Por Elisur Arteaga Nava

Maquiavelo, para algunos, es sinónimo de maldad, intriga y engaño. Por ello, y por otras cosas más, se le critica y condena. A su muerte algunos lo ubican en el infierno; suponen que en ese lugar dialoga con otros perversos como él. Respecto de ese pensador, si hay justicia en este mundo, habría que irse con mucho cuidado o, cuando menos, dentro de las generalidades, hacer algunas excepciones o, cuando menos, distinciones.

En ciertas partes de su obra, ciertamente aconseja acciones que, para algunos, son reprobables: “cuán necio e imprudente es pedir una cosa, diciendo de antemano: ‘quiero obrar mal con ella’. La intención no debe mostrarse antes de lograr por cualquier medio lo que se desea. Basta pedir a uno el arma que tiene, sin añadir: ‘te quiero matar con ella’. Apoderado del arma, puedes matarlo.”

“Las amenazas son peligrosísimas, y ningún peligro hay en realizar los ultrajes, porque los muertos no meditan venganza, y los que sobreviven casi siempre la dejan al cuidado del muerto.”

“Mayor es la inclinación a castigar la ofensa que a premiar el beneficio, porque el agradecimiento pesa y la venganza satisface”. “Los Estados no se pueden gobernar con el rosario en la mano”.

Hay más, mucho más. Maquiavelo se goza al narrar crímenes, venganzas y otras atrocidades que se cometen para alcanzar o retener el poder. No inventó. Actuó como un auténtico reportero de su tiempo. Su obra Descripción de cómo procedió el duque Valentino para matar a Vitellozo Vitelli, Oliverotto de Fermo, al señor Pablo y al duque de Gravina Orsini es, sin duda, la mejor nota roja del Renacimiento.

En forma paralela nadie puede negar que fue un padre ejemplar; léase bien, un padre ejemplar, pues, como marido, estuvo muy lejos de esa calidad. No tiene importancia.

Contrariamente a lo que pudiera esperarse, fue un padre cariñoso y preocupado por sus hijos, prueba de ello es la carta de 2 de abril de 1527 que dirigió a su hijo Guido: “Mi querido hijo. He recibido tu carta, lo que me ha sido gratísimo, máxime que en ella me informas que ya estas bien; no podrías haberme dado mejor noticia, que si Dios te presta vida y a mí también, creo poder hacerte un hombre de bien, siempre y cuando tu hagas tu parte”. Finaliza su carta mostrando su preocupación por un asno de su propiedad que, al parecer había “perdido” el juicio. Para curarlo aconseja a su hijo soltarlo y dejarlo que ande libre.

Pero aquí se trata de estudiar un tema específico: el concepto que tenía de las mujeres. En su extensa obra hay de todo.

“Las mujeres han sido causa de muchas ruinas, ocasionando gran daño a los que gobiernan pueblos, y en estos muchas divisiones”. “Las mujeres… son avaras, aunque las haya que danzan sin música”. “La fortuna es mujer, y es necesario, si se quiere tenerla sujeta, golpearla y someterla. Se ve que ella se deja dominar más por estos que por aquellos que fríamente proceden; y por eso siempre, como mujer, es amiga de los jóvenes, porque son menos prudentes, más fieros y con más audacia la dominan”.

Aconsejaba: “Odioso, lo hace, sobre todo, como dije, el ser rapaz y usurpador de los bienes y las mujeres de sus súbditos; de ello debe abstenerse; y siempre que a la generalidad de los hombres no se quite ni bienes ni honor, viven contentos”.

En sus obras de teatro desfilan madres alcahuetas, casadas castas, esposas insaciables, como aquella que hizo huir de este mundo al diablo Belfegor. Hay de todo.

Mostró su admiración por algunas mujeres. Incluso, llegó a hablar bien de ellas. De Marcia, concubina del emperador Cómodo, hace notar su perspicacia; gracias a su intervención se salvaron de una muerte segura tanto ella como Leto y Electo, capitanes pretorianos del emperador. Se le adelantaron y lo ejecutaron.

Conoció y trató a Catalina Riario de Sforza, esposa de Jerónimo Sforza señor de Folí; de ella dice mucho y bueno:

“Algunos conjurados de Forlí asesinaron al conde Jerónimo, su señor, y prendieron a la condesa y a sus hijos, que eran pequeños. Para asegurarse necesitaban tener en su poder el castillo, que no quería entregar el gobernador. Doña Catalina (que así se llamaba la condesa) prometió a los conjurados rendirlo si le permitían entrar en él. Dejándoles en rehenes sus hijos. Fiados en la prenda que les daba, le permitieron subir a él, y cuando estuvo dentro les vituperó por la muerte de su marido amenazándoles con toda clase de castigos, y para demostrarles que no se cuidaba de sus hijos, les enseñó los órganos genitales, diciéndoles que tenía con que hacer otros. Comprendieron los conjurados demasiado tarde la falta cometida, y pagaron su imprudencia con perpetuo destierro”.

Maquiavelo, siguiendo a Boccaccio, era de la opinión de que tratándose de mujeres “más vale hacer y arrepentirse, que no hacer y arrepentirse”. Tenía razón. Todos convendrán que más vale decir: ya no sabía cómo salir de la ratonera, a tener que reconocer: se me fue viva la paloma.

Siguiendo esa filosofía, hallándose en diciembre de 1506 en Verona y estando por algún tiempo ayuno de mujer y fuera de su casa, tanta fue su calentura que le hizo los honores a una anciana que vivía en un sótano sin luz ni ventilación. Terminada la faena, según sus propias palabras, quiso examinar la mercancía que había consumido; al encender un tizón se dio cuenta de lo que se trataba: una anciana con una nariz ganchuda que se le metía en la boca; de esta, por carecer de dientes, salía abundante baba; su cabeza, escasa en cabello, estaba llena de piojos y liendres. Cuando vio la fealdad de la mujer, el tizón estuvo a punto de caérsele de la mano; ella, sorprendida por la reacción de su pareja ocasional, se atrevió abrir la boca y preguntar qué pasaba, al hacerlo soltó un aliento putrefacto. Maquiavelo refiere que sintiéndose acosados dos delicados sentidos: el de la vista y el del olfato, la vomitó.

Maquiavelo en la carta de fecha 8 de diciembre de 1506, dirigida a su amigo Luigi Guicciardini, en la que refiere su aventura, termina haciendo una promesa: “Juro, por el lugar que me corresponde en el cielo, que mientras me halle en Lombardía, no me volverá la calentura”.

En su vejez, pobre, achacoso y próximo a morir, se enamoró perdidamente de una casada: Bárbara Raffacani Salutati; fue correspondido. Por ella se desinteresó de la política; dejó de escribir de los principados y de las repúblicas; se olvidó de la historia y del arte de la guerra.

Con Bárbara llegó al extremo de sentir celos. Escribió para ella una obra de teatro: Clizia. También compuso versos, en uno de ellos reconoce que sentía que su alma ardía en el fuego por ella. Se convirtió en un empresario teatral. La tal Bárbara era caprichosa; hizo de Maquiavelo lo que quiso; también sufrió y gozó con él. Según palabras del propio Maquiavelo, ella no se dejaba besar por cualquiera y eso que no pocos frailes la pretendían. Sus amigos, incluyendo al gran intelectual del renacimiento Francisco Guicciardini, se burlaban de él por los ridículos que hacía.

Maquiavelo estuvo casado con Marietta Corsini, una poetisa; con ella tuvo varios hijos. Uno de ellos se hizo sacerdote. Se conserva una carta de fecha 24 de noviembre de 1503, que ella le dirigió cuando se hallaba en Roma. En su carta le informa que le ha mandado a hacer dos camisas, dos pañuelos y una toalla.

Murió el 21 de junio de 1527. Su biógrafo Roberto Ridolfi afirma que al día siguiente, el 22, fue sepultado en Santa Crocce; aún reposan ahí sus restos. Uno de sus nietos salvó para la posteridad su correspondencia. Sus hijos y descendientes fueron testigos de la publicación de sus obras y de la condena generalizada que merecieron sus libros y su memoria.

Fue un auténtico hombre del Renacimiento. Conoció y trató a los más sobresaliente valores de su época: Leonardo, Miguel Ángel, Guiccardini, Vettori, a los papas Alejandro VI, León, el Medicis, Julio II, al asesino cardenal Duque Valentino y otros. Cayó en desgracia. A la caída de la república a la que sirvió, sufrió el destierro; fue atormentado. En una carta refiere estar sorprendido de la forma en que lo soportó.

El 5 de julio de 1544, una mujer, anciana y pobre, dirigió una carta a Lorenzo Ridolfi, autoridad de la ciudad de Florencia, lo hizo para pedir justicia; alegó lo que tenía que alegar y, para reforzar su demanda, terminó diciendo: “le pido este favor por el amor que usted le tiene a la buena memoria de Nicolás Maquiavelo, que fue mío”. La peticionaria era el amor de Maquiavelo: Bárbara Raffacani Salutati.