El 6 de diciembre del 2005, la valiente periodista Lydia Cacho Ribeiro fue detenida en Cancún y trasladada en automóvil a la ciudad de Puebla. A lo largo del trayecto, así como en las oficinas de la procuraduría local y en las bartolinas donde fue alojada, sufrió torturas psicológicas y físicas, tocamientos e insinuaciones sexuales, amenazas de muerte y violencia verbal y física. Su “delito”: haber denunciado en el libro “Los demonios del Edén” la existencia de la abominable práctica de la pederastia prevaleciente en la zona.

A catorce años de esa traumatizante experiencia, la llama de la verdad, la justicia y las reparaciones integrales finalmente fue avivada por el Comité de Derechos Humanos. En una resolución sin lugar a dudas constitutiva de una paradigmática opinio iuris del derecho internacional de los derechos humanos, ese órgano del sistema universal de Naciones Unidas ordenó al Estado mexicano: I) realizar una investigación imparcial, pronta y efectiva sobre los hechos, II) procesar, juzgar y castigar a los responsables, III) otorgar a la periodista una compensación adecuada, IV) adoptar las acciones pertinentes para evitar ataques análogos en el futuro.

Lo que le sucedió a Lydia no fue una mera aberración coyuntural. En el 2014, el relator de la ONU contra la Tortura, Juan Méndez, consignó en el informe resultante de su visita oficial a México que la tortura es una práctica generalizada que se manifiesta a través de detenciones arbitrarias, asfixias, descargas eléctricas y violencia sexual. Lo anterior fue rechazado categóricamente por el gobierno de Peña Nieto. Además, en un muy imprudente lance se dio curso a un inédito diferendo diplomático con el otrora Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos, el cual desembocó en la salida del relator y el surgimiento de un veto implícito que hasta la fecha ha impedido el regreso de la misión. Méndez reiteró su percepción en un reciente encuentro académico que tuvo lugar en el auditorio Benito Juárez de la Facultad de Derecho de la UNAM: “México tiene niveles intolerables de impunidad en materia de tortura y violaciones a los derechos humanos”.

El tema ha vuelto a aflorar a la superficie con la fuerza del magma de un volcán en erupción. Ello ocurrió en el seno del período 66 de sesiones del Comité  de la ONU contra la Tortura, instancia internacional conformada por 10 expertos independientes a la que compete el examen periódico del proceso de instrumentación de las obligaciones emanadas de la Convención sobre la Tortura. El juicio del relator para México, Diego Pinzón, fue demoledor: “No obstante los avances en materia de legislación, el Comité debe anotar que sigue existiendo una alta incidencia de tortura y malos tratos en el Estado parte. De acuerdo a la encuesta practicada, el uso de la tortura en todos los centros penitenciarios es endémico. También ocurren abusos en centros de salud, psiquiátricos, centros de detención migratoria y centros de menores. A ese contexto generalizado de tortura y malos tratos se suma el clima de impunidad imperante”.

Tal conclusión coincide en plenitud con el informe sombra que más de 120 organizaciones de la sociedad civil presentaron al Comité. Ahí se asienta que la tortura ha sido una práctica recurrente, sobre todo desde que se emprendió la militarización de la seguridad pública ya que los miembros de las fuerzas armadas son quienes más han incurrido en violaciones graves a los derechos humanos, lo que se demuestra con las 148 recomendaciones emitidas a ese respecto por la Comisión Nacional de los Derechos Humanos.

Reconocer públicamente la gravedad y extensión de la práctica de la tortura y otros tratos crueles, inhumanos y degradantes, es un paso que el gobierno de la cuarta transformación está obligado a dar a fin de estar en posibilidad de combatir eficazmente esa tremendamente preocupante patología política y jurídica.