El perdón constituye una cuestión de orden superior; su otorgamiento reivindica y enaltece a quien lo recibe y hace crecer éticamente al que lo emite. Este es un tema de capital importancia para la justicia transicional ya que el giro estratégico hacia la verdad sobre las atrocidades del pasado tiene como objetivo central propiciar la reconciliación nacional. Lo mismo ocurre en el ámbito de los derechos humanos pues el perdón constituye una de las reparaciones honoríficas a las que tienen derecho las personas que han sufrido los ultrajes al núcleo inderogable de la dignidad humana.

Así lo ha entendido el gobierno de Andrés Manuel López Obrador y por eso en cuatro significativas ocasiones se ha puesto en juego esta maravillosa figura ética y jurídica. En primer término, el Subsecretario de Derechos Humanos de la SEGOB pronunció a nombre del Estado mexicano sendas disculpas públicas a la periodista Lydia Cacho por las represalias que sufrió tras la publicación de su libro Los Demonios del Edén, y a los padres de cinco jóvenes originarios de Playa Vicente, Veracruz, quienes fueron desaparecidos por policías estatales para ser entregados a la célula de un cartel.

En segundo lugar, la titular de la SEGOB pidió perdón a los familiares de Javier Arredondo y Jorge Mercado, dos estudiantes de excelencia del Tecnológico de Monterrey que fueron ejecutados arteramente por militares. Para tratar de encubrir el hecho, les colocaron armas y en el parte oficial asentaron que se trataba de sicarios al servicio de la delincuencia organizada.

 

“La disculpa no repara el daño pero es un paso para hacer justicia y una oportunidad de frenar las violaciones a los derechos humanos”

 

Más tarde, al dar a conocer el decreto en el que se ordenó la transferencia al Archivo General de la Nación de todos los documentos históricos relacionados con violaciones a derechos humanos y persecuciones políticas vinculadas con movimientos políticos y sociales, el Ejecutivo Federal pidió perdón a quienes fueron víctimas de la persecución de lo que él mismo calificó como el “régimen autoritario pasado”.

La  trascendencia de esos reconocimientos, nunca antes vistos, fue puesta de relieve por el Subsecretario de Derechos Humanos con las palabras siguientes: “Este país ya cambió y el primer paso es que el Estado asuma su responsabilidad de garantizar la seguridad y la vida de todos los mexicanos. La disculpa no repara el daño pero es un paso para hacer justicia y una oportunidad de frenar las violaciones a los derechos humanos”.

No obstante su evidente legitimidad y plausibilidad, tales acciones no alcanzan a cubrir los deberes categóricos que tiene a su cargo el Estado a la luz de las normas imperativas e inderogables del derecho internacional de los derechos humanos. En esa tesitura resulta preciso llevar ante la justicia a todos los responsables intelectuales y materiales de los abominables crímenes que motivaron las disculpas oficiales, de lo que no están exentos los superiores jerárquicos militares o civiles puesto que les es atribuible responsabilidad penal por cadena de mando. De lo contrario el modelo perverso de la impunidad estructural que imperó en los sexenios anteriores permanecerá incólume.

También es absolutamente necesario dar garantías objetivas de la no repetición de los ataques; es decir, las autoridades tienen que decir a las víctimas y a la sociedad en su conjunto qué políticas públicas pondrán en marcha y qué cambios estratégicos serán instrumentados a fin de asegurar que no sucederán nuevos descarrilamientos del aparato gubernamental. Lo anterior debe ser complementado con el diseño de los mecanismos idóneos que perpetúen la memoria de los ofendidos. Hay que recordar que la impunidad es hija del olvido.

En la reivindicación de víctimas no caben medias tintas. Para ser efectivas las disculpas gubernamentales deben abarcar la totalidad del circuito  humanitario reconocido en la Convención Americana sobre Derechos Humanos y en otros tratados internacionales suscritos por México.