Es muy oportuno que, en nuestros días, valoremos la medida exacta o, por lo menos, la probable, de nuestras vicisitudes. Es grave que nuestra sociedad padezca tantos problemas, de magnitud tan profunda y, lo que es peor, de manera simultánea. Pero, más grave que ello es la sensación muy generalizada de que todo va mal.

Allí reside, hoy en día, el peligro de que las dificultades virtuales, por ese sortilegio, se puedan volver reales. De que esos enigmas imaginarios, por magia, se resuelvan en adversidad. Haciendo a un lado a los ilusos, cuyo drama es que siempre sienten que estamos muy lejos del paraíso, y descartando a los paranoicos, cuya tragedia es que siempre sienten que estamos muy cerca del infierno tomemos al segmento de hombres sensatos, mesurados y maduros que, en política, se atienen a las ideas concretas  y a los hechos reales sin creer ni en la lux perpetua ni en el fuego eterno.

En estos, lamentablemente, ha ido arraigando una riesgosa premonición de debacle y de decadencia. No como exclusivo factor de oposición política, es decir, que va mal el gobierno o que lo que va mal es por culpa del gobierno o de un partido gobernante, sino que van mal todos, incluyendo al gobierno.

Hay una sensación generalizada de orfandad social. De que la mexicana es una sociedad desprotegida que no tiene a quien recurrir ni como ciudadano, ni como elector, ni como empresario, ni como deudor, ni como contribuyente, ni como víctima del delito, ni como trabajador, ni como demandante de justicia, ni como estudiante, ni como ama de casa, ni como enfermo, ni como consumidor, ni como espectador, ni como productor, ni como nada.

Todo ello porque siente que su administración pública es ineficiente y parcial. Porque sus legisladores responden en absoluto a sus partidos y no a sus electores. Porque  su sistema de justicia es lento, intrincado y deshumanizado. Porque su sistema de seguridad es perverso y corrupto. Porque los bancos son guaridas. Porque los clientes son malos pagadores. Porque la educación es anacrónica. Porque los sindicatos no defienden. Porque los patrones no cumplen. Porque los trabajadores no desquitan. Y así se pasa a la declinación mundial donde los efectos financieros toman nombre de cantina. Donde vuelven las guerras santas. Donde reside la génesis de las angustias de unos y de las ilusiones de otros. Si fuera consecuente hablaríamos de los que creen hasta en la catástrofe estelar donde sienten que, cada día, está más cerca el meteoro final.

Es urgente reaccionar en la justa medida de los acontecimientos pero, también, en su atinada dirección, a efecto de lograr lo que solo se logra unidos, aunque eso no significa asociados ni complicados.

Así, en los llamados Primeros Cien Días de Roosevelt, la nación recuperó su propia fe. No resolvió sus problemas, claro está. Algunas leyes habrían de ser impugnadas de inconstitucionales ante la Corte. Y habrían de pasar muchos problemas cotidianos, incluyendo una gran guerra mundial, antes de logros económicos y políticos.

Pero, en esos primeros días, supieron lo que eran, lo que representaban o, por lo menos, lo que creían, que en ocasiones es lo más. Ese fue el principio esencial de su recuperación. Sin esa fe no hay nación grande. No hay decadencia que no provenga, antes que nada, de nuestro ánimo.

Bien dijo, por cierto, Eleonor Roosevelt que nadie puede hacerte sentir inferior si no cuenta con tu consentimiento y con tu cooperación.

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