Por Francisco José Cruz y González 

El mundo está siendo hoy escenario de cambios que trastocan reglas, estructuras y realidades que parecían sólidas en las relaciones internacionales. Se preguntaría uno si Francis Fukuyama, quien aseguró en 1992 que el liberalismo económico y político —la democracia liberal— la “idea” de Occidente, se había impuesto en el mundo, ha vuelto a equivocarse.

El famoso politólogo, en su libro El fin de la historia y el último hombre, afirmaba que la guerra había llegado a su fin en el mundo. Hoy, sin embargo, estamos de nueva cuenta a las puertas de la guerra fría —o en ella—, y temerosos de que se desencadene una conflagración armada mundial de consecuencias fatales. Además, el mundo es escenario de guerras focalizadas en territorios y regiones —Siria, África— presentes siempre.

Entre los cambios que hoy registra el escenario internacional, quiero destacar los que constituyen implosiones (romperse hacia dentro… según el diccionario de la Real Academia Española) en Occidente y también en su periferia. En nuestra periferia, porque México y América Latina son Occidente, así sean el “extremo occidente”, como diría Alain Rouquié.

Implosión en la periferia de Occidente es lo que puede suceder —o está ya sucediendo— en Irán, que este año celebra el 40 aniversario de la revolución islámica del ayatolá Jomeini. En un escenario de lucha política entre el sector ultramontano —los guardianes de la revolución y el líder supremo— que desconfía de Occidente, y los aperturistas encabezados por el presidente Hassan Rohani, que intentan acabar con la represión religiosa e instaurar en el país el respeto a los derechos humanos y la democracia.

El gobierno de Rohani, como sabemos, suscribió en 2015, un acuerdo con las potencias del consejo de seguridad de la ONU (Estados Unidos, Rusia, China, Francia y Reino Unido, además de Alemania) por el que renunciaba a construir armas nucleares. Gracias al pacto, Irán se libró de las sanciones económicas que se le habían impuesto y el país creció de manera impresionante: 6.6 por ciento entre 2016 y 2017. Lo que, aunado al clamor de una juventud que vive al ritmo del siglo XXI —con 30 millones de internautas— y no quiere saber de represión religiosa, hacía esperar que el país se encarrilara definitivamente en la democracia y el respeto a los derechos humanos.

Irán, además, se perfilaba, con Obama, como el socio musulmán por excelencia de Estados Unidos en Oriente Medio. Pero Trump, que abjura de su antecesor, denunció el acuerdo nuclear y se alió con Arabia Saudita, que representa al islam más retrógrado e integrista, ha financiado al terrorismo, reprime y asesina a sus opositores —el príncipe heredero, Mohamed Bin Salman mandó matar, según todos los indicios, al periodista disidente Jamal Khashoggi.

La política del mandatario estadounidense, traducida en virulentas críticas y sanciones al régimen de los ayatolás, puede provocar una implosión que aborte todo esfuerzo democratizador del país y despierte el odio a Estados Unidos, el “gran satán” de otras épocas —de hecho, las celebraciones del aniversario de la Revolución abundan en condenas y desafíos del pueblo y del gobierno a ese “gran satán”. De ahí que Francia, Alemania y el Reino Unido, hayan creado un modesto mecanismo que les permita comerciar con Teherán, escapando de las sanciones estadounidenses y evitando el aislamiento del gobierno de los ayatolás.

 

Hoy estamos de nueva cuenta a las puertas de la guerra fría —o en ella—, y temerosos de que se desencadene una conflagración armada mundial de consecuencias fatales.

 

Hay también escenarios de implosión en Turquía, cuyo presidente, Recep Tayyip Erdogan, está echando por la borda la república y la tradición laicas impuestas desde los años 20 y 30 por Mustafá Kemal: un Estado y un pueblo en el que convivía armónicamente el islam, tolerante, con el laicismo y que puso a Turquía a las puertas de la Unión Europea (UE), como miembro de pleno derecho. Lo que hoy es imposible porque los derechos humanos siguen sin respetarse por el Estado y porque Erdogan está imponiendo la práctica de la religión hasta en las vestimentas —el velo de las mujeres, por ejemplo— y, al más puro estilo de los líderes populistas, ha impuesto además reformas legales que fortalecen al presidente, después de que él triunfó en las elecciones y hoy ejerce el Poder Ejecutivo casi como un sultán —como lo llaman ahora, con una mezcla de rabia y burla, sus críticos.

La política exterior de Ankara es de alto voltaje: Erdogan negocia con la UE —la chantajea— alquilándole el país como campo de concentración de refugiados de Oriente Medio a los que se impide el ingreso a Europa; a cambio de pagos multimillonarios. Juega con extraordinaria habilidad en el serpentario que es la región en la que luchan políticamente —y también con las armas— actores locales: la propia Turquía, Israel, Arabia Saudita, Irán, Siria, los kurdos, etc., y Putin está presente, repartiendo juego.

La política interna de Erdogan, de islamización forzada, está siendo contraproducente. A pesar de los cuantiosos recursos que el Ejecutivo destina a promover la devoción, la religiosidad ha disminuido, ha aumentado el número de ateos y la gente tiende a identificar esa religiosidad impuesta por el Estado como la hipocresía de los gobernantes corruptos. El presidente continúa usando el golpe de Estado de 2016, torpe y fallido, para reprimir, lo que está dando lugar a un éxodo masivo de turcos, más de 250 mil en 2018: una verdadera “fuga de cerebros” —se afirma.  ¿Turquía estará también a las puertas de la implosión?

La implosión, “romperse hacia dentro”, es realidad en más de un país y de una comunidad nacional. Es un riesgo, desde mi punto de vista, en Ucrania, país crucificado entre Rusia y las provincias y regiones prorrusas, separatistas, y Europa; la capital Kiev y el oeste que aspiran a integrarse en la UE. Ucrania tendrá elecciones presidenciales el 31 de marzo y  los principales contendientes serán el presidente Petro Porochenko y la atractiva y muy controvertida Yulia Tymochenko, a quien las encuestas dan como favorita.

 

 

Podría decirse que también está en riesgo de implosionar ¡el Vaticano!, como Iglesia católica, hoy que el papa Francisco se empeña, entre titubeos y energía, a modernizarla. Frente al desafío de reconocer la plena igualdad de hombres y mujeres para gobernar la Iglesia; desterrar el celibato como condición sine qua non para ser sacerdote o monja; reconocer el derecho al aborto; desestigmatizar la homosexualidad y, desde luego, perseguir sin tolerancia alguna la pederastia y el acoso sexual.

Pero el riesgo de implosión más grave es el de la UE, porque destruiría esa ambiciosa y visionaria construcción política, económica y social, que asegura el mejor futuro a los europeos. La Unión cuyas bases intentan socavar gobernantes racistas y ambiciosos, enamorados de su propia dictadura con disfraz democrático, como el primer ministro húngaro Viktor Orban y Jaroslaw Kaczynski, quien nombra, destituye y maneja como marionetas a los gobernantes de Polonia. Conspiradores a los que se unen los consabidos partidos de ultraderecha, como la Agrupación Nacional de la francesa Marine Le Pen y Alternativa para Alemania (AfD); y a los que hoy se junta Vox el partido ultraderechista español que —da vergüenza— ha hecho alianza, con dos partidos respetables: el Partido Popular y Ciudadanos.

El gobierno italiano también lanza una ofensiva, grave, contra Europa. Uno de los socios que gobiernan: Matteo Salvini, vicepresidente, de la ultraderechista Liga del Norte utiliza permanentemente el argumento del “peligro de la inmigración” para atacar a la UE; el otro, Luigi Di Maio, viceprimer ministro, del Movimiento 5 Estrellas, grupo inclasificable, con propuestas de extrema izquierda y de extrema derecha, se ha entrevistado, ¡en Francia!, con miembros de los “chalecos amarillos”, el movimiento ciudadano antimacronista a rabiar. Nunca mejor expresado lo escrito en un periódico francés de que en Francia los “chalecos amarillos” están en la calle y en Italia están en el gobierno.

Los embates de la ultraderecha contra la Europa comunitaria tienen como objetivo inmediato —más no único— las elecciones al parlamento europeo, del 23 al 26 de mayo próximos. Los partidos ultraderechistas —el Movimiento para la Europa de las naciones y de las libertades— pretenden aumentar su presencia en el parlamento y, aunque no conseguirán los escaños necesarios para controlar el parlamento, sí están planteando reconfigurar la UE y, en palabras de Marine Le Pen, preparar el frexit —abandonar la Unión, como pretende hacerlo el brexit del Reino Unido.

Ángela Merkel está despidiéndose de la poítica y Emmanuel Macron está asediado por sus feroces opositores. No obstante, ambos dirigentes continúan conduciendo el eje franco-alemán, motor de la UE: acaban de suscribir, el 22 de enero, el tratado de Aquisgrán/Aix-la-Chapelle, de cooperación bilateral, conscientes y preocupados de que “los nacionalismos y los populismos adquieren cada vez más importancia en los países europeos”, señalando que por primera vez un país se separa de la UE, —el brexit, que para mí será un caso más de implosión— y que por todas partes se cuestiona el multilateralismo.

Estados Unidos, en cambio, no corre riesgo de implosión, a pesar de Trump, sus instintos de dictador y sus intentos, a menudo exitosos, de control sobre los otros poderes del Estado: el nombramiento de magistrados obsecuentes y tener mayoría en el Senado. No habrá implosión porque el sistema creado por Montesquieu, de pesos y contrapesos, esencia del Estado democrático, funciona  en Estados Unidos.

Hace unos días apenas, la demócrata Nancy Pelosi, presidenta de la Cámara de Representantes hizo morder el polvo al mandatario en su intento de obtener fondos para construir el muro de la ignominia en la frontera con México —si bien ahora se acordó otorgarle fondos, cinco veces menos de lo que solicitó, a fin de evitar el cierre del gobierno. Al mismo tiempo —vale la pena comentar— el flamante gobernador demócrata de California, Gavin Newson, en pleno desafío a Trump, retiró la mayor parte de los 400 soldados de la Guardia Nacional, asentados en la frontera.

En este escenario, Trump, más que gobernar, vuelve a su campaña —o siempre ha estado en ella—  para reelegirse en 2020, y tiene ya frente a sí el desafío de probables candidatos demócratas a la presidencia de Estados Unidos, la mayoría hasta ahora mujeres.

Me permito una digresión, para decir que mi candidato, aunque quizá no se postule, es Alexandria Ocasio-Cortez, de raigambre latina, joven, brillante, carismática, electa a la Cámara de Representantes y con planteamientos progresistas —lo que puede seguir siendo impedimento en un país que quizá los tilde de socialistas, ¡o de comunistas! Esta joven tiene un aire de John F. Kennedy y de Obama. También es mi candidato, por supuesto, Julián Castro, de ascendencia mexicana, con una brillante trayectoria en el gobierno.

Estados Unidos, mejor dicho Trump, provee al mundo de “muertos vivientes”, que al igual que en la serie de películas que inició la del director Dan O´Bannon, en 1985, regresan para destruir al mundo. Son:

Steve Bannon, exasesor de Trump, que contribuyó sustancialmente, como consejero mediático, al triunfo del neoyorkino en las elecciones presidenciales y ahora intenta aglutinar a partidos y movimientos eurófobos en un frente para destruir la UE.

John Bolton, un halcón que, como asesor del presidente Bush, fue de los primeros en proponer la invasión al Irak de Sadam Hussein, arguyendo que poseía armas nucleares, lo que resulto falso. Hoy es asesor de seguridad nacional de Trump y está a cargo del dossier venezolano, lo que aprovecha para declarar que Estados Unidos no descarta una intervención militar para finiquitar el problema.

Por último, Elliot Abrams designado por Trump “para restaurar la democracia en Venezuela”, es otro halcón, de quien amerita recordar que, nombrado por Reagan como vicesecretario de Estado en 1981, tuvo buena relación con las dictaduras militares del Cono Sur; y en 1986, como secretario de asuntos interamericanos, se vio involucrado en el escándalo Irán-Contras: la venta ilegal de armas a Teherán para financiar a la guerrilla de los contras, que desestabilizaba a los sandinistas en Nicaragua. Me tocó, como diplomático en Argentina, seguir de cerca las maniobras del personaje.