En un periodo de cinco días se celebran dos fechas clave para nuestra vida política y social: la aprobación de la Constitución Política de la Ciudad de México y la promulgación de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos. Con casi 100 años de diferencia, el 31 de enero de 2017 el Pleno de la Asamblea Constituyente dio a los capitalinos su primera constitución y con esta una serie de garantías y bases con las cuales regirnos anteponiendo la igualdad y la dignidad humanas.

Esta Constitución muy aplaudida por sus ideas progresistas y por destacar algunos derechos contenidos en los tratados internacionales ratificados por nuestro país, se destaca por inscribir los derechos que ya habían sido ganados por el Distrito Federal y hacerlos parte indispensable de la nueva legislación como son el derecho al matrimonio y formación de familias de la comunidad LGBTTTI.

Asimismo, destaca el artículo 11 con el deseo de tener una ciudad incluyente, el cual hace énfasis en los grupos de atención prioritaria: derecho de las personas afrodescendientes, indígenas, con discapacidad, en situación de calle, entre otros. En balance, en temas de derechos humanos, la Constitución de la Ciudad de México se respalda con más de 400 derechos reconocidos tanto en el ámbito internacional como a nivel local.

No obstante, garantizar los derechos no implica solo regularlos y ejercerlos, involucra una serie de cambios, planeaciones y ejecuciones en temas que van desde desarrollo y gestión urbanas hasta medio ambiente y sostenibilidad. Implica una política social y económica que sea concorde.

 

Garantizar los derechos no implica solo regularlos y ejercerlos, involucra una serie de cambios, planeaciones y ejecuciones en temas que van desde desarrollo y gestión urbanas hasta medio ambiente y sostenibilidad.

 

Juan Villoro, uno de los redactores de nuestra ley suprema dijo: “una Constitución no debe reflejar lo que somos de manera inevitable, sino lo que razonablemente podemos ser” y sí, en efecto es mucho mejor dejar la barra alta y buscar el progreso que el restringirnos y limitarnos. Pero para lograrlo necesitamos reducir nuestra huella social.

La huella social —similar a la idea de huella de carbono en temas ambientales— habla del impacto y trazabilidad de las actividades humanas a nivel de las comunidades; es decir, cómo las acciones sociales causan efectos positivos o negativos en la población. Así como los países buscan reducir su huella de carbono con el fin de combatir el cambio climático, así la población debe reducir su huella social para mejorar las condiciones de vida. En términos ambientalistas: no solo importa cuánto contaminan los residuos, sino también cuánta contaminación generan los procesos. Esto, por supuesto, en materia social (salud, educación y economía).

Se escucha muy bonito estipular que “la Ciudad garantizará la movilidad de las personas en condiciones de máxima calidad a través de un sistema que atienda las necesidades sociales y ambientales, bajo los principios de equidad social, igualdad y de accesibilidad” (Art. 16, apartado H, numeral 1) Sin embargo, cualquier usuario del transporte capitalino que esté leyendo esto podría pensar que se está hablando de otra ciudad por completo diferente, y es que no por apalabrar el derecho a la movilidad implica que por arte de magia se va a cumplir.

Los derechos en nuestra Constitución están escritos y se dejan abiertos, nunca se limitan; pero se necesita romper las brechas estructurales derivadas del actual modelo de desarrollo para que se vuelvan una realidad. Como dicen: “del dicho al hecho…”