DE TODO COMO EN BOTICA

 

Por Elisur Arteaga Nava

 

Está por hacerse el estudio relativo a los usos y costumbres, en específico sobre la forma en que se entiende en la actualidad en ciertas regiones de la república mexicana; de cómo una viciada interpretación y aplicación del artículo 2 de la Constitución Política ha derivado en abuso y arbitrariedad.

El sistema de usos y costumbres fue incorporado al orden constitucional con vista a hacer justicia a un grupo claramente determinado: la población indígena. Su reconocimiento tuvo como propósitos aceptar, aunque fuera de manera tardía, la culpa por las humillaciones y discriminaciones de que fue objeto y atender los reclamos internacionales.

Esa innovación, necesaria por muchas razones, dio lugar a abusos, uno de ellos que núcleos de población urbana que, teniendo cierta proporción de sangre indígena, como gran parte de la población del país, so pretexto de tenerla, reclaman para sí formas propias de imponer el orden, que no es otra cosa que hacerse justicia por su propia mano y que están referidos a elementos ajenos a ellos: cuando se lincha o se azota a alguien por la supuesta comisión de un ilícito, por regla general, la víctima es alguien ajeno a la comunidad.

En teoría, los usos y costumbres, para ser admisibles, deben estar supeditados a la Constitución Política, así lo dispone el artículo 2, apartado A, fracción I de ella: “Aplicar sus propios sistemas normativos en la regulación y solución de sus conflictos internos, sujetándose a los principios generales de esta Constitución, respetando las garantías individuales, los derechos humanos y, de manera relevante, la dignidad e integridad de las mujeres.”

Habrá que reconocer que por omisión, negligencia y apatía de las autoridades civiles existen zonas del territorio nacional que, en menor o mayor medida, están al margen del sistemas legal que rige en el país.

Por usos y costumbres se desvirtúan las obligaciones civiles, se desconocen las garantías del proceso penal, se atenta contras las libertades de conciencia, tránsito, ocupacional, se azota y mutila; en no raras ocasiones se priva de la vida, se pinchan los ductos y se extrae de ellos combustible.

Alguien que se maneja con el sistema de usos y costumbres difícilmente considerará que los compromisos que contrae por virtud de un contrato le obliguen; a pesar de haber aceptado y firmado un convenio, no se considerara comprometido en los términos pactados o por la palabra dada. En cambio, si se trata de compromisos contraídos por alguien que no se maneja por ese sistema, a él se le exigirá que cumpla a cabalidad con ellos y no habrá excusa o pretexto que valga. La regla general es que los contratos que se celebran solo obligan a los fuereños  o ladinos, pero nunca a los locales.

Si un extraño se asienta en una comunidad de usos y costumbres debe aceptar que sus bienes, muebles e inmuebles, sean usados en común, con o sin su consentimiento y de manera gratuita; permitir que los frutos de sus árboles, de sus animales y demás bienes que se hallen dentro de su propiedad sean gozados en común. En cambio debe abstenerse de hacer lo mismo en caso de que los bienes pertenezcan a algún miembro de la comunidad, a menos de que pague el precio que unilateralmente le fije el propietario. Ese extraño o “fuereño”, para vivir en paz, debe aceptar colaborar más allá de lo que hace cualquier otro miembro de la comunidad.

Las sentencias de los jueces, por regla general, no pueden hacerse efectivas en la persona y bienes de los miembros de una comunidad de usos y costumbres. La población intervendrá para impedir que las fuerzas del orden, en auxilio de los funcionarios judiciales, cumplan con las determinaciones judiciales.

Si en una población existe la sospecha, la simple sospecha, de que alguien ha incurrido en un ilícito: robo, violación, secuestro u otros, ello es suficiente para que se toque a rebato, se detenga al presunto delincuente, se le golpee, exhiba, hiera y, con frecuencia, se le prive de la vida. La multitud enardecida toma a ofensa que la autoridad trate de impedir sus desmanes, pretenda salvaguardar a la víctima y, si esta muere, a que se pretenda juzgar a alguno de los que intervinieron en el linchamiento.

Si el miembro de una comunidad de usos y costumbres es juzgado por los tribunales ordinarios, se esperarán los resultados. Si la sentencia es absolutoria, se aceptará en sus términos y, en lo posible se pretenderá exigir una indemnización. En cambio, si la sentencia es condenatoria, se alegará que no se le permitió una defensa adecuada o que no tuvo un interprete. Este argumento será invocado aunque entienda el español e ignore un idioma indígena. No faltará una organización de la sociedad civil (OSC) u organización de derechos humanos que asuma la defensa del acusado e invoque discriminación, indefensión  o injusticia para el procesado.

 

Por omisión, negligencia y apatía de las autoridades civiles existen zonas del territorio nacional que están al margen del sistemas legal que rige en el país.

 

A pesar de que la Constitución Política prohíbe la imposición de los azotes, pena infamante, tortura, mutilación, confiscación de bienes y otras, que alguien se haga justicia por su propia mano, ellas no tienen vigencia en los lugares con sistemas de usos y costumbres. Con frecuencia se ve que se azota, mutila, priva de bienes y se hace justicia al margen de los sistemas ordinarios de impartir justicia; lo grave en estos supuestos es que no hay autoridad legalmente constituida que sea capaz de hacer que los miembros de esas comunidades se conduzcan con respeto de las leyes.

En los pueblos siempre habrá en los campanarios alguien que estará pronto a tañer las campanas que convoquen a la multitud para que, en funciones de ministerio público y juez, dispongan y ordenen perseguir, detener, azotar, mutilar a un supuesto delincuente. Es suficiente la furia de una multitud enardecida para juzgar, condenar y castigar. En las poblaciones ningún fuereño debe sentirse a salvo de esa forma de juzgar y castigar.

So pretexto de gobernarse bajo el sistema de usos y costumbres en algunas comunidades se prohíbe o limita la libertad de cultos, quienes insisten en disentir tienen que emigrar; ello implica una doble violación: se impide el ejercicio de la libertad religiosa y el de fijar libremente su domicilio. En este supuesto las autoridades religiosas no impiden los abusos ni educan para evitarlos.

Con el mismo pretexto se impide el paso por el territorio de algunas comunidades, el tendido de ductos, la construcción de presas o la instalación de servicios, fábricas, zonas industriales y otras fuentes de riqueza y trabajo. Todo ello en detrimento o daño de la libertad ocupacional. No se admite otra forma de promover la riqueza y la ocupación que no sea la de otorgar subsidios sin condicionarlos a la rendición de cuentas.

Si bien el concepto de usos y costumbres busca su apoyo en lo que en algún momento fue el derecho indígena, lo cierto es que ha evolucionado para convertirse en lo que algún amigo califica como socialización del delito, o una de sus manifestaciones.

A fin de cuentas los usos y costumbres se invocan para no cumplir con los compromisos que se contraer, no pagar servicios públicos, impuestos y quedar al margen de las leyes que regulan la renovación periódica de los cargos públicos. Ese sistema ha derivado en la consolidación de un gobierno caciquil en el que prevalece la arbitrariedad y el desconocimiento de la ley. Bajo esa supuesta forma de vivir, frecuentemente, se apoya y protege a la delincuencia organizada.

Al fin y al cabo, por la inseguridad jurídica que deriva de un sistema contrario a las leyes, las comunidades de usos y costumbres, por la acción u omisión de sus componentes, han quedado al margen del desarrollo del país. Muy pocos se muestran interesados en invertir su capital en zonas carentes de seguridad jurídica y en las que, en última instancia, es la ilegalidad y la arbitrariedad la forma de convivir.

El pueblo no es bueno ni es malo; no es sabio ni tonto, solo hay pueblos que respetan las leyes y los que no; que observan los derechos y las libertades y quienes, bajo el pretexto de regirse por el sistema de usos y costumbres, los violan o los desconocen.

Los gobernantes, federales y locales, que solapan ese tipo de ilegalidad y pasan por alto o ignoran esa forma de insubordinación; ellos ignoran la observación de Maquiavelo: “Porque de los hombres puede decirse generalmente esto: que son ingratos, volubles, simuladores y disimuladores, rehuidores de peligros, ávidos de ganancia; y mientras les haces el bien, son todos tuyos; te ofrecen la sangre, los bienes, la vida, los hijos, como antes dije, cuando la necesidad está distante; mas cuando se te acerca, ellos se rebelan” (De principatibus, XVII, 10).

Un buen gobierno no puede admitir que dentro de su territorio se violen sistemáticamente las leyes o que particulares asuman funciones propias de los órganos del Estado. Esto, en pocas palabras, es arbitrariedad y mal gobierno.