A fines de 2018, la Corte Interamericana de Derechos Humanos emitió dos enérgicas sentencias condenatorias en contra del Estado mexicano. La primera tiene que ver con las torturas sexuales de que fueron víctimas once mujeres en el contexto del ataque generalizado que sufrió la población civil de San Salvador Atenco durante la noche del 3 al 4 de mayo del 2006. La segunda está relacionada con la desaparición forzada de Nitza Paola Alvarado y otros jóvenes originarios de Buenaventura, Chihuahua, atribuida a miembros de las fuerzas armadas.

Ambos fallos ponen de manifiesto la hondura de la crisis humanitaria que afloró a lo largo de las fallidas administraciones de Calderón y Peña Nieto. También hacen patente la importancia que están teniendo las intervenciones de los órganos conformantes del sistema interamericano de protección de los derechos humanos. Cuando los gobernantes se muestran crasamente incompetentes para respetar y garantizar la dignidad y los derechos fundamentales de las personas, tiene que entrar en juego el factor estratégico del escrutinio de las instituciones supranacionales.

Tal relevancia acaba de ser testimoniada, una vez más, con la determinación adoptada por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en los primeros días del naciente año 2019, en el sentido de admitir a trámite la queja relativa a la masacre de El Charco, Guerrero, perpetrada el 7 de junio de 1998. Comandados por dos connotados generales de división, un grupo de milicianos atacó con armas de alto poder a indefensos luchadores sociales que estaban alojados en la escuela de la comunidad. El saldo fue por demás trágico pues once personas perdieron la vida y otras tantas resultaron gravemente heridas.

El recuento de las experiencias mexicanas en las instancias interamericanas permite avizorar que este nuevo caso en su oportunidad será motivo de un enésimo litigio ante la aludida Corte de San José de Costa Rica, salvo que los personeros de la administración emergida a raíz del contundente resultado electoral de julio del año pasado se allanen y acepten la puesta en marcha del mecanismo de la solución amistosa.

Sumada a las criminales acciones reflejadas en las sentencias internacionales a las que nos estamos refiriendo, la matanza de El Charco acredita palmariamente que la violación a los derechos humanos tiene un carácter sistemático, es decir, no es fruto de meras coyunturas sino que deviene de políticas gubernamentales de alto nivel cuya esencia represiva y autoritaria se ha mantenido incólume a lo largo del tiempo.

A las cosas hay que llamarlas por su nombre. El hilo conductor que enlaza las tres tragedias humanas que han llamado la atención de los órganos interamericanos no es otro que el terrorismo de Estado desplegado por los gobiernos en turno. Sus más perversas expresiones son el genocidio de Tlatelolco, el “Halconazo” del 10 de junio de 1971, la guerra sucia de los años setenta y ochenta, así como las atrocidades cometidas en Acteal, Aguas Blancas, El Bosque, Calera, Tanhuato, Apatzingán, Tlatlaya, Ayotzinapa y Nochixtlán.

Enfrentar este inaudito lastre humanitario es un deber ético, jurídico y político que gravita sobre los hombros del equipo de Andrés Manuel López Obrador. Hacer efectivos los valores superiores de la verdad, la justicia, las reparaciones integrales, las garantías de no repetición y la preservación de la memoria de las víctimas es la vía que hay que recorrer a fin de llevar a cabo esa titánica labor.