Esperanzadoras son, sin duda, las señales que se avizoran en el firmamento de los derechos humanos. Una muestra de ello es el compromiso oficial asumido en relación con el caso de las once mujeres que fueron agredidas sexualmente durante el ataque generalizado en contra de la población civil de San Salvador Atenco que llevaron a cabo militares y policías en mayo de 2006. Por boca de Alejandro Encinas, subsecretario de Derechos Humanos de la Segob, el gobierno federal dio su palabra en el sentido de que se dará cumplimiento pleno e íntegro a la histórica sentencia emitida a ese respecto por la Corte Interamericana de Derechos Humanos.

La real dimensión de dicho compromiso se aquilata mejor al recordar que dentro del fallo que nos ocupa se condenó al Estado mexicano a: I) realizar una investigación exhaustiva con perspectiva de género, II) llevar ante la justicia a los responsables intelectuales, y materiales, así como a los superiores jerárquicos a los que les resulte responsabilidad penal por cadena de mando, III) aplicar las medidas que sean necesarias para revertir las condiciones que facilitan la comisión de actos de tortura sexual y la represión por las fuerzas de seguridad.

Esa loable acción fue secundada con la puesta en libertad absoluta de tres indígenas originarios de San Pedro Tlanixco, Estado de México, quienes por más de 16 años  estuvieron presos por un crimen que no cometieron; es decir, fueron un número más en la larga lista de casos encuadrados en la abominable práctica de la fabricación de culpables.

 

Tal resistencia es a todas luces antijurídica pues vulnera el derecho de las víctimas.

 

Por su parte, el pleno de la Suprema Corte de Justicia de la Nación dio la nota al fijar un trascendental criterio interpretativo en torno a la difusión del contenido de las carpetas de investigación penal. Los jueces de jueces establecieron, por un lado, que no será dable reservar dato alguno en aquellos casos en los que se determine que se perpetraron crímenes de lesa humanidad o lesiones graves a los derechos humanos, y por el otro, que el Instituto Nacional de Acceso a la Información tiene atribuciones suficientes para definir en qué situaciones concretas se materializa esa condición específica.

Lo anterior se conjuga armónicamente con las solicitudes de perdón que el gobierno de la cuarta transformación hizo a las siguientes personas: I) la periodista Lydia Cacho, II) los padres de cinco jóvenes originarios de Playa Vicente, Veracruz, que fueron desaparecidos por policías estatales para ser entregados a la célula de un cartel, III) los familiares de los estudiantes del Tecnológico de Monterrey que fueron arteramente ejecutados por militares, IV) las víctimas de la persecución de lo que el presidente López Obrador calificó como el “pasado autoritario”.

El halagüeño panorama que hemos descrito puede verse ensombrecido si la Secretaría de Relaciones Exteriores insiste en no allanarse a la sentencia pronunciada por un juez de distrito dentro del juicio de amparo promovido por la familia Trujillo Herrera, en la que se ordenó efectuar el reconocimiento de la jurisdicción del Comité de Naciones Unidas contra la Desaparición Forzada para conocer de casos concretos.

Tal resistencia es a todas luces antijurídica pues vulnera el derecho de las víctimas a acudir a instancias internacionales como un recurso eficaz para poner fin a la impunidad crónica que acompaña a esta patología jurídica y política. Representa un inadmisible pelo en la sopa que contradice abiertamente el giro estratégico que se está dando en el campo de los derechos humanos.