A través del tiempo me he formado la convicción de que, en asuntos políticos, al final todos tenemos la razón. La diferencia entre unos y otros es que, en ocasiones, algunos la tuvimos a tiempo y otros cuando ya no hay remedio. Esta manera de pensar es dura y hasta cruel pero la política es igualmente ríspida y frígida. El acontecer de lo colectivo no nos pregunta nuestras preferencias y, en muchas ocasiones, hasta nos prohíbe pensar en ellas.

El término “mesianismo” tiene dos connotaciones en la ciencia y en el argot político. Por una parte, se refiere al liderazgo en tiempos de crisis, cuyo cometido es la salvación de una sociedad que se encuentra o se encamina a la debacle. En una segunda acepción se refiere a una visión distorsionada que se tiene de uno mismo y que nos lleva al ridículo de creernos salvadores frente a la crisis, sin ser aquello o sin existir esta.

Siguiendo el pensamiento de Strachey, advertiremos  que, alrededor de las crisis, las sociedades tienen que resolver varias cuestiones y de su acierto dependerá, en gran medida, su bienestar futuro. En primer lugar, la sociedad debe apreciar y ubicar la crisis. No confundir problemas u obstáculos ordinarios con una situación generalizada de insuficiencias, que es lo característico de las crisis.

 

El mesianismo, para cobrar sentido, requiere de un entorno de crisis ya dado o tiene que crearlo por sí mismo.

 

Para las situaciones ordinarias se requieren gobiernos ordinarios más o menos bien intencionados, con madurez emocional para comprender su papel de coyuntura y con la aptitud suficiente para la resolución idónea. En situaciones ordinarias un gobierno de salvamento puede resultar contraproducente, puesto que estaría aplicado a resolver problemas inexistentes, si no es que a crearlos, y soslayaría los remedios modestos de la vida cotidiana. En palabras muy mexicanas diríamos que estaría “sobrado”.

En segundo lugar es muy conveniente comprender la naturaleza y el alcance de la problemática social a efecto de no confundir un problema financiero con uno político, uno del orden nacional con uno meramente partidista o uno de emergencia con uno transgeneracional. Sin un acertado diagnóstico la sociedad fácilmente equivocará la selección de sus soluciones y de los hombres que hayan de aplicarlas.

En tercer lugar, las sociedades deben realizar un esfuerzo de “serenización” a efecto de que sus sustos no se conviertan en miedos y sus miedos en terrores que, usualmente, las han llevado, así lo dice la historia, al caudillismo deplorable.

De allí la necesidad de hacer el mayor uso posible de nuestra capacidad de reflexión y de nuestra crítica imparcial respecto de circunstancias, discursos y aspirantes. De lo contrario podemos deslizarnos en el tobogán de las esperanzas ingenuas que siempre acarrean una factura pletórica de sufrimiento.

Bien se ha dicho que el gobernante puede resolver todos los problemas o solo resolver algunos cuantos. Pero lo que no le está permitido es crear un solo problema ni mucho menos una crisis. Y el mesianismo, para cobrar sentido, requiere de un entorno de crisis ya dado o tiene que crearlo por sí mismo.

Es mejor responder a nuestras necesidades reales y tangibles y aplicarnos a la solución real de nuestra problemática nacional, sin perder de vista que el remedio está en todos nosotros dejando, para otro tiempo, para otro lugar y para otro propósito, la llegada del mesías.

Por eso, es conveniente desechar aquellos impulsos a favor de mudanzas originadas simplemente en el temor, mal consejero. En la irreflexión, mala promotora. En el protagonismo, mal socio. En la imitación, mala amiga. O en el interés, mal amo.

Quizá, por eso, un buen refrán andaluz decía que una casa hipotecada no se salva quemándola.

 

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