Las elecciones parlamentarias del 9 de abril en Israel han dado el triunfo a Benjamín Netanyahu, el primer ministro, que inicia su quinto mandato como jefe de gobierno. Desde 2009 en el cargo, que había ocupado ya de 1996 a 1999, el mes de julio próximo superará en tiempo como premier a David Ben Gurion, padre fundador del Estado judío.

Los comicios, que debían tener lugar hasta el mes de noviembre, se realizaron hace unos días, primero, por la controversia, en el seno de la coalición gobernante, en torno a un proyecto de ley que deroga la norma que eximía del servicio militar a los ultraortodoxos, estudiantes de seminarios religiosos.

Netanyahu está, por otro lado, en situación comprometida ante el cúmulo de acusaciones que enfrenta, por soborno, fraude y abuso de confianza. Desde regalos de cigarros y champaña, ¡por montos de más de 250 mil euros!, hasta pagos ilícitos multimillonarios y regulaciones que, a cambio de coberturas mediáticas que le fueran favorables, expidió en beneficio de Bezeq Israeli Telecommunications Ltd, la compañía de telecomunicaciones más grande del país.

La elección confirmó –como si ello fuera necesario– la extraordinaria habilidad politiquera –innata y derivada de sus muchos años en la lucha política y la gestión de Estado– de Netanyahu, quien, se impuso a su único rival de peso, el general en retiro, Benny Gantz, al que se unió ex presentador de televisión y ahora político Yair Lapid –hay que señalar que Gantz cometió errores garrafales como el de no allegarse el voto de los árabes israelíes, el 20% de la población, resentidos con el primer ministro a raíz de la expedición de una ley que los discrimina.

Hay que precisar, sin embargo, que el partido Azul-Blanco –los colores de la bandera israelí–, de Gantz perdió la elección por solo 14 mil 489 votos menos que el Likud, de Netanyahu y que los porcentajes de la votación fueron 26.46 por ciento para éste y 26.13 por ciento para Azul-Blanco.

No obstante, el vencedor tendrá que coaligarse con otras formaciones políticas para gobernar, ya que no obtuvo el número y porcentaje de votos necesario para ello; y seguirá la tradición del parlamentarismo israelí, actualmente ¡con 47 partidos políticos!, donde nunca uno solo ha conseguido la mayoría suficiente para formar gobierno.

Las disposiciones que han indignado a la comunidad árabe israelí y otras minorías, se conocen como la ley del Estado Judío nación, que fue aprobada con el voto favorable de solo 62 de los 120 escaños de la kneset –el parlamento– y prescribe que el derecho a la autodeterminación en Israel quede reservado, en exclusiva, al pueblo judío. Por si fuera poco, Netanyahu la comenta, subrayando, que “el Estado de Israel no pertenece a todos sus ciudadanos, sino únicamente al pueblo judío”.

Tal reforma, a la que se opuso en su momento el presidente de Israel, Reuven Rivlin –no obstante ser miembro del Likud, de Netanyahu– constituye una flagrante y grave discriminación a los casi 9 millones de árabes israelíes –el 20% de la población– y a otras minorías como los cristianos y los drusos –que cada una constituye el 2% de la población. Una ley por la que el destacado periodista, ex oficial del ejército israelí Yoav Keret, pide perdón a “mis hermanos combatientes drusos porque nuestro gobierno, el mío y el vuestro, decidió destrozar la unión fraternal y de sangre entre nosotros…”

Estas elecciones y la reelección de Netanyahu tienen lugar en tiempos turbios para la democracia, no solo en Israel sino en el mundo. Tiempo de tramposos populismos de derecha y de izquierda, de incontenible polución de fake news, de la proliferación de Mesías de todas las tendencias, de hombres “fuertes” a los que se entrega “el pueblo”, de confesiones religiosas asaltando el poder. ¡Y de cómicos!

 

 

Cómicos –empiezo por estos– como el corrupto y confesional presidente guatemalteco, Jimmy Morales, uncido, por cierto, a la iglesia evangélica, ente siniestro que ya es cáncer terminal en muchos países y que impulsa el reconocimiento de Jerusalén, la Ciudad Santa, cuna y capital espiritual de las religiones del Libro, como la capital de Israel.

Volodymyr Zelenskl, cómico antiestabishment, flamantísimo presidente de Ucrania que promete rescatar a su mártir país de los políticos corruptos, ¿y de las garras del oso ruso? –pregunto. También Beppe Grillo, otro cómico, fundador del Movimiento 5 Estrellas, que con la fascista Liga, de Matteo Salvini, desgobierna Italia; gobierno-desgobierno al que Salvini agavilla con otras extremas derechas, para conquistar escaños e influencia en las elecciones del parlamento europeo, el 26 de mayo.

Netanyahu no es cómico, pero sí mesiánico, como Trump, Bolsonaro y otros gobernantes de Latinoamérica, Europa y demás continentes. Mesiánico y también hombre, líder, que se ostenta como “fuerte”. En agosto pasado declararía: “En Oriente Próximo (Medio para nosotros) hay una simple verdad: no hay lugar para los débiles, que son masacrados y borrados de la historia. Los fuertes, para lo bueno y para lo malo, sobreviven. Son respetados, y al final son los que hacen la paz”.

Hombre fuerte, como Trump y Putin, con los que, dice el prestigiado periodista árabe israelí, Marwan Bishara, vive una “prodigiosa historia de amor”, que inició con Trump desde la visita que le hizo, en septiembre de 2016, a la Trump Tower, en Nueva York. Entonces el experimentado político judío se convirtió –dice nada menos que Steve Bannon– en el “maestro de geopolítica” del novicio estadounidense.

Los flamantes amigos descubrieron coincidencias en temas como seguridad, migración y muros fronterizos –en Cisjordania y en México–, terrorismo e Islam. En que Irán y no Rusia es “nuestro” enemigo. Además, sería Netanyahu, según Vicky Ward, autora del best-seller Kushner, Inc., quien insistió al estadounidense que cortejara a Putin, con quien ya coqueteaba desde antes el estadounidense.

En cuanto a Putin y Netanyahu, Bishara dice que se aprecian y entienden. Que el israelí, además, sabe “venderle” su relación especial con Trump, consciente del interés de Rusia de que Washington le reconozca tanto su estatus de súper potencia como sus zonas de influencia. Es curioso –observa el propio Bishara– que mientras Trump y Putin solo han tenido una reunión “cumbre”, no precisamente exitosa y cuatro breves encuentros, Netanyahu sostuvo, en dos años, cinco exitosos encuentros con el estadounidense; y, en cuatro años, trece reuniones, igualmente exitosas, con el eslavo.

Tanto éste como el estadounidense hicieron una solapada campaña a favor de su “amigo” judío: Trump, porque, además de estar mudando su embajada a Jerusalén, avaló la anexión, por Israel, de las alturas del Golán sirio, que ocupan de facto los judíos. Putin, por su parte, días antes de las votaciones recibió al “amigo” en Moscú y le entregó los restos de un soldado israelí, desaparecido desde los años 80. Elocuentes expresiones, todas ellas, de apoyo a Netanyahu en el momento de las elecciones.

“Benyamín, Donald y Vladimir –sigue diciendo Bishara– son hombres blancos, viejos, nacionalistas populistas y machistas, con tendencia a la maldadtramposos… poseedores de recursos para actuar con toda impunidad… que detestan a Obama y todo lo que él representaba, ya sea el multiculturalismo y los ideales y la política exterior liberales”.

Trump ha hecho ostensible ese odio, tratando de destruir lo realizado por su antecesor en política extranjera, como el acuerdo nuclear entre Irán y los miembros permanentes –China, Estados Unidos, Francia, Reino Unido y Rusia– del consejo de seguridad de la ONU, más Alemania, del que desvinculó a Washington. Para regocijo y de acuerdo a los intereses de Tel Aviv y su primer ministro.

 

El mundo está siendo testigo de la llegada de cómicos y personajes mesiánicos a la política, quienes empiezan a ganar elecciones.

 

El trío Trump, Putin y Netanyahu “atrae e inspira a una nueva liga de hiper nacionalistas agresivos, que no piensan sino en términos de poder: el saudí Mohamed Bin Salman, el egipcio Abdel Fatah Al-Sissi, el brasileño Jair Bolsonaro y el húngaro Viktor Orban”.

Añado a ellos –con la salvedad de que no tienen el pasivo de asesinatos y represión del egipcio y del saudí– a gobernantes europeos y líderes de oposición que conspiran contra la actual Unión Europea, como el polaco Jaroslaw Kaczynski, el ya mencionado Matteo Salvini, y otros eurófobos emblemáticos, como la francesa Marine Le Pen, el holandés Geert Wilders y el británico Nigel Farage, propulsor del brexit, que vuelve a la política. Sin olvidar al indeseable e inexperto Santiago Abascal de Vox, partido fascista sorpresivamente llegado al escenario político español.

Netanyahu gobernará en coalición –colusión– con partidos de derecha, extrema. Seguramente se concertará con Nuestro Hogar, de Avigdor Lieberman, su exministro de defensa, violento opositor a la ley que obliga a los ultraortodoxos a hacer el servicio militar y con Judaísmo Unido por la Torá, que también rechaza la ley. Es asimismo previsible que Netanyahu gobierne en coalición con los partidos ultra Shas, Derecha Unida y Kulanu.

Le preocupa, pero no mucho, el pesado expediente de corrupción con el que carga, pues se ha asegurado el apoyo de sus socios al seguir avalando el establecimiento de colonias judías en territorios palestinos, y enterrar el moribundo proceso de paz con Palestina, que prevé la creación de dos Estados conforme a las resoluciones de Naciones Unidas –desde el plan de partición de la región de Palestina, de 1947– y al derecho internacional.

Quienes votaron por Netanyahu, probablemente el grueso de la población, consideran que su gobierno ha dado seguridad y estabilidad al país –a pesar de los problemas económicos, serios para el 20% de la población que puede considerarse pobre– y no se interesan en las reivindicaciones palestinas.

Claro que hay honrosas y no pocas excepciones –recuerdo a Rabin, a Simon Peres, a Amos Oz, y destaco a las actrices Natalie Portman y Gal Gadot, así como a la modelo Rotem Sala, enfrentadas al premier, principalmente por la ley del “Estado judío que pertenece en exclusiva al pueblo judío”.

 Para los analistas citados, Samy Cohen y Ofer Zalzberg, entre otros, el triunfo de Netanyahu ha implicado un retroceso de la democracia, cuya erosión se acelera. La paz, por el contrario, puede esperar –añaden.

El investigador israelí Ofer Zalzberg, del International Crisis Group, de Israel, dice, por su parte, que la opinión pública ha apreciado los “regalos” ofrecidos por Trump al primer ministro: el reconocimiento de Jerusalén como capital de Israel y reconocer al Golán como parte del Estado hebreo. En cambio –añade– esa opinión pública no ve actualmente de manera favorable la mencionada solución de dos Estados en el tema palestino.

Por esta razón y tomando en cuenta la tozudez y mala fe de Trump, repito que el tema palestino, enfocado a la solución de dos Estados, será enterrado. Habrá, en cambio, que esperar a conocer el plan de paz de la Casa Blanca –rechazado de antemano por el 79 por ciento de los palestinos, según encuestas de marzo– que han elaborado Jared Kushner, el yerno del presidente, el ex abogado del mandatario, Jason Greenblatt y el embajador estadounidense ante Israel, David Friedman, “tres judíos muy religiosos y cercanos a Netanyahu”.

¿Propondrá este plan un Estado de soberanía limitada (State Minus), cuyos habitantes tuvieran ciudadanía palestina, pero la soberanía –residual– sería israelí?, ¿a cambio de recursos multimillonarios provenientes de Estados Unidos y de sus leales socios entre los países árabes? ¿O se inclinará por la anexión lisa y llana de los territorios palestinos, otorgando a sus habitantes la nacionalidad israelí? ¿En este caso, no estaría Israel perdiendo su carácter judío?

Al lado de tan sombrías perspectivas respecto a Palestina, es de preverse un mayor hostigamiento a Irán por parte de la troika Washington-Tel Aviv-Riad. Uno de cuyos socios, Saudi Arabia, es un Estado represor –el brutal asesinato del periodista Jamal Kashoggi, en octubre de 2018, ordenado por el príncipe heredero saudí, Mohamed Bin Salman, es su carta de presentación.

Esta alianza impía –la califico– entre los enemigos judíos y saudíes tiene mucho mar de fondo, de una guerra fría en el serpentario del Medio Oriente, en la que también participa –no podría ser de otra manera– Moscú. Lo lamentable, en lo inmediato, es que el bando de Trump trata de destruir el convenio nuclear con Irán, significativo para la paz internacional. También –vuelvo al tema palestino– que uno de los costos, para los sunitas de la alianza impía, es el de posponer las legítimas aspiraciones palestinas a tener un Estado y la paz. Un costo que están pagando sin chistar.