por Guillermo Fajardo

 

[su_dropcap style=”flat” size=”5″]U[/su_dropcap]n poder apurado por pasar al libreto de la Historia requiere de la confirmación del presente y sus ceremonias. Se entiende la necesidad de impulsar una nueva cara gubernamental frente a los seis años de gobierno que le quedan a esta administración. También se entiende la voluntad política de asumir cualesquier costo para acabar con la corrupción y la impunidad. Hay que celebrar, pues, los nuevos dispositivos de comunicación política que el presidente López Obrador ha querido imponer.

Lo que no se puede aplaudir, sin embargo, son las formas de ejecutar las decisiones. A veces parece que el presidente pretende imponer su agenda con llamadas a misa o a su propia voluntad: en su afán histórico improrrogable y, diría yo, improductivo, el presidente López Obrador ha resultado intransigente y de vistas cortas. El desabasto de gasolina —tema eterno y humoso— ha provocado preocupación no tanto por el fondo sino por las formas. El arte del sacrificio político, en este caso, le ha dado dividendos a este incipiente Gobierno porque sus apólogos siguen creyendo en la voluntad presidencial como instrumento transformador nacional. Es normal: son las taras que seguimos cargando del siglo XX.

López Obrador encarna desconcierto pero transmite seguridad; sus pausas aniquilan su elocuencia pero sus gestos entretienen a sus votantes; da por probado sus dichos porque él los enuncia al mismo tiempo que rechaza los de otros porque puede; sus símbolos son tan básicos y anacrónicos al mismo tiempo que perentorios y necesarios; resucita la galanura del nacionalismo ramplón como novedad política.

Ya sabrá el lector el dicho: quien decide mantenerse neutral, en realidad ayuda al opresor. Pocas veces hemos visto un político tan cerrado al mundo: la decisión de no unirse a la opinión mayoritaria del Grupo Lima, desconociendo la toma de posesión de Nicolás Maduro, no proviene del principio de no intervención —tan cacareado que resulta obsoleto— sino de una toma ideológica de conciencia dentro de MORENA: una extraña admiración por gobiernos que han convertido en desiertos a sociedades enteras. ¿De dónde emanan estos fetiches por la miseria? Quizá del mismo tufo anticuado del que proviene el presidente: de una admiración discipular hacia el pasado como edén perdido que es posible transformar.

Se entiende, así, la cancelación del NAIM: se trata de regresar a un México castizo y puro, no invadido por fuerzas ajenas a nosotros donde los censos de la conciencia y el verdadero espíritu del mexicano confronten los males del neoliberalismo y la globalización. No existe, en López Obrador, ninguna impaciencia por la apertura: se trata de clausurarnos al mundo para entendernos a nosotros mismos. Hay un arte en esta política: la visión romántica de un México autosuficiente y callado; luchón y desconfiado; el momento oracular de mirarnos al ombligo y encontrarlo mestizo y perturbado por los mismos mitos de siempre.

La visión de López Obrador encuentra su ápex en la figura sacrificial del director de Pemex, Octavio Romero: durante el video grabado con la jefa de gobierno de la Ciudad de México, Claudia Sheinbaum, para explicar el desabasto de gasolina, el director no dice ni una palabra, agarra las hojas que tiene frente a él como un muchacho regañado, parece nervioso, luce desconcertado. Para cualquier presidente, me imagino, un funcionario así de opaco y solitario no le daría mucha confianza. No es que sea imposible saber lo que López Obrador ve en el director de Pemex sino que la razón se antoja ilógica: más allá de la amistad que los une, parece que a López Obrador le gusta la inexperiencia y el decoro de Romero. En un área tan sensible como Pemex, la tarea no podía dejársele a un experto en el tema sino a alguien que, verdaderamente, busque el bienestar de la paraestatal, más allá del engorro que significa volverla financieramente viable.

La estrategia contra el huachicoleo nos muestra precisamente eso: una falta de técnica y de táctica que al presidente se le antojan sospechosas. Es mejor hacerlo todo desde la intuición mexicana. Como Romero, el gobierno esconde sus ineptitudes con la voluntad política del presidencialismo y sus ganas de nazareno.