Por Francisco José Cruz y González

Los países de América y de Europa -al igual que de otras latitudes de las que no me ocupo en estos comentarios- son hoy territorio que recorren miles, cientos de miles, ¿millones?, de migrantes, en flujos que registran las estadísticas y despiertan en las comunidades locales molestia y temor, desprecio y fabulaciones; xenofobia. Aunque también, en ciertos medios, despiertan la compasión y llaman a la solidaridad.

La irrupción en países y comunidades, de grupos de personas diferentes por el color de la piel, la vestimenta que usan, el idioma que hablan, los usos y las costumbres, hace que en las comunidades a las que llegan con intención de residir, haya, comprensiblemente, reacciones de rechazo. Un rechazo que se torna en indignación contra quien “permite” tales invasiones: el gobierno, nacional o supranacional y las organizaciones internacionales.

El tema del inmigrante, del diferente; de los inmigrantes, los invasores, es hoy piedra de escándalo que políticos, empresarios e ideólogos ultra nacionalistas aprovechan para manipular a la sociedad civil, al pueblo y a gobiernos y países. Por intereses egoístas y ambición de poder unos, en aras del absurdo otros. Por racismo y fanatismo.

A esta mezcolanza de sentimientos, ignorancia, interés e infamia responden el premier húngaro Viktor Orban -su ley contra la inmigración- y el racismo blanco y “cristiano” que comparte con Jaroslaw Kaczynski, el siniestro titiritero que maneja como marionetas a quienes gobiernan Polonia; y con Sebastián Kurz, el petimetre primer ministro austriaco. Un racismo y eurofobia al que se unió, con escándalo e injurias interminables, el vicepresidente italiano Matteo Salvini.

 

Cuentan con el apoyo de amplios segmentos de la población, particularmente de los países de Europa Central, que olvidan que un día sus padres, sus abuelos, algún antecesor, fueron perseguidos y refugiados. Son sus cómplices los partidos políticos eurófobos que pululan por todo el Continente. Y su idiota útil, los políticos que inventaron y los británicos de a pie que votaron el Brexit, este sinsentido anti europeo, que será una catástrofe para el Reino Unido y producirá graves consecuencias para la Unión Europea.

En el otro lado del Atlántico, en América –el “Extremo Occidente”, que diría Alain Rouquié–, también abunda esta mezcolanza de ignorancia, temor, racismo, intereses políticos e infamia. Con Trump, por supuesto, y su muro, sus insultos y calumnias a los migrantes, la flagrante, interminable violación a sus derechos humanos y la infamia de separar de sus padres a los menores.

El mandatario manipula descaradamente el tema para obtener dividendos políticos, ruidosamente apoyado por los supremacistas, esa artillería yanqui de fundamentalistas blancos y “cristianos”, que personifican, entre muchos, Steve Bannon, hoy asesor de ultras europeos y Jared Taylor -sugiero ver en YouTube la entrevista que le hizo el periodista Jorge Ramos, emitida a finales de 2016.

América Latina no escapa, desgraciadamente, de ser escenario de estas lacras. En México lo testimonia la violencia de quienes, desde la impunidad y a menudo el anonimato de las redes sociales se opusieron con insultos y manipulando información, a los migrantes centroamericanos y a otros migrantes, como los haitianos, que esperan en la frontera mexicana con Estados Unidos la oportunidad de llegar a la Tierra Prometida. Personifican esta xenofobia tanto los sectores de tijuanenses que reclaman la expulsión de los miembros de las caravanas de hondureños llegados a la ciudad fronteriza, como su impresentable alcalde, Juan Manuel Gastélum, declarando que la ciudad está en “crisis humanitaria”.

En el sur del Continente el presidente electo de Brasil, Jair Bolsonaro, ha declarado reiteradamente que su país no es de fronteras abiertas y ha llegado a decir que haitianos, senegaleses y bolivianos -y sirios- que residen, o están llegando, en el país sudamericano, son la “escoria del mundo”. Afirmó, igualmente, que, si de él dependiera, no entrarían migrantes al país. Ha criticado reiterada y violentamente al pacto mundial sobre migraciones, aprobado este mes por 160 naciones y acaba de declarar, el 18 de diciembre, que en cuanto él asuma el poder, Brasil lo abandonará.

 

Todavía en Sudamérica, el presidente chileno, Sebastián Piñera, decidió marginar a su país del pacto migratorio, declarando, con razonamientos que suscribiría cualquier gobernante populista y eurófobo del Viejo Continente, que el pacto “incentiva la migración irregular”, lo que es falso; y que “restringe nuestra soberanía”, con una visión anacrónica –decimonónica– del mundo.

La inmigración, este fantasma que –hago notar de nuevo– aterroriza, indigna y propicia la manipulación política y religiosa, aunque también despierta sentimientos de solidaridad, se ha dado de manera continua, con altibajos, de México a los Estados Unidos, y también, cada vez más, desde Centroamérica. Por la sencilla razón de que, en el Norte, rico, hay fuentes de trabajo, se requiere mano de obra y las remesas de los emigrantes son un ingreso esencia para sus países. Porque Estados Unidos es, para los latinoamericanos -y ha sido y es para inmigrantes de otros continentes- Tierra de Promisión.

Además, los territorios que se apropió nuestro vecino, mediante una aviesa estrategia de colonización en Texas que la separó en 1836 de México, y por la guerra de despojo, de 1846-1847, siguen siendo, en buena medida, mexicanos. Porque como consecuencia de la guerra, muchos mexicanos quedaron del lado norte de la nueva frontera –“nosotros no cruzamos la frontera, ésta nos cruzó a nosotros”, como dijo Eva Longoria a Trump- y números importantes de nuestros compatriotas tienen familia, conocidos, y “un pie” en el Norte.

Así que, por más que Trump emplee el espantajo de la inmigración de mexicanos y de centroamericanos, acusándolos de violadores, drogadictos y ladrones; y afirmando que en las caravanas de hondureños que hoy solicitan ingresar a Estados Unidos hay islamistas infiltrados y obtenga réditos políticos, no podrá impedir la migración mexicana y latinoamericana a su país.

Hoy los hispanos o latinos -mexicanos en su inmensa mayoría- son la minoría más importante y con más jóvenes, de los Estados Unidos. Un país, recuérdese, de inmigrantes -hoy el 14% de su población nació en el extranjero; más del 20% nació en California, Florida, Nueva Jersey y Nueva York- que lo han enriquecido culturalmente y cuyos hijos tienen más logros educativos que los hijos de nativos -en la escuela, la universidad, en maestrías y doctorados. (Cfr. The Hamilton Project, Institution Brookings, 29/11/2018).

En Europa este fantasma que aterroriza, indigna, es utilizado por políticos y por fundamentalistas y despierta, en algunos, sentimientos de solidaridad, es musulmán y también negro. Lo conforman quienes huyen de las guerras y el terrorismo en Medio Oriente: Siria, el Estado Islámico, etc. y quienes huyen también de la violencia, y de la pobreza en África. Que se arriesgan a cruzar el Mediterráneo en frágiles embarcaciones -lo que está convirtiendo al Mare Nostrum en tumba de perseguidos- o intentan la travesía terrestre por Grecia, los Balcanes y Hungría, enfrentados a rejas, policías de fronteras y violentos rechazos.

En Europa 2015 fue un año dramático por el flujo descontrolado de refugiados, emigrantes económicos y otros en condición de vulnerabilidad, que se tradujo en la entrada al Continente de más de un millón de personas. Pero en 2017 únicamente 204,700 indocumentados cruzaron las fronteras europeas; y habría que precisar que, con excepción de Alemania, no es Europa la que alberga la mayor cuota de refugiados, sino que son Turquía, Pakistán, Uganda, Líbano e Irán -y anótese, a mayor abundamiento, como dicen los abogados, que el 85% de los refugiados mundiales son acogidos en regiones en desarrollo. (Cfr. Parlamento Europeo, mayo 2018).

 

La oposición de amplios sectores de ciudadanos de los países europeos se debe, por una parte, a la confrontación con inmigrantes musulmanes, con creencias, valores y costumbres que chocan con la sociedad occidental. Por otra, lisa y llanamente a la presencia de refugiados negros. En el caso de los musulmanes, las creencias, valores y costumbres distintos a los de Occidente, llegan a juzgarse, por ignorancia o mala fe como “ideología satánica, de odio y violencia; el maldito Islam”. Respecto a los negros, el rechazo tiene que ver con el color, es racismo puro.

En relación con ambas migraciones, políticos y líderes de la sociedad civil exageran las previsiones de su aumento -un ejemplo escandaloso de ello es la declaración del presidente del partido popular español, Pablo Casado, quien afirmó en julio que un millón de africanos esperan entrar a España y que ¡50 millones recaban dinero para hacer la ruta!

Igual que en el caso de Estados Unidos, la migración de musulmanes y de africanos a Europa es imparable y de nada sirve la oposición virulenta y racista, salvo para que los políticos recojan dividendos. La solución, en cambio, comienza con que cada país de la Unión Europea, como pidió la canciller alemana Ángela Merkel, acepte recibir a un número determinado de inmigrantes; y exige un amplio acuerdo en la materia, lo que se intentó en la cumbre de Bruselas, el 28 y 29 de junio, llegándose sólo a un “acuerdo de mínimos”, basado en la buena voluntad.

Como tema hoy prioritario el de la migración, ha merecido un acuerdo universal, en el marco de las Naciones Unidas: el pacto mundial por una Migración Segura, Ordenada y Regular, aprobado en Marrakech, el 10 de diciembre, por 160 países y adoptado como resolución de la Asamblea General de la ONU el 19 de ese mes. Anótese que se desvincularon de él Estados Unidos, Austria, Hungría, Polonia, Estonia, Bulgaria, la República Checa, Israel, Australia, Chile y la República Dominicana. Italia no acudió a la cumbre.

El acuerdo no es vinculante jurídicamente y permite a cada Estado establecer su política migratoria. Propone la cooperación internacional para abordar las causas de la migración y mejorar las vías de la migración legal; propone, igualmente, compromisos concretos contra la trata y el tráfico de personas. Requiere de los países que eviten la separación de familias, que solo como última opción se detenga a los migrantes, que se reconozca a quienes sean irregulares -indocumentados- el derecho a la atención médica y a la educación. Pide se mejore la cooperación a la hora de salvar vidas de migrantes -el caso de los náufragos-, que no se persiga a quien les de auxilio humanitario y que no se deporte a quienes enfrenten riesgos reales de muerte, tortura u otros tratos inhumanos.

Este acuerdo generoso y humanitario ha sido objeto de toda serie de ataques de algunos gobiernos y no pocos políticos y líderes de opinión, que no vacilan en falsear lo que dispone el texto. No ha sido, afortunadamente, el caso de México, que lo ha apoyado de manera entusiasta, anunciando el canciller Ebrard que nuestro país va a cambiar su política migratoria al tenor del pacto.

Y ciertamente el gobierno de López Obrador trabaja en el establecimiento de un Plan de Desarrollo Integral, que abarque el sur del país y Centroamérica: Guatemala, El Salvador y Honduras, el Triángulo del Norte, con el acuerdo de los mandatarios de los tres países y los presidentes mexicano y estadounidense. Este plan Marshall para Centroamérica, cuenta con la promesa del gobierno mexicano de invertir 25,000 millones de dólares, a los que se sumarán otros 5800 millones destinados por Washington a la gobernanza de América Central.

Un proyecto generoso y visionario, que dará nuevos ímpetus a la política exterior de México.

Esperemos que la reciente rabieta del inquilino de la Casa Blanca, amenazando con cancelar todas las ayudas a Centroamérica -se trata de otros apoyos- si los demócratas siguen sin aprobar el financiamiento del muro en la frontera con México, no sepulte este plan Marshall antes de nacer.