El día en el que se publique mi artículo estarán concluyendo las elecciones, del 23 al 26 de mayo, al parlamento europeo, con atribuciones legislativas y las de pronunciarse sobre acuerdos comerciales, de control de las instituciones de la Unión y de supervisión del gasto de los impuestos.

El parlamento que se elija tendrá también mucho que decir, decidir y legislar –en términos de sus competencias– en temas tan sensibles como la reforma del euro, la inmigración y el medio ambiente –principales preocupaciones hoy día de sus ciudadanos–; la ampliación de la Europa comunitaria; y también sobre ese sin sentido, que es el brexit.

Deberá apoyar las sanciones a gobiernos que atenten contra las libertades y los principios democráticos, valores esenciales de la Unión Europea y del Estado de derecho, o que no investiguen y castiguen la corrupción. Como ya lo hizo en el pasado reciente con Hungría, Polonia y Rumanía –aunque, lamentablemente, las sanciones se hayan reducido a amenazas.

 

El convenio México-Europa en suspenso

Corresponderá al parlamento que se elija ratificar el acuerdo de Asociación Económica, Concertación Política y Cooperación, de la Unión Europea con México que está en vigor desde el año 2000, ha sido objeto de ajustes –su modernización– y derivó ya, a fines de abril del año pasado, en un acuerdo “en sus contenidos generales”.

Las circunstancias, sin embargo, tienen en el limbo al acuerdo, debido a nuevos enfoques de política económica y regulaciones del recién inaugurado gobierno mexicano, que podrían retrasar su implementación. Pero además, porque ante la previsible irrupción de un número importante de partidos de ultraderecha en el nuevo parlamento europeo, ferozmente opuestos a la inmigración, pudieran objetarse las reglas del acuerdo, vinculadas al movimiento de personas con fines comerciales y al reconocimiento de diplomas y títulos profesionales.

 

Al asalto de Bruselas

Más allá de su importancia para el acuerdo con México, estos comicios son esenciales para el presente y el futuro de la Unión Europea, hoy cuestionada, desde su interior, por líderes, partidos y segmentos importantes de la sociedad civil de extrema derecha, eurófobos; y también cuestionada, por no decir atacada, en el escenario internacional, por otros Estados, poderes fácticos –factores reales de poder, diría Ferdinand Lasalle– y dirigentes políticos.

Para empezar, dependerá del resultado de estas elecciones parlamentarias, y de las negociaciones, que ya encaran los líderes y los barones de los partidos que previsiblemente obtengan una votación importante en los comicios, el nombramiento del nuevo presidente de la Comisión Europea, y de otros órganos clave, como el Consejo Europeo, el Banco Central Europeo y la Representación Exterior –ministro de relaciones exteriores– de la Unión.

Este reparto del poder en la Europa comunitaria tendrá diferencias respecto a las elecciones de 2014, pues las dos formaciones partidarias más importantes, el Partido Popular Europeo (PPE), la centro derecha, y el centro izquierda conformado por el Grupo de la Alianza Progresista de Socialistas y Demócratas (S&D), que en muchos aspectos actuaban de consuno y determinaban la política y administración de Bruselas, están perdiendo escaños –previsiblemente 32 el S&D y 41 el PPE– y, en consecuencia, se presenta un panorama distinto.

De todas formas son los líderes de estos partidos, el alemán Manfred Weber por los conservadores y el holandés Frans Timmermans por los progresistas, quienes llevan la batuta política en vísperas de elecciones. Concertando con otros del amplio abanico de grupos políticos del Parlamento Europeo –entre los que se encuentran unos comodines impresentables, como el Partido Brexit, del pestífero Nigel Farage o el Movimiento 5 Estrellas, italiano; pero también otros, honorables, como La Republica en Marcha, de Emmanuel Macron, y las familias políticas: los Verdes, los Liberales e incluso la Izquierda Unitaria Europea

Algunos analistas, en vista de los buenos resultados del PSOE en España y de la participación del Reino Unido en las elecciones europeas, que daría casi una veintena de escaños para los socialistas y ninguno para los populares, consideran muy factible que sea Timmermans el próximo presidente de la Comisión Europea. Después de decadas de pactar ambas formaciones puestos y políticas, que derivaron en un largo período de presidentes pertenecientes al Partido Popular: tres, uno de ellos el actual, Jean-Claude Juncker; y solo un interregno, el de Romano Prodi.

A diferencia de ese período, que fue de tranquila cohabitación entre conservadores y progresistas –PPE y S&D–, Timmermans y sus corrreligionarios están buscando alianzas en un amplio espectro de fuerzas políticas, “desde Tsipras –el primer ministro griego, que en 2015 enfrentó a la Unión Europea por cuestiones financieras– a Macron” –declara el holandés– y tienden ya la mano a liberales, verdes e izquierda unitaria europea.

La finalidad del Timmermans y del grupo S&D sería aislar a sus antiguos socios Populares y conformar una coalición bajo la batuta socialista. Quizá aspirando a repetir la era Jacques Delors (1985-1995) de reformas de fondo –la del mercado interior y la política de cohesión, por ejemplo. Un período de grandes y positivos avances, gracias a una brillante troika socialista: el propio Delors, François Mitterrand y Felipe González; y al no menos brillante conservador, Helmut Kohl.

 

 

Hacedores de reyes

Pero hay una variable a considerar en la presente elección: el apoyo que, “al final del día”, pueda otorgar Ángela Merkel a Weber, su correligionario, si tenemos presente que la canciller alemana ha declarado: como “un buen miembro del Partido Popular Europeo… (le) daré mi apoyo para que sea electo presidente de la Comisión”; aunque precisa, “si nosotros salimos como el partido más votado en los comicios”. Una hipótesis que, según otros analistas, es plausible, incluso si los populares obtuvieran solo 170 escaños y no los 216 con los que cuentan actualmente.

La mencionada variable debe completarse, en una Unión Europea bajo la batuta franco-alemana, al presidente francés, Emmanuel Macron, quien no esconde su hostilidad a la elección de Weber. Lo que anuncia un duro enfrentamiento entre Francia y Alemania, que, por otro lado, no ha sido el único que han tenido Macron y Merkel, leales adversarios amigos.

Pero la controversia entre los dirigentes galo y germana, no excluye posibles acuerdos en otros temas, prioritarios, entre otros el del medio ambiente, identificado como una  de las prioridades de la sociedad civil en Europa, la defensa y la política trasatlántica.

La explicación de esta política de Macron y Merkel, de disentir, incluso fuertemente en ciertos asuntos, pero también de estar de acuerdo en otros, se desprende de lo dicho por el mandatario galo, de que “Francia en Europa define sus ambiciones y enseguida construye un compromiso con Alemania, para avanzar. Esa es nuestra historia y el corazón de nuestra relación.” Y yo digo: esto es Política, en mayúsculas.

 

Los conspiradores diabólicos

Pero sea como fuere el reparto final de cargos de la cúpula de la Unión Europea, los partidos y líderes europeístas tendrán que enfrentar la amenaza de la Quinta Columna de euroescépticos y eurófobos, decididos a demoler, ahora a través del europarlamento –desde dentro– esta Unión o a desvirtuarla y construir otra Europa, de nacionalismos excluyentes y de ideología única.

Estos ideólogos y estrategas euroescépticos y eurófobos declaran estár determinados a resguardar la existencia de la “civilización europea”, que, “merced a la globalización, marcha fatalmente hacia su orientalización cultural, o sea, la islamización –Eurabia, la llamaron en una propaganda del partido Alternativa para Alemania– que “están imponiendo Macron, Merkel y Jean-Claude Juncker. Marcha también esta Europa –dicen los eurófobos– a la orientalización económica, con las exportaciones, inversiones; la hegemonía comercial de China.

La bestia negra de euroescépticos, eurófobos, de la variopinta ultraderecha, es la inmigración, los inmigrantes que “roban empleos, se benefician de la seguridad social y harán desaparecer demográficamente a la raza blanca” –un grito de alarma idéntico al de los ideólogos del supremacismo blanco estadounidense, basada esta alarma en groseras exageraciones sobre el número de migrantes que arriban a Europa– y a Estados Unidos.

Opuestos ferozmente a la inmigración y alarmados ante la supuesta islamización de Europa, no tienen escrúpulo alguno en sus relaciones con Putin, enemigo jurado, por buenas y malas razones, de la Unión Europea. El primer ministro húngaro, Viktor Orban tiene excelentes relaciones con él –y también fue recibido con desmedidos elogios por Trump– y tanto Matteo Salvini, vicepresidente italiano como Marine Le Pen, la emblemática ultraderechista francesa, dirigente de Reagrupación Nacional, han criticado con frecuencia las sanciones impuestas por la Unión Europea a Rusia. Y la última noticia, que cimbró al gobierno austriaco, fue el pacto secreto de colaboración ofrecido por el vicecanciller (vicepremier) Heinz-Christian Strache a una supuesta oligarca rusa.

Por su parte, el ultraderechista Jaroslaw Kaczinski, que dirige Polonia a través de un gobierno de marionetas, está rendido a los pies de Trump y de los Estados Unidos; como lo está el británico Farage y el Reino Unido pro brexit. Cortejando estos dirigentes europeos a Moscú o a Washington.

La danza de conspiradores habría de tener une epílogo triunfal con la manifestación del sábado 18 en Milán –con el Duomo de fondo– encabezada por Matteo Salvini y a la que asistió Marine Le Pen, el holandés Geert Wilders, también famoso eurófobo y otros personajes ultras; y en la que se vociferó contra el islam, la inmigración y los “tecnócratas de Bruselas”. Se coronó –coinciden los noticieros en la expresión– a Salvini como el hombre fuerte, el líder de la ultraderecha; sin embargo, el escandalo en el gobierno austriaco deslució el acto. Por cierto, dicho sea de paso, los ultras de Vox, el partido español están hasta ahora agazapados.

Por fortuna para la Unión Europea y para quienes creemos en ella, los partidos de ultraderecha y sus líderes no forman un bloque uniforme, sino una mezcolanza de extremismos, desde agrupaciones terroristas, dispuestas al asesinato –por ejemplo, a envenenar alimentos halal, que, como lo ordena el Corán, consumen los musulmanes– hasta las que se proponen entrar –o ya están– en el parlamento europeo, para destruir o desvirtuar a la actual Unión. En todo caso, y por fortuna –reitero–, no es factible la formación un fuerte grupo antieuropeo en el parlamento.

No hay que olvidar, sin embargo, que Salvini, intenta que Europa de las Naciones y las Libertades (ENF), su grupo, eurófobo, y el de Marine Le Pen, en el parlamento, asimile a los otros dos que también están en el parlamento: Grupo de Conservadores y Reformistas Europeos (ECR), donde se encuentran los ‘tories’ británicos y el partido nacionalist flamenco (N-VA) y Europa de las Libertades y la Democracia Directa (EFDD), con los diputados del UKIP. O sea, que la amenaza extremista sigue latente.

Al futuro o solo a la historia

La crisis que enfrenta la Unión Europea se debe a motivos similares a los de la crisis en otros países y otras latitudes: por ejemplo, la pobreza y la desigualdad, que laceran también a Europa –122.3 millones de pobres, el 24.4 por ciento de la población, según Eurostat–; la burocracia de Bruselas, que no ha sabido vender una buena imagen ni la marca Europa –un amplio segmento de la población se siente nacional de su país pero no se siente o no quiere ser europea: aunque esto cambia con los jóvenes–; la inmigración, cuyos riesgos para el continente se han magnificado y es, como dije, la bestia negra “que explota económicamente a los países y amenaza la cultura y la raza blanca”; el ADN dictatorial de gobernantes como Salvini y Orban.

La superación de la crisis y el futuro de la Unión Europea deben interesar en primera instancia a los europeos, pero también deben interesarnos a nosotros latinoamericanos –y caribeños. Por una parte, en virtud de que ante unos Estados Unidos erráticos bajo el desgobierno de Trump –que odia a la Unión Europea, de la que dice: “nos trata (a Estados Unidos) peor que China”– y las otras potencias mundiales: China, ¿Rusia, la India?, a la búsqueda de alcanzar sus objetivos de ser efectivamente potencias, solo la Unión Europea tiene el peso internacional suficiente para defender la democracia, el multilateralismo y el libre comercio, la convivencia internacional civilizada; así como para encabezar la batalla contra el calentamiento global.

Para evitar que el tratado nuclear con Irán se venga abajo –como pretende el perverso y frívolo presidente estadounidense. Quizá, también, para contribuir a la solución de conflictos como el de Venezuela –donde ya Noruega, país europeo, así como una delegación de la UE, de la que mi querido amigo el secretario de Estado español, Juan Pablo de Laiglesia, con quien concidí y trabajé en México y en Polonia es pieza importante– hacen labores de mediación entre gobierno y oposición. Una mediación en la que debría participar la diplomacia mexicana, como lo he sugerido reiteradamente, y no agazaparse en la doctrina Estrada.

Hay que reiterar, además, que América Latina y el Caribe compartimos cultura y valores con Europa –lo que hace ya largos años me lo recalcó Carlos Fuentes, en una charla de café, en Buenos Aires–, independientemente de que los intereses comerciales de México también estén en Asia y, por supuesto, tengamos vínculos comerciales y de geopolítica con Estados Unidos. Somos –me gusta citar a Alain Rouquié– el Extremo Occidente.

La Unión Europea –concluyo– habrá de fortalecer su futuro y ampliarlo geopolíticamente, incorporando a los países balcánicos, en una primera etapa a Montenegro y Serbia. ¿Será factible, además, revivir el proceso de admisión de Turquía, con Erdogan en el poder?; ¿y qué con Ucrania? Hay que tener presente que el espacio que abandona la Unión Europea es copado por China, Rusia, las monarquías del Golfo y una Turquía que no forme parte de la Europa comunitaria.

Hay que tener presente que la Unión Europea quiere ser el futuro y no solo una historia.