Desde hace mucho tiempo se ha instalado el aforismo cínico de que toda autoridad que no abusa de su poder, termina desprestigiándose.

El asunto, de inmediato, puede provocar nuestras risas porque parece una broma. Parece que estamos haciendo la caricatura de un gorila caciquil, de esos de pueblo o de región aldeana, que hacen “de las suyas” con sus sufridos gobernados nada más para hacerles ver que ellos son los dueños del poder. Pero, en realidad, de lo que estamos hablando es de un asunto de la más complicada sofisticación en la política moderna.

Tampoco nos propondríamos defender ni, muchos menos, disculpar a tantos innombrables que han hecho lo que se les ha antojado con las normas, incluso constitucionales, a las que les juraron respeto y obediencia. Es claro que  nunca haríamos nada por disimular o absolver las suciedades de los Victoriano Huerta o de otros especímenes de su calaña, que le pusieron tremenda manoseada a las instituciones vivientes o institucionales.

Pero, en realidad, de lo que estamos hablando es de lo que algunos, sobre todo los dedicados al ejercicio y el análisis de la política real, que es la única en la que creemos, hemos venido considerando como un conflicto entre lo que consideramos dos de los seis factores del estado puro de poder.

Ello se refiere a la posible colisión en la que siempre están en riesgo la legalidad versus le efectividad. Trataremos de explicarnos en un breve espacio.

El gobernante moderno tiene dos mandatos supremos. Ellos son respetar la ley y propiciar el bienestar. Es decir, ser inocuos para no dañar los derechos de los demás pero, al mismo tiempo, ser idóneos para mejorar las condiciones de vida de sus gobernados. Hasta allí no pareciera haber problema alguno.

Pero resulta que no siempre esto es tan fácil. Porque, en muchas ocasiones, hacer lo que ordena la razón o lo que el pueblo demanda sólo se puede lograr si se pasa por encima o, por lo menos, por un lado de la ley.

Es por ello que, en muchas ocasiones, los sufridos ciudadanos piden que castren a los violadores, que empalen a los secuestradores o que les corten las garras a los funcionarios rateros. Pero nada de eso podría hacerse con pleno respeto a la ley. Por eso, el gobernante muy cumplido de lo legal suele dejar muchos pendientes en la seguridad, en la recaudación, en la corrupción, en la delincuencia o en la convivencia de unos con otros.

Por eso, suelen tantearlo y medirlo los oxiuros que llegan a darse cuenta de que no hará nada contra los ambulantes que estorban, contra los manifestantes que bloquean o contra los delincuentes que lastiman.

Y es entonces cuando al preferir la legalidad que la efectividad es cuando todos “se le montan” y lo usan de basurero, de escupidera o de mingitorio. Es decir, se desacreditan por no abusar de su autoridad y decepcionan a los que mucho esperaban de ellos. Es cierto que, adentro de todo ciudadano decepcionado, hay un ingenuo baboso pero también es cierto que, adentro de todo gobernante desprestigiado, hay un flojo, un cobarde o un perverso.

Hacer coincidir la legalidad con la efectividad no es fácil para los gobernantes medianos. Es el privilegio de los elegidos y, esos, han sido muy pocos en la historia de las naciones.

 

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