DE TODO COMO EN BOTICA

Por Elisur Arteaga Nava y Alicia Azzolini Bincaz

 

Una política criminal auténtica se construye con base en decisiones y acciones que el Estado adopta para prevenir y reprimir conductas delictivas. Es una acción pública que, como tal, no está desvinculada de los fines y objetivos que orientan la actuación estatal. Ella se conforma de: las decisiones que estudia y adopta el Poder Legislativo; las determinaciones y acciones que pone en marcha el Poder Ejecutivo y, finalmente, las resoluciones (sentencias y acuerdos) que emiten los jueces.

Esas decisiones y actuaciones, para ser operantes, deben atender a los datos duros del diario acontecer y las orientaciones que apuntan los especialistas y estudiosos que han analizado cada tema con seriedad. En su implementación normativa es ajena la improvisación; en su aplicación real, la precipitación irreflexiva; y en la función de juzgar y sentenciar, la irresponsabilidad.

El Estado mexicano ha carecido de una política criminal coherente y consistente desde hace décadas. Las decisiones se han limitado a dar respuestas aisladas, precipitadas e ineficaces al fenómeno del incremento delictivo. En el caso, atribuible en gran medida, a la acción de grupos criminales, esta se ha incrementado debido a la connivencia de algunas autoridades y la inoperancia de los órganos de Estado. Estos, como respuesta, han tomado medias contradictorias que no han logrado abatir la problemática delictiva. Durante el sexenio de Felipe Calderón se declaró el combate a la delincuencia organizada, para ello se hizo participar a las fuerzas armadas; al mismo tiempo se promovió una reforma procesal que buscó modernizar el proceso penal e impulsar el respeto y la vigencia de los derechos humanos.

Esa forma de enfrentar la delincuencia no cambió durante el sexenio de Enrique Peña Nieto y, lo más grave, se mantiene en el momento actual. Andrés Manuel López Obrador en su campaña política prometió pacificar el país, devolver al Ejército sus funciones originarias y atacar las causas sociales de la delincuencia. Ya en el poder impulsó una reforma constitucional orientada a incrementar las atribuciones penales del Estado, con sacrificio de los derechos, algunos de ellos fundamentales, como la libertad de las personas y la presunción de inocencia. Una vez más se formulan antinomias irreconciliables entre los medios a los cuales recurrir y los fines que supuestamente se persiguen.

En contra de lo aconsejado por especialistas nacionales e internacionales, académicos invitados y consultados por el Congreso de la Unión (que no fueron tomados en cuenta por los legisladores), la Cámara de Diputados aprobó, el pasado 19 de febrero, el dictamen por el cual se incrementa el número de delitos merecedores de prisión preventiva oficiosa.

 

 

 

A los delitos de delincuencia organizada, homicidio, violación secuestro, trata de personas, los cometidos con medios violentos, como armas o explosivos y delitos graves en contra de la seguridad de la nación, el libre desarrollo de la personalidad y la salud, ya contemplados en el texto constitucional vigente, se adicionarán, de aprobarlo las legislaturas de las entidades, los delitos de: abuso o violencia sexual contra menores, feminicidio, uso de programas sociales con fines electorales, robo de transporte de carga en cualquiera de sus modalidades, delitos en materia de desaparición forzada de personas y desaparición cometida por particulares; delitos relacionados con la sustracción ilegal de hidrocarburos petrolíferos o petroquímicos, los hechos de corrupción, en caso de enriquecimiento ilícito y ejercicio abusivo de funciones, delitos en materia de armas de fuego y explosivos de uso exclusivo del Ejército, la Armada y la Fuerza Aérea.

Los delitos que se han incluido no son menores; al contrario, todos afectan bienes jurídicos de primer nivel; sin embargo, ello no justifica que a quien se le imputa su comisión se le aplique como medida cautelar la prisión preventiva, sin analizar su necesidad en cada caso concreto.

Los legisladores desconocen la existencia de algunos derechos y libertades: a que se presuma inocente a un reo mientras no se demuestre lo contrario y a la libertad de que todo ciudadano debe gozar. Derechos reconocidos en los instrumentos internacionales, en las decisiones de la Corte Interamericana de Derechos humanos (CIDH) y en la propia Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos. Contradicen con ello la propuesta presidencial de un régimen penal que no habría de basarse en la represión como punto de partida, sino en la reconciliación y en la atención de las causas sociales del delito.

Las medidas cautelares, como se reconoció en el debate parlamentario, no deben convertirse en penas anticipadas; solo son admisibles cuando garantizan la presencia del imputado en el proceso, salvaguardan la integridad de la víctima y preservan las evidencias probatorias. Se aplican a personas sobre las que recae una imputación, pero que está lejos aún de que se demuestre su culpabilidad. Por ello no caben los argumentos relacionados con la protección y salvaguarda de la sociedad ni con la gravedad y alta incidencia delictiva de las conductas a las que se impone. La CIDH se ha pronunciado categóricamente en el sentido de que la prisión preventiva no ha de relacionarse con el delito que se imputa, ya que no es una sanción, sino que atiende a fines estrictamente procesales.

El sistema procesal acusatorio adversarial descansa en la libertad como regla durante la investigación y el proceso, contrario a lo previsto en el modelo inquisitorio que privilegiaba la prisión preventiva como medida cautelar por excelencia. En esta lógica, la reforma constitucional de 2008 que propició el cambio del modelo procesal, limitó los requisitos para que una persona a quien se imputa la comisión de un delito se le pueda vincular a proceso, a la vez que se amplió el número de medidas cautelares no privativas de la libertad; dejó la prisión para casos extremos que deben evaluarse por el juez.

 

Las reformas que se proponen están lejos de significar una transformación para mejorar el sistema penal, no hacen sino mantener la tendencia autoritaria y represiva de un sistema ineficiente que no ha logrado abatir la impunidad.

 

La reforma que ahora se aprobó es un retroceso importante; afecta el sistema procesal garantista y democrático. Los imputados, a partir de que concluya el proceso de aprobación de la reforma, estarán en condiciones más desventajosas que antes del cambio procesal; el estándar probatorio para la vinculación a proceso es menor que el que se exigía para el auto de formal prisión del viejo sistema.

La prisión preventiva oficiosa favorece que se detenga al imputado para investigar. Una vez vinculada la persona a proceso y fijada la medida cautelar, la investigación prosigue, no se requiere acreditar la necesidad de la medida. La parte acusadora puede tomarse todo el tiempo para investigar, bajo el supuesto de que el acusado, posiblemente inocente, está privado de su libertad. Con ello se mantiene la inercia de un ministerio público ineficiente que requiere de ventajas para cumplir con sus obligaciones. La ineficiencia de un servidor público no debe tener como premio el sacrificio de los derechos y libertades de los gobernados.

Los legisladores ignoran o hacen caso omiso de que la prisión preventiva tiene un costo social y económico muy alto. En virtud de la reforma se incrementan los casos de prisión preventiva, al hacerlo no se tomaron en cuenta las limitaciones de los sistemas penitenciarios tanto federal como locales. Quienes son sujetos a esta medida se verán privados de su libertad en condiciones indignas; lo que significa una flagrante violación a sus derechos fundamentales, esto se hace, como se ha dicho, sin que se haya demostrado su culpabilidad.

El abuso de la prisión preventiva en México no es nuevo, ha sido una tendencia constante en las últimas décadas. Las reformas que se proponen están lejos de significar una transformación para mejorar el sistema penal; no hacen sino mantener la tendencia autoritaria y represiva de un sistema ineficiente que no ha logrado abatir la impunidad. La reforma no es un cambio hacia delante, es un retroceso en términos de la salvaguarda a los derechos humanos. Refleja la ausencia de una política criminal comprometida con la sociedad y sus necesidades, pone en evidencia la ineficiencia y las carencias del sistema en su conjunto. Es testimonio de una política criminal conservadora que se niega a replantear sus métodos y sus fines.

A fin de cuentas la reforma incidirá en el sector de siempre: la gente de escasos recursos. Será ella la que ingrese a los reclusorios y los sature, con su miseria, ignorancia y sufrimiento.