Trece fines de semana continuos suman ya las manifestaciones callejeras de “los chalecos amarillos” (“des Gilets jaunes”: convertidos en el símbolo de la protesta francesa, reveladores de un modelo social en crisis), en París y en muchas otras ciudades francesas. Cuando escribí la primera crónica de estas revueltas en el mes de noviembre de 2018, nadie anticipó, ni en Francia ni fuera de ella, que el violento fenómeno sociopolítico galo se alargaría tanto. Ni el propio presidente Emmanuel Macron, que se encontraba en Buenos Aires, en la reunión del Grupo de los 20, calculó la dimensión del problema.
Por cierto, en aquel momento, al arribar a la capital argentina, en compañía de su esposa Brigitte, a bordo del avión oficial, al salir del aparato, la primera persona en saludar al mandatario galo fue un empleado del aeropuerto bonaerense ataviado con un “chaleco amarillo”. Mal fario. De hecho fueron dos, pues al pie de la escalerilla de la aeronave otro “chaleco amarillo” también lo saludó de mano, pues no estaba esperándolo la vicepresidenta Gabriela Michetti, encargada de recibirlo, pues llegó tarde. Para colmo, la anfitriona no hablaba francés y farfulló unas palabras sin sentido, que sorprendieron al visitante. Parecía que los “aires” de Buenos Aires no le eran favorables, mientras “París ardía”, literalmente. Ahora, el asunto ha precipitado un enfrentamiento diplomático sin precedentes entre dos de los miembros fundadores de la Unión Europea (UE), Francia e Italia.
Una regla diplomática que no figura en un texto impreso dispone que ningún Estado puede actuar para que caiga el gobierno de un país amigo. Resulta que esto es precisamente lo que han estado haciendo dos de los hombres fuertes del actual gobierno italiano, Matteo Salvini, vicepresidente y líder de la Liga Norte (LN), y Luigi Di Maio, también vicepresidente y líder del Movimiento Cinco Estrellas (M5E), al apoyar a una parte de los “chalecos amarillos” en sus intentos por derrocar al joven presidente francés, Emmanuel Macron.
El jueves siete de febrero, el agua se derramó del vaso y Macron dijo ¡basta! En un gesto inesperado, llamó a consulta a Christian Massel, su embajador en Roma desde el año 2017. La medida es histórica, no sucedía desde 1940, después de que el Duce (Benito Mussolini) declaró la guerra a Francia. La decisión del joven presidente se toma tras meses de “repetidas acusaciones, ataques sin fundamento y declaraciones indignantes”, escribió en un comunicado la vocera del Ministerio de Exteriores francés, Agnes von der Muhll. Agregó: “es algo que no tiene precedentes”. Un gesto drástico que marcó claramente los límites a las frívolas acusaciones de unos líderes nacionalistas y populistas que debilitan el espíritu y la letra de la Unión Europea (UE), el organismo en el cual las diferencias se resuelven por la vía de la negociación y por cauces institucionales, no por medio de disturbios, a veces violentos, como ha ocurrido en los últimos 13 fines de semana con los “chalecos amarillos”. Aunque en el viejo continente hay quienes no comulgan con la UE, el hecho es que desde 1945 esta parte del mundo no ha sufrido otra guerra. Así de fácil.
La historia es clara: Francia e Italia fundaron la Comunidad Europea del Carbón y el Acero (CECA), antecedente directo de la Comunidad Económica Europea (CEE) que daría pie a la Unión Europea (UE). Los nombres de los personajes —franceses e italianos— que fraguaron la actual comunidad son históricos: Robert Schuman, Jean Monet, Alcide de Gasperi y muchos otros. El futuro de la Unión está en juego e incluso la paz del planeta. No es poco.
Al llamar a su embajador en Roma, Macron denuncia “injerencias” que abren una crisis excepcional, la cual tiene muchos flecos europeos: inmigración, elecciones europeas para el próximo mes de mayo, populismos, “chaleco amarillos”, etcétera.
Asimismo, la conformación de un gobierno de coalición en Italia, con el liderazgo del M5E y la participación de la LN y Forza Italia (FI), entre otros grupos, aceleró los enfrentamientos de todo tipo: conflictos fronterizos relacionados con la inmigración clandestina, inesperadas declaraciones de Matteo Salvini, choques permanentes en todos los Consejos europeos, así como el incipiente lanzamiento de los comicios europeos en tres meses. Aunado a esto, las manifestaciones de protesta (primero por el aumento en el precio de los combustibles) por parte de los “chalecos amarillos” en noviembre del año pasado, y su prolongación indefinida hasta ahora, terminó con el enfrentamiento entre Francia e Italia.
Salvini resumió, hace días, la crisis en términos de extraña brutalidad diplomática: “Macron ya no es mi adversario. Es un problema para los franceses. Los “chalecos amarillos” son la gran esperanza de Francia. Espero que pongan fin al mandato de Macron”. En tales circunstancias, Di Maio se entrevistó con varios representantes autoproclamados de las facciones populistas de extrema derecha de los “chalecos amarillos”, invitándolos a “integrarse” o “colaborar” de alguna manera, por precisar, en la campaña de los comicios europeos de mayo próximo.
La reacción francesa no podía posponerse. El Ministerio de Asuntos Exteriores galo actuó en consecuencia, llamó a su embajador y publicó un comunicado que describe el episodio de la siguiente manera: “Se trata de injerencias intolerables, creando una situación sin precedentes desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Estar en desacuerdo por algo es una cosa, pero instrumentalizar una relación con fines electorales es algo distinto. Violan el respeto debido a la elección democrática, hecho por un pueblo amigo y aliado. Violan el respeto que se deben entre ellos los gobiernos democrática y libremente elegidos”.
Así las cosas, Macron toma posiciones ante la guerra electoral que comienza, aspirando a dirigir a las familias francesas y europeas que defienden “el orden y la sociedad liberal”, amenazados, a su modo de ver, por los regímenes y partidos liberales y populistas. La internacional socialdemócrata y el Partido Popular Europeo (PPE) quizás estén condenados a entrar en la misma batalla electoral.
Al llamar a su embajador en Roma, Macron denuncia “injerencias” que abren una crisis excepcional, la cual tiene muchos flecos europeos: inmigración, elecciones europeas para el próximo mes de mayo, populismos, “chaleco amarillos”, etcétera.
Es posible que el diferendo diplomático entre Paris y Roma no sea un encuentro casual. El editorial de El País del lunes 11 de febrero lo sintetiza con mayor claridad: “Esta crisis es mucho más que una escaramuza electoralista. Enfrenta a quienes respetan las normas y a quienes las vulneran. El problema va más allá de la relación entre Francia e Italia, y de la UE. Donald Trump estableció unos precedentes que han fructificado. La descalificación y la mentira no son nuevas en las democracias, pero el presidente de Estados Unidos legitimó su uso a ojos de imitadores y discípulos. Hoy se ven los resultados. Que los gobernantes de Italia jalen a quienes en Francia llaman a la insurrección parece aceptable, y no debería serlo. La Europa de los Salvini, Di Maio y Le Pen amenaza con barrer a la de Schuman, Monnet y De Gasperi. La retirada del embajador francés, una advertencia al gobierno italiano sobre los costes de esta deriva, era un gesto necesario”.
En fin, Emmanuel Macron puede salvar la encrucijada. Los encuentros sabatinos entre la policía y los “Gilets jaunes” cada vez son menos concurridos. Cada sábado salen a la calle menos simpatizantes. Las encuestas además poco a poco mejoran los porcentajes a favor del presidente. Incluso cuando uno de los participantes pierde varios dedos de una mano al regresar una bomba lacrimógena. El hecho es que los “chalecos amarillos” revelan que el actual modelo social francés está en crisis. No es asunto de declarar ganadores o vencidos, sino que para el gobierno de Macron llegó la hora de hacer un serio balance y analizar el fondo de las protestas. El presidente tuvo que dar marcha atrás en varias de las medidas que dispuso como el aumento del precio de los carburantes. Es posible que esto no sea suficiente. La crisis francesa puede ser el ejemplo de la que sufre el resto del mundo. México no es la excepción y en contra de lo que afirma el actual presidente quizás el problema mexicano no sea únicamente el de la “corrupción”, sino que hay otras cuestiones que han afectado, de raíz, la vida familiar, la convivencia de antaño que no mejoró con el avance de la tecnología y que hay valores que deben revivirse, antes de que todo se hunda en un profundo pozo sin fondo.
Vale la pena tomar en cuenta el aviso que se puso en una gasolinera parisiense: “esta estación será cerrada todo el fin de semana en apoyo a los chalecos amarillos”. Podría no abrirse nunca jamás. Vale.