“Libertad es siempre la libertad
del que piensa distinto”
Rosa Luxemburgo
Para asignar el titulo a estas líneas, tomé prestado el que José Fuentes Mares impusiera a su “Nueva guía para descarriados”. En ella, el historiador plantea reivindicar en la buena comida y el buen vino a aquellas generaciones de clase alta, educadas en el extranjero que habían perdido sus heredados refinamientos, al trocar la buena comida y el vino por el “fast drink” y el “quick lunch”. Hoy, las nuevas generaciones, mucho mejor comunicadas e informadas, precisan –desde mi punto de vista– de una guía que les oriente en ciertos términos que cada vez aparecen con mayor frecuencia en el debate nacional: Dictadura, Totalitarismo, Fascismo. Pretendo, asimismo, apercibir con algunas luces a aquellos que se ven atraídos, de manera creciente en los más diversos países, hacia las corrientes extremas, tanto de izquierda como de derecha, ahora en forma de neofascismo o neonazismo. Parte de las ideas que aquí expreso provienen de un reciente artículo publicado en la Revista Siempre (14 de abril de 2019).
En esta ocasión, parto del observado hecho de que la división social que el nuevo gobierno de Andrés Manuel López Obrador parece finalmente haber implantado en el discurso político nacional –en un incansable esfuerzo de diaria repetición–, dos bloques antagónicos cada vez mejor caracterizados, mediante la asignación de motes, epítetos y calificativos de fácil entendimiento y arraigo en el colectivo común. En la visión maniquea del discurso oficial, los protagonistas han quedado bien perfilados: por un lado, los progresistas, y, por el otro, los conservadores. Los primeros –ya se sabe– describen a los segundos como fifís, neoliberales, hipócritas, explotadores, cómplices, entre otros apelativos; los segundos –los conservadores, quienes, por cierto, son minoría e incluyen a los medios formales de comunicación–, advierten de la aparición de signos y hechos preocupantes que inducen a pensar estamos en el camino de una dictadura, de un régimen totalitario o de un esquema fascista en ciernes. Pudieran, o no, tener razón; lo importante en estas líneas es acercarnos al significado y origen moderno de estas formas de gobierno, y lo que para la libertad del individuo significan.
Así, entonces, habría que ver cuáles son algunas de las características más emblemáticas de los regímenes que, de manera genérica, llamaré “fascistas”, recurriendo para ello a Benito Mussolini, creador del esquema fascista en la Italia de marzo de 1919 (hace ya 100 años). Dichos rasgos o características podemos resumirlos en los siguientes ejes o pilares: concentración absoluta del poder; repugnancia por los poderes autónomos; desconocimiento de las organizaciones políticas ciudadanas; adopción y sometimiento ideológico de la Nación al pensamiento fascista; abolición de la libertad de expresión; un partido (en este caso, el Partido Nacional Fascista) que no se concibe como tal, sino como “movimiento”, en donde la soberanía no reside en el Estado, sino en el Partido; un sistema que está basado en la exaltación de los mitos; las medidas y acciones de corte populista; y, finalmente; un liderazgo mesiánico convencido de que será un hito en las páginas de la historia universal. Además, según los estudiosos del tema, las condiciones mínimas para la instauración de un régimen fascista serían “la existencia de una masa crítica y con cierto grado de desarrollo institucional, urbano e industrial. Se requiere, asimismo, de una crisis política, generalmente acompañada de una crisis económica” (Javier Wimer. Nueva Política, 1976).
Pudiera parecer al lector que los rasgos que arriba señalo como típicos del Estado fascista, son un acomodamiento amañado de frases y palabras con la intención de ajustar los postulados de este esquema, a semejanzas que el lector pudiera atribuir al momento que estamos viviendo en México. Nada más alejado de la verdad. Todo cuanto aquí expongo tiene una base documental e histórica comprobada y comprobable.
Cuando digo que el Estado fascista asumió como premisa la concentración absoluta del poder, me baso en lo que el propio Duce postuló en octubre de 1925, en su famoso discurso de la Scala de Milán: “nada fuera del Estado, todo dentro del Estado y nada, absolutamente nada en contra del Estado”. En su defensa de la causa de la Revolución Fascista, el Duce acabó haciéndolo todo, dictándolo todo y nombrándolo todo” (José Campillo Sainz, Esquema del Estado Fascista.1939).
La repugnancia a los poderes autónomos –que mencionaba anteriormente– sería otro rasgo distintivo de los sistemas totalitarios, en tanto éstos no toleran la existencia de otras autonomías frente a la suprema autonomía del Estado ni de ordenamientos jurídicos independientes frente al ordenamiento jurídico del Estado fascista; además, “las autonomías son contrarias a la unidad, unidad que es condición sine qua non de la dictadura” (op. cit.). Para el Estado fascista, una de las autonomías que más aborrecía el fascismo mussoliniano eran los Poderes Legislativo y Judicial, pues no reconocía más Deber Ser que el de su propia autoridad. “La Cámara de Diputados, exclamaba el Duce, nunca fue de mi gusto, pues al fin y al cabo es anacrónica desde su mismo titulo …Y presupone un mundo que nosotros mismos hemos demolido… es (entonces) perfectamente concebible que un Consejo Nacional de las Corporaciones sustituya totalmente a la actual Cámara de Diputados”, lo cual así sucedió. Consecuentemente, Mussolini –basado en la ley de 31 de enero de 1926– delegó la sanción de las leyes en el Gran Consejo del Fascismo, al que Mussolini le nombró sus miembros y les fijaba el orden del día. Así, el Parlamento fue sustituido por la Cámara de los Fascios y de las Corporaciones. Tres años antes, el Poder Judicial ya había sido víctima del poder supremo del dictador, autorizando al Gobierno (Decreto de 5 de mayo de 1923) para destituir sin previa sentencia judicial a cualquier juez del Tribunal Supremo, entre otras razones, (porque) “se pusieran en contradicción incompatible con la política general del gobierno”.
El rechazo a las organizaciones políticas ciudadanas (partidos políticos, asociaciones, sindicatos, líderes de opinión) los sustituyó empoderando a los incondicionales de la filosofía y praxis fascista, anulando así las libertades públicas e individuales. En el decreto de 28 de febrero de 1928, cualquier noticia o declaración contra un fascista quedó totalmente prohibida; a los críticos se les llamó “vulgar descamisado” o “alma rastrera de criminal potencial”. Dejó, por tanto, de existir la libertad de asociación, de pensamiento, de enseñanza y de prensa; a los periodistas se les obligó a seguir un criterio apegado al pensamiento gubernamental hasta el extremo de obligarlos a escribir “en estilo fascista”.
El fascismo, decíamos, nace como un “movimiento” (lo cual comparte rasgos comunes con el nacimiento del nazismo). En su etapa Institucional (ley de 9 de diciembre de 1928), se crea el Gran Consejo del Fascismo que consagra el Partido único y totalitario. Al caso dice Panunzio (Lo Stato Fascista): “Es el que obra y combate (…), es institucional, dictatorial, totalitario y único”. El propagandista se inspiraba en lo que años atrás proclamara Mussolini (Popolo de Italia,1915) ante sus seguidores: “…puñado de hombres que representan la herejía y tienen el coraje de la herejía”, pero, a quienes ya incorporados al Partido, les impondría un juramento: “Juro seguir sin discutir las órdenes del Duce y servir con todas mis fuerzas y si es necesario con mi sangre la causa de la Revolución fascista”. Quienes tuvieron el coraje de la herejía habrían de someter su libertad al dogma, al mito y a la doctrina de un hombre.
La Cuarta Transformación podría tomar el camino de otros tantos regímenes totalitarios que acabaron fracasando, o tal vez no.
Tal era la devoción de las huestes fascistas que, como lo llegara a concluir Harold Laski (La Liberté), pensaban que “…mi verdadera libertad es una sujeción permanente al Estado, un sacrificio tan completo como sea posible de mis tendencias particulares a sus designios que me sobrepasan. (…) En suma –les criticaba Laski–, yo no seré completamente libre más que cuando esté completamente impregnado del sentimiento de mi subordinación”. Como se puede apreciar, el esquema del Estado fascista guarda una moral, un credo, una liturgia, un dogma y un misticismo. El Duce decía: “quien en la política religiosa del fascismo se ha detenido en consideraciones de mera oportunidad, no ha entendido que el fascismo, más que un sistema de gobierno, antes que nada, es un sistema de pensamiento” (E. Ludwing. Coloquios con Mussolini). Tal parece que había una “moral” de la inmoralidad. En “La Doctrina Fascista” de Mussolini sitúa a la política en primer rango dentro de las disciplinas éticas y la piensa como una infraestructura de toda la vida moral; construye, por así decirlo, una constitución supra legal que, aunque moral, se juega la vida quien la incumple.
Decíamos que otra característica del fascismo, y tal vez su vital músculo, lo era el populismo. En este andamiaje político, filosófico y organizativo, como era de esperarse, las grandes masas se convirtieron en un movimiento populista, alentado por las promesas de grandeza, de reivindicación y aún de venganza. Sólo les faltaba un líder que formulara el discurso apropiado, sencillo, entendible, provocador, y en el que se viera reflejado el pueblo llano, para entregarse en cuerpo y su alma a una causa encarnada en una persona: Benito Mussolini. En su momento, Hitler, Stalin, Franco, y muchos más, tomaron la misma senda. Este fenómeno, cabe señalar, ha sido ingrediente común de todas las dictaduras, las antiguas y las modernas. En el caso de Italia, “La élite primitiva –dice Campillo Sainz– estuvo compuesta por todos los que defendían la causa fascista, quienes se precipitaban en tropel a inscribirse en el Partido, porque ello significaba enormes privilegios”; más tarde, únicamente se admitió a los inscritos en las organizaciones juveniles, que pasaban a formar parte de la Milicia Voluntaria para la Seguridad Nacional, a las órdenes del Jefe de Gobierno.
Sentimiento mesiánico
Para terminar con esta sucinta descripción de los rasgos que –desde mi modesta opinión– mejor reflejan los regímenes totalitarios, dictatoriales o fascistas, habría que agregar uno más consistente en el sentimiento generalizado de reivindicación que existía en el pueblo italiano y de sus líderes, abonado por un momento histórico recién vivido durante la Gran Guerra y su ineficaz conclusión contenida en el Tratado de Versalles. Desde la proclama del fascismo en 1919, hasta bien avanzada la Segunda Guerra Mundial, Mussolini y el pueblo italiano mantuvieron un sentimiento mesiánico que les conducía a creer eran el Pueblo Elegido, la Grecia de Pericles, la Roma de los Césares, los hombres del Renacimiento, los genios de la Ilustración. Estaban ciertos que la transformación que estaban llevando a cabo no podía menos que quedar inscrita en las grandes páginas de la Historia Universal. Con sólo ser de esa manera y en ese momento –pensaban–, ya trascendían.
Espero que con lo hasta aquí dicho, pudiera el lector coincidir conmigo que todo esquema totalitario, cualquiera que sea su particular expresión, abraza, en su líderes y panegiristas, un deseo de poder absoluto; la integración de todo ente individual, colectivo e institucional, en un “todo” en manos de un gobierno, de un partido y/o de una persona; a anteponer los fines a los medios; a concebirse a sí mismos como protagonistas y los designados para escribir la historia; a sustituir la razón y la crítica por el dogma y la consigna. Quienes apoyaron –y apoyan– estos regímenes, generalmente les invade un sentimiento de identidad; de protección paternal; de misticismo; de entrega; de reivindicación; de esperanza, y, en ocasiones, de revancha, venganza y justicia colectiva. Conviene, a estas alturas, hacer una distinción entre Estado fascista y el totalitario.
En las dictaduras, el orden jurídico queda relegado a la autoridad del dictador quien no ve ningún límite legal a sus decisiones. En el Estado totalitario, en cambio, éste absorbe todas las actividades dentro de la órbita estatal: todo es el Estado y todo está subordinado a sus fines. Una robusta dictadura generalmente termina en un régimen totalitario.
Atestiguar la 4T
Lo expuesto anteriormente podría no tener ningún sentido, más allá del informativo, didáctico o, simplemente, evocativo, si no intentáramos un comparativo con aquellos hechos y circunstancias que vieron nacer el Estado fascista, con los dichos y hechos de gobierno que estamos atestiguando, encaminados todos ellos a lo que se ha denominado Cuarta Transformación. Intentaré mi más neutral y objetivo análisis.
Advierto, pues, que, lo que nos pareció un temprano (y tempranero) discurso presidencial, afectado todavía por el frenesí de las campañas políticas que le precedieron, se esté convirtiendo en una constante que plantea un enfrentamiento de clases sociales, acudiendo al método –entre otros– de llamar a cada quien por su nombre, ya sea de manera personalizada o figurativa, dejando claro quiénes son los enemigos a vencer. En esta nueva lucha de clases que ahora se nos plantea,
presupone que hay “buenos” y “malos”. Que una vez caracterizados unos y otros, ya sea por su nivel económico, social y/o educativo (fifís, conservadores, neoliberales, unos; chairos, progresistas, transformadores, los otros), abre la posibilidad de distinguirlos a simple vista, y si, además, se les asigna un adjetivo o epíteto desde la cúpula del poder, queda resuelto el problema de tener que definirlos racionalmente, pues basta identificarlos por su sola apariencia o posición social. En ese momento –y es justo por el que estamos atravesando– el mero adjetivo ya nos dice si nos estamos frente a un amigo o enemigo, a un malo o a un bueno, a un conservador o a un progresista. Incluso, la sola apariencia (la facha) ya es suficiente para saber con quién estamos hablando y el tono en el que deberemos de hablarle: retador, condenatorio, amenazador, intimidatorio; o, emotivo, conciliador, indulgente, compasivo, solidario. A tal grado ha llegado esta caracterización, que el debate se podría llevar a cabo a base de emoticones o emojis; esto es, los ideogramas, el más primitivo de los lenguajes.
Lo preocupante de esta forma de comunicación social es que estamos pasando, del pensamiento racional al irracional; del juicio al prejuicio; del conocimiento y la verdad sabida, al dogma y a la doctrina; de la conciliación y la mediación, a la imposición, el autoritarismo, al enfrentamiento. Piénsese tan sólo cuando a alguien se le llama judío, islamita, cristiano, infiel, migrante, homosexual o gitano, fuera de su frágil contexto o entorno, fue –y sigue siendo– motivo (que no razón) para que su contrario o detractor adquiera una bandera, un objetivo y un plan para eliminar al contrario. Sobre esta lógica, la imagen del “adversario” está iluminada por la ceguera, ceguera que es resultado del prejuicio, de la consigna, del dogma y la doctrina, del juicio sin razón, en donde ya no es necesario pensar, sino sentir y actuar. Cuando la comunicación social adopta un mensaje irracional, emotivo o delirante, toma vigencia la frase: “quien pronuncia discursos incendiarios, siempre provocará incendios”.
Una consecuencia que avizoro en el proceso enfrentamientos y descalificaciones que estamos viviendo, lleva implícito un demérito de la figura del ciudadano común (depositario de derechos y obligaciones, poseedor de una credencial para votar), a favor de un ente abstracto denominado “pueblo”, y al que se la ha querido dar una existencia individualizada, como persona de carne y hueso, resultando inevitable equipararlo –y tal vez, sin querer– con el pobre, el marginado y, en la mayoría de los casos, el ignorante, siendo “pueblo” una expresión que pudiera ser hasta peyorativa, por mucho que se le quiera endulzar su miseria con el apelativo de “pueblo sabio” (decía Fernando Benítez en las charlas que presencié con José Iturriaga, que no pocas veces los indígenas que entrevistaba le decían que hablar de la riqueza de sus costumbres, tradiciones y estilos de vida, no hacía sino recordarles la miseria y sufrimiento en el que han vivido ancestralmente, nada de lo que pudieran estar orgullosos o felices). Pues es a este “pueblo”, y no al Ciudadano (así, con mayúscula), al que se le consulta en las formas más tropicales para decidir la construcción de un aeropuerto, de un ferrocarril o si se debe dar respuesta a los atropellos del señor Trump; o se acude al oráculo de los chamanes (1º de diciembre de 2108) y a la Madre Tierra para decidir los destinos de la Patria. 1)
Piénsese, además, si acciones como la designación de los llamados “Superdelegados” en las entidades federativas, el encono contra las entidades autónomas como la CRE, el IFAI, la Suprema Corte de Justicia o BANXICO, la anulación de un precepto constitucional por medio de un memorándum; la acusación, juicio y condena sumaria de empresa y empresarios; en la asignación directa de grandes obras y adquisiciones gubernamentales; piénsese si los 2.6 millones de becarios que traspasarán las puertas de grandes empresas no serán sino caballos de Troya que a una sola orden podrá imponer el autogobierno en la dirección de las mismas; la descalificación de la prensa y periodistas que osan opinar distinto al Jefe del Ejecutivo; piénsese en las humillantes correcciones de que son víctimas los miembros del Gabinete en el manejo de sus cifras y atribuciones; piénsese en quien dice que la Justicia está por encima de la Ley, y se erige en el “jurisdictor”, en el que decide qué es justo, en el justiciero, sin acudir a un juez y a un debido proceso que lo determine.
Esto y más pueden ser simples coincidencias hermenéuticas, conceptuales, o de transición en un régimen que apenas empieza; coincidencias quizás con los rasgos que al inicio he descrito como los inicios y consolidación de los regímenes totalitarios que, todos sin excepción, terminaron en grandes fracasos y que, en el caso de Europa, exterminaron a no menos de 60 millones de seres humanos y otro tanto en la China de Mao.
Concedo que pueden ser coincidencias. A la realidad del presente hay que darle oportunidad de que se pronuncie, que tome cuerpo e identidad; hay que darle tiempo. Los paralelismos, semejanzas, premoniciones y significados que observamos en el México de hoy bien pueden ser meras coincidencias.
O tal vez, no.