Retomo dos de las declaraciones que hizo el excanciller de Nicaragua Víctor Hugo Tinoco a nuestra corresponsal Irene Selser, en una reveladora entrevista para Siempre! que hoy se publica: “Este no es un asunto de ‘no intervengo’. Los mexicanos se están jugando su propia estabilidad si Nicaragua y Centroamérica se vuelven a descomponer”. “A la región no se le puede ver como un problema de diplomacia sino como un problema de interés político y de seguridad nacional para México”.

Los argumentos de uno de los líderes más destacados de la oposición nicaragüense son una respuesta a la evocación que hizo recientemente el gobierno mexicano de la Doctrina Estrada, para evitar tomar partido, reconocer o desconocer la dictadura de Daniel Ortega.

Una dictadura calificada como “Estado de terror” por el magistrado de la Corte Suprema de Justicia, Rafael Solís, quien hoy se arrepiente de haber ayudado a Ortega a quitar uno a uno los ladrillos del orden constitucional.

México también recurrió a la Doctrina Estrada para no firmar la declaración del Grupo de Lima, que definió como ilegítimo el gobierno del presidente de Venezuela Nicolás Maduro, por pretender preservarse en el cargo a través de un proceso electoral fraudulento.

“La No Intervención y Respetar la Libre Autodeterminación de los Pueblos” son los principios eje de la Doctrina Estrada, concebida en 1930, durante la presidencia de Pascual Ortiz Rubio, para evitar que Estados Unidos —y otras potencias— reconocieran o desconocieran, otros gobiernos.

Se trata, sin duda, de una de las aportaciones más importantes de México al derecho internacional, pero quienes hoy la utilizan para evitar sancionar la violación de derechos humanos y el asesinato de la democracia en Venezuela y Nicaragua están desfigurando el verdadero significado de la Doctrina Estrada y pervirtiendo su utilización.

Ninguna doctrina, así sea la de Jesucristo, puede ser un justificante para cerrar los ojos y cruzar los brazos ante la conducta criminal de dos dictadores —Daniel Ortega y Nicolás Maduro— que permanecen en el poder violando la ley y reprimiendo las libertades de sus pueblos.

Después de que México tomó la decisión de no firmar la declaración del Grupo de Lima, comenzó a ser visto con extrañeza y desconfianza en el ámbito internacional. Ningún país entendió el verdadero significado de esa posición, excepto la Venezuela de Maduro, quien gritó “¡Viva México!” para dar a entender que se trataba de un aval a su dictadura.

México queda así, entonces, ante los ojos del mundo no como un defensor de la soberanía y autodeterminación de los pueblos, sino como un aliado de regímenes autoritarios, “un balón de oxígeno para Maduro” —como lo calificó un analista español—, lo que pone en entredicho la correcta interpretación y aplicación de la Doctrina Estrada.

Venezuela comienza a provocar un cambio en el acomodo del tablero de la geopolítica regional donde México parece estar interesado en quedar en el bloque opuesto al que encabeza Estados Unidos.

Mientras Trump, junto con los mandatarios de Canadá, Paraguay, Brasil, Argentina, Colombia, Ecuador, Costa Rica, Honduras, Chile, Guatemala, Panamá, Perú y la OEA desconocieron a Maduro, México decidió aliarse con Cuba, Nicaragua, Bolivia, Rusia, China y Turquía para legitimar su régimen.

Estas seis naciones son las únicas que reconocieron, en enero, la segunda elección anticonstitucional del mandatario venezolano.

Algo debió suceder para que Washington —por cierto importador de petróleo venezolano— decidiera no seguir dando su aval al heredero de Hugo Chávez.

La pregunta es si Estados Unidos decidió declararle la guerra al gobierno chavista para impedir la conformación de un BRICS centroamericano con aliados en Asia y Europa. Un proyecto geoestratégico donde México —como en su momento lo fue el Brasil de Lula— sea la cabeza de ese bloque.

Washington, sin duda, siempre ha considerado los BRICS una amenaza para su hegemonía económica. Tan es así, que muchos ven, detrás del encarcelamiento del expresidente Lula, la mano norteamericana.

El apoyo de México a Maduro puede tener —en este escenario— un epílogo, cuando menos, inédito.