Culltura es una palabra cuya definición es intrincada, porque aun en el rastreo de una definición básica simpre será insuficiente delimitarla. La Real Academia Española (rae) la describe como: “cultivo; conjunto de conocimientos que permite a alguien desarrollar su jucio crítico; conjunto de modos de vida y costumbres, conocimientos y grado de desarrollo artístico, científico, industrial, en una época, grupo social, etc.” Esa delimitación es menos que somera porque, por otra parte, al definirla se dice —entre el esquematismo y las tenues turgencias  de un horizonte (im)posible— que “es un término que tiene muchos significados”; tantos que Alfred Krober y Clyde Kluckhohn llegaron a más de doscientas cincuenta clasificaciones hace cerca de ochenta años. La primera se vincula, como ya  lo ha indagado el crítico galés Raymond Williams, con las labores rurales. Y Terry Eagleton (1943) añade que “uno de sus significados originales es producción, o sea, un control del desarrollo natural”; observa que ocurre algo semejante cuando nos referimos a palabras  como ley y justicia. “En inglés coulter, una palabra de la misma familia que cultura, designa la reja de arado. Así pues, la palabra que usamos para referirnos a la actividad humana más refinada la hemos extraído del trabajo y de la agricultura, de las  cosechas y del cultivo”.

El crítico inglés ha reflexionado en muchas de las implicaciones de la palabra y ha ido madurando sus reflexiones en libros como La idea de la cultura. Una mirada política sobre conflictos culturales (2000), La cultura y la muerte de Dios (2016) y Cultura (2017); en este último título establace la dicotomía entre cultura y las nociones de civilización; enfoca la transformación de la palabra, tan dísimbola como densa y plural, ante la presencia de la posmodernidad y su “culturismo” (que sintetiza: la cultura es esencial en la existencia humana); repasa la cultura como inconsciente social desde la perspectiva del legendario poeta, autor de los Cuatro  cuartetos y La tierra baldía, T. S. Eliot, quien escribe en sus Notas para la definición de la cultura que esta abarca “todos los intereses y actividades característicos de un pueblo”. Desde esta tendencia colectiva, Raymond Williams puntualiza que “la dificultad de la idea de cultura es que constantemente nos vemos obligados a ampliarla, hasta que casi llega a identificarse con la totalidad de nuestra vida colectiva”. Claro, distingue entre la cultura como forma de vida y la cultura como arte; así, la cultura de la clase obrera británica no se relaciona con la pintura y la poesía y, sí, con instituciones políticas.

Entre cultura y civilización

No deja de ser paradójico que la palabra “naturaleza”, hermanada con la etimología de cultura, se opone a esta. Eagleton menciona que algunos teóricos posmodernos se obstinan por evitar la palabra “natural” porque es una forma encubierta de “naturalizar” lo cultural. Estamos, pues, ante la oposición entre cultura y civilización; la primera inicialmente era sinónimo de la segunda, pero terminó por significar “un conjunto de valores que ponían la civilización en entredicho”. Así se llega a una noción de cultura que, al mismo tiempo, se relaciona y opone a la civilización.

Eagleton estrecha lo material con lo espiritual, aunque antes de la irrupción de las novedosas tecnologías culturales, “la civilización era un fenómeno más cosmopolita que la cultura, que tradicionalmente había sido más provinciana”. Ya estamos en el territorio que deslinda la “alta”cultura cosmopolita de la cultura popular que “no se hizo verdaderamente global hasta que llegó Charlie Chaplin”.

Son múltiples las re-visiones, perspectivas y contextualizaciones que de la cultura hace Eagleton; no podemos dejar de lado los alcances e implicaciones del término en Freud, quien en el célebre texto El malestar de la cultura (1930) establece la pugna irrecociliable entre las pulsiones (las fuerzas que llevan a la consecución de los placeres, sobre todo el sexual) y las restricciones que se han de cumplir a nombre de la cultura (entiéndase: buena educación). La acumulación y contención de esa energía agresiva puede derivar en el sentimiento de culpa, de la insatisfacción, la angustia: el malestar de la cultura.

Ideología no es igual que cultura

Los prejuicios y las confusiones ante la descripción, ubicación y asignación de cultura no son pocos; aunque se crea lo contrario, por ejemplo, la ideología no es igual que la cultura, señala Eagleton; la cultura entraña valores y prácticas simbólicas; la ideología, por su parte, deja ver y expresa esos valores y prácticas durante el ejercicio y preservación del poder político. En suma, la valoraciónde la cultura es variable: lo mismo sucede con la ideología: “Una flexión casual del brazo puede convertirse en un saludo fascista. Que haya rosas blancas y rojas es ideológico solo si estas flores se convierten en símbolos  en la lucha por el poder”. En ese rasgo de movilidad puede pasar de ser un instrumento de poder a uno de resistencia, lo cual comprende, también,  las artes y la intelectualidad: “la afirmación de que el canon literario es bastión de oscurantismo político es sin duda absurda […]; Una habitación propia [1929] de Virginia Woolf es uno de los textos de no ficción más radicales jamás escritos por un autor literario británico”.

En nuestros días, observa el crítico inglés, la política cultural corre el riesgo de reducir la cultura a la política o viceversa. Pertenece a la Kulturkritik la separación entre cultura y política.

Eagleton rescata la figura y la importancia de Edmund Burke (1729-1797), político, escritor y filósofo de origén irlandés, considerado el iniciador del liberalismo; acaso asociado con conservadurismo apenas se le menciona; lo cierto es que “ningún pensador ha articulado [como él] la idea de la cultura como el inconsciente social más magníficamente”. Para él la barbarie no es una circunstancia del pasado de la civilización; estaba convencido de que puede ser producto de la propia civilización. Habrá que recordar —lejos de la analogía mecánica— la afirmación de Walter Benjamin, meses antes de su muerte: “No hay documento de cultura que no sea, al tiempo, de  barbarie”.

En opinión de Burke, cultura y política no debían separarse ni fundirse; Eagleton precisa: “es necesario comprender las complejas relaciones que se establecen entre ellas, así como reconocer el hecho de que no es una relación entre iguales. En último término, lo que predomina es la cultura”. La cultura ya no tiene la fuerza que tuvo como crítica de la civilización; los alcances utópicos o críticos de la noción de cultura tambien se han menguado. Con todo, Eagleton cree que la cultura es una pertinente forma de relegar la política. Y es enfatico al concluir: “Si quienes hablan de cultura no saben hacerlo sin hinchar el concepto, quizá sería mejor que permanecieran en silencio”.

Terry Eagleton,  Cultura. Buenos Aires,

Taurus (Pensamiento), 2017.