Por Carlos Ornelas

 

Un rasgo peculiar del régimen de la Revolución Mexicana fue que, con el apoyo de las tradiciones heredadas —como el compadrazgo y el patrimonialismo—, hizo del presidente el eje alrededor del cual giraba la vida pública. México siempre ha sido un país con una vocación hacia el centralismo político y económico; pero el maderamen legal estipula una organización federal del Estado. La Constitución establece que México es una república, democrática, federal, representativa y laica (artículo 40). Sin embargo, la historia del país favorece el mando personal del presidente de la república.

A lo largo de la historia, el Ejecutivo se estableció como el poder hegemónico. Su titular tenía —y tiene— todos los poderes de un régimen presidencialista puro. El presidente es jefe de Estado y de gobierno, comandante en jefe de las fuerzas armadas, tiene supremacía para iniciar cambios legales y vetar resoluciones del Congreso. También nombra a su gabinete sin restricciones, salvo unos cuantos secretarios de Estado que el Congreso aprueba. También diseña el presupuesto de gastos del gobierno federal y, por extensión, amplía o disminuye los recursos de los estados, ya que estos tienen una débil capacidad de recaudación de impuestos. Los organismos autónomos dependen de su disposición.

Durante los más de 70 años del PRI en el gobierno, el presidente disfrutó de poderes metaconstitucionales: era el regente del PRI, designaba a su sucesor, a gobernadores, a ministros de la Suprema Corte, a senadores y a la mayoría de los diputados de su partido, así como a los presidentes de los municipios más importantes. El presidente era el árbitro supremo de todos los conflictos sociales y políticos. Era una presidencia imperial. Este concepto se reprodujo en la plaza pública.

La institución presidencial representaba un papel dominante al grado de que era ella, al margen de quien fuera el presidente, la que se investía de carisma. Acaso desde la fundación del Partido Nacional Revolucionario, el corporativismo fue congruente con el diseño del sistema político. La sociedad mexicana estaba estructurada en sectores, cada uno con representantes reconocidos por el gobierno y subordinados al poder presidencial. Había una repartición el poder segmentada. Los integrantes de los otros poderes centrales y regionales tenían algo de autoridad y tomaban decisiones, pero siempre bajo las reglas del juego que el presidente imponía.

El presidente en la cúspide podía favorecer o afectar los intereses de grupos políticos, organizaciones empresariales y sindicatos. Las relaciones de dependencia eran diáfanas, como las de un organigrama de flujo, de arriba hacia abajo. Pero también había grados de autonomía de los otros poderes constitucionales y de ciertos grupos, organizaciones empresariales y grandes sindicatos, por ejemplo. Si bien siempre hubo oposición, nunca se puso en duda la hegemonía del régimen. El orden corporativo centralista se reproducía en estados, municipios y en instituciones de la sociedad civil.

 

El presidencialismo comenzó a desmantelarse con los movimientos estudiantiles y la rebeldía de las clases medias, a partir de los años sesenta.

 

El presidencialismo comenzó a desmantelarse con los movimientos estudiantiles y la rebeldía de las clases medias, a partir de los años sesenta; su derrumbe culminó con la alternancia en el 2000. El presidente dejó de ser el foco, la democracia ensanchó el eje; otros actores ganaron autonomía y se inauguraron los gobiernos débiles.

El sistema educativo mexicano es hijo legítimo del régimen de la Revolución Mexicana. El Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación nació con los ingredientes puros del corporativismo, mas comenzó a desvirtuarlos junto con el debilitamiento de la figura presidencial. La Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación se forjó en 1979 y paso a paso conquistó autonomía; primero del grupo hegemónico —y fiel al gobierno— y luego del presidente mismo. Elba Esther Gordillo acordaba con los presidentes débiles, no con los secretarios de Educación Pública.

 

 

Andrés Manuel López Obrador es un presidente que suma su carisma al de la institución. Renacer la república imperial es su proyecto alternativo de gobierno y parece que podrá consolidarlo. Sin embargo la CNTE, que fue su aliada, gana espacios de autonomía y le brinda batallas. Un poder fáctico —intransigente y conservador, lo llamó el presidente en Huetamo hace unos días— que hoy parece ser el único contrapeso a su poder.

Un poco de nervio de la oposición parlamentaria surgió cuando un grupo de académicos elaboró una propuesta de reforma al artículo 3 constitucional que los partidos Movimiento Ciudadano, PAN, PRD y PRI hicieron suya. No contradice la iniciativa del presidente, pero mantiene la autonomía del INEE y el ingreso a la carrera docente mediante concurso público.

Lo más importante, le ofrece al presidente López Obrador instrumentos para lidiar con la CNTE y, paradoja, abona a la presidencia imperial: fortalece en centralismo del régimen y debilita al endeble orden federal.