“¿Dónde están, dónde están, nuestros hijos dónde están?”, “¡porque vivos se los llevaron, vivos los queremos!”, “¿por qué los buscamos?”, “¡porque los amamos!”, “¡únete, únete, que tu hijo puede ser!” Esas y muchas otras desgarradoras  y enérgicas consignas fueron lanzadas al aire durante el desarrollo de la octava marcha del Movimiento por Nuestros Desaparecidos. En el emblemático 10 de mayo, miles de abuelas, madres, hijas, esposas, padres e hijos de desaparecidos se hicieron presentes en las calles de una veintena de ciudades para exigir a las autoridades que cumplan con sus responsabilidades y encuentren a sus familiares. La determinación con que estos dignos y admirables seres humanos están procediendo es absoluta e irrevocable. Así quedó de manifiesto en las palabras vertidas por una de las participantes: “Ni crean que nos vamos a ir a llorar a nuestras casas”.

Al término de la marcha que tuvo lugar en la ciudad de México el obispo Raúl Vera hizo el diagnóstico de la causa de causas de esta tremenda patología: “Los miles de casos de desaparecidos que hay en el país son responsabilidad de una serie de gobiernos criminales que recurrieron a este delito de forma deliberada para usarla como una herramienta de control social con el fin de atemorizar a la gente”.

Tan severo juicio coincide con el reconocimiento efectuado por personeros del Estado mexicano durante el 172 período ordinario de sesiones de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, realizado hace unos días en Kingston, Jamaica. En dicho foro se dijo que la nación es una enorme “fosa clandestina” y que lo hecho en el pasado a este respecto fue una simulación.

El pronunciamiento de Alejandro Encinas, Subsecretario de Gobernación, en torno al tema no dejó margen a duda acerca de la línea estratégica a la que se ceñirá el régimen de la Cuarta Transformación: “El país vive una emergencia humanitaria y de violación de derechos humanos que requiere todo el peso del Estado para enfrentarlas. La herencia más dolorosa que ha recibido el nuevo gobierno es la que representan las desapariciones forzadas y los niveles de violencia que enfrentan las mujeres, niños y niñas. Hoy ésta es una plena responsabilidad del Estado que vamos a asumir y vamos a dar resultados”.

También admitió que estamos viviendo una “emergencia forense” pues existen más de 26 mil restos en los anfiteatros que están pendientes de identificación. Este inverosímil y escabroso asunto es ya parte de la agenda del representante de la Oficina en México del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos. En una carta enviada a la Comisión Interamericana hizo suyo lo previamente aseverado en el mismo sentido por el Comité contra las Desapariciones Forzadas. Igualmente recomendó la concertación y puesta en marcha de un mecanismo internacional de asistencia técnica y forense para el procesamiento e identificación de los cadáveres. Ello requerirá la cooperación del personal especializado de otros países, como antropólogos y arqueólogos forenses;  así como la participación de las familias, organizaciones de la sociedad civil e instituciones académicas.

La  horrenda tragedia denunciada durante la marcha del 10 de mayo y expresamente admitida por los representantes mexicanos ante el órgano protector de los derechos humanos en el ámbito interamericano constituye una colosal afrenta a la conciencia ética de la humanidad entera. La existencia de más de 40 mil desaparecidos y más de 25 mil cadáveres sin identificar implica un extraordinario desafío que es preciso encarar si se quiere insuflar vida al maltrecho paradigma del Estado constitucional y democrático de derecho.

El gobierno de Andrés Manuel López Obrador está obligado a cumplir la palabra comprometida a través de Encinas. Mientras ello no suceda seguirá vigente el desgarrador, el angustiante, el justo reclamo que reza: ¿Dónde están, dónde están, nuestros hijos dónde están?