Para los abogados, hay leyes que están dotadas de mucha lógica mientras que hay otras que van a “contrapelo” con el buen razonar. De entre éstas últimas pueden tomarse las leyes fiscales, mismas que casi siempre van contra el más elemental sentido de lo común. Son de las más recias contradicciones al raciocinio, viven en el absurdo y hasta en el error.

Sin embargo, hay otros códigos que están hechos sobre una base más o menos coherente. No digo que sean el portento del pensamiento luminoso pero tampoco pretenden contradecirlo o ningunearlo. Esas leyes gozan de sentido lógico que es, también, el ingrediente más importante de la buena política.

Se dice que las leyes civiles, mercantiles y penales, entre muchas otras, están hechas para personas lúcidas. Pero, para lo que nos ocupa, tomemos una norma que es bien modesta pero no es tonta. Me refiero al reglamento de tránsito.

Esta normatividad pretende regular el tránsito vehicular y peatonal con seguridad y con agilidad. Todo ello bajo una fórmula de sensatez, como debiera ser toda la política.

Es por eso que muchos aforismos y consejas del quehacer político están formulados con el léxico del reglamento vial. Todos hemos escuchado recetas como “no invadir otro carril”, “respetar los límites”, “atender las señales”, “conceder el cambio de luces”, “pasar uno y uno”, “no rebasar por la derecha”, “no pasarse los altos” o el más socorrido de todos, “no meterse en sentido contrario”.

Quienes circulan en su automóvil o circulan en la política respetando los reglamentos, llevan a su favor mucho de seguridad y de efectividad. Claro que siempre hay cafres con un volante o con un cargo que se destruyen y, de paso, destruyen a otros.

Dicen las leyes viales que el que ya está dentro de una glorieta tiene preferencia de paso sobre aquellos que apenas pretenden incorporarse a ella. Dicen las leyes políticas que el que ya está dentro del sistema de poder tiene preferencia sobre aquellos que apenas andan rogando para que les den una oportunidad.

Alguna vez, el Presidente Adolfo Ruiz Cortines recibió a unos jovencitos veracruzanos que habían hecho la cita anticipada y un viaje muy sacrificado para venir a verlo. El secretario privado, Salvador Olmos, les advirtió antes de pasarlos al despacho presidencial, que la agenda estaba muy cargada y que no se tomaran más de diez minutos del tiempo del mandatario.

Ellos se esforzaron por ser obedientes pero el anfitrión no tenía por qué serlo. De esa suerte, Olmos entraba constantemente a la oficina, se paraba detrás de don Adolfo y les hacía señas enérgicas para que ya se retiraran.

A ese presidente no se le escapaba nada así que, cuando ya llevaban cerca de dos horas conversando, les preguntó por qué cuando entraba el secretario, ellos se tensaban. Los muchachos le informaron de la orden recibida. El Presidente les dijo que ellos estaban allí adentro y que Olmos estaba allá afuera. Que él debería estar nervioso, pero no ellos. Que él estaba sufriendo y que ellos estaban gozando. Que siguieran platicando y que nunca se olvidaran de ese consejo.

Al despedirlos les dijo, sonriendo, “nos divertimos mucho charlando y le pusimos una chinga a Salvador Olmos”.

En efecto, ellos tenían la preferencia de estar con el jefe y aquel tenía que aguantarse, respetando esa preferencia.

Así son las calles y así es la política.

w989298@prodigy.net.mx

twitter: @jeromeroapis