Recientemente, el presidente de la República, al hablar del enorme bagaje cultural de México, echó mano de unas de las frases mejor concebidas por ese gigante de la cultura que fue don José E. Iturriaga, quien decía “…cuando en México ya existía la primera universidad de América y la primera Casa de Moneda, en la isla de Manhattan todavía pastaban los búfalos”. Es cierto que cuando Iturriaga acudía a este argumento –y que repitió en artículos, ensayos, libros y, sobre todo, durante las memorables charlas que dispensaba a propios y extraños–, en parte lo hacía para exaltar, sí, esa herencia cultural que dio acceso a México al conocimiento occidental, formando un crisol único en donde se fundieron las culturas indígena y la europea, no sin sus sinsabores y el avasallamiento de una sobre la otra. Quien utilice, por cierto, esta feliz frase para exaltar el tesoro cultural de que somos depositarios debería tener al menos un sentido de reconocimiento a quien los hizo posible, los españoles, antes que exigirles un perdón Urbi et Orbi por las “atrocidades” de la Conquista. Nunca sobra la congruencia ideológica.

Como quiera que sea, hoy es más urgente que nunca releer (o leer) la obra de José Iturriaga, pues cuando él decía que en esa época los búfalos seguían pastando en la Gran Manzana, era para demostrar las abismales diferencias entre una nación y otra. Aun cuando fue un incansable estudioso del pueblo norteamericano (tradujo de su peculio las memorias del Congreso de los Estados Unidos desde su independencia, con la sola intención de encontrar las voces favorables a México, que siempre han existido y que hoy tanto hemos descuidado y desperdiciado), la síntesis de sus investigaciones las vació en el último de sus libros: “Ustedes y Nosotros”, (UNAM; 2006). El texto se presentó en una singular ceremonia en la Casa del Lago, en la que participaron Porfirio Muñoz Ledo, Juan Ramón de la Fuente, Fernando Solana, Rodolfo Echeverría, Javier Wimer y quien esto escribe.

Iturriaga en esa ocasión nos volvió a transmitir su permanente preocupación: Estados Unidos, el inevitable vecino, nace y se mantiene como un país expansionista, dominante, prepotente e imperial. Durante la vida independiente de ambos países, México perdió más de la mitad de su territorio, mientras los Estados Unidos lo incrementó 74 veces, a 9.6 millones de kilómetros cuadrados.

Tener presentes las lecciones de José Ezequiel Iturriaga es constatar que los búfalos ¡siguen pastando en Manhattan! Y que, aunque se muevan de sus torres de Nueva York a Washington, no dejan de arrasar con todo a su paso, “en esa desigual asociación –dice De la Fuente– entre la única potencia del planeta y una economía emergente como la nuestra”. En una apretada síntesis de 40 “diferencias” entre México y los Estados Unidos, Iturriaga señala los constantes problemas de la frontera común: “Allá los crean –dice– y aquí los padecemos”. El reciente acuerdo migratorio-comercial que nos fue impuesto por el presidente Trump, el pasado 5 de junio, nos deja a las claras que ese país sigue siendo el mismo de siempre. Nosotros en cambio, sí que hemos cambiado; un ejemplo: “nuestros vecinos han tenido una sola constitución con poco más de 40 enmiendas; nosotros, 10 constituciones con más de 700 reformas. En 10 maneras, refiere Iturriaga, hemos intentado constituirnos en un Estado de derecho”. No será remoto que en poco tengamos la undécima Constitución, y me pregunto ¿alguna vez tendremos un Estado de derecho pleno o tendremos un plenipotenciario jurisdictor del derecho y la justicia?

Si algo concluía don José de sus profundos y bien informados conocimientos del México independiente –y de aquí su valía–, es que ha sido la desunión y el enfrentamiento interno de los mexicanos lo que nos ha dejado en este estado de vulnerabilidad, que nos ha postrado, no una, sino muchas veces, ante potencias extranjeras, sobre todo de nuestro vecino del Norte. Los diferendos fundacionales de México, sobre todo en el primer siglo de nuestra vida independiente (liberales o conservadores; federalismo o centralismo; iglesia o gobierno; república o imperio; laicismo o catolicismo; empresa privada o intervención del Estado; guerra de castas o lucha de clases), aún no han sido resueltos, no obstante una revolución social (la de 1910) que apuntaba a normalizar nuestra vida democrática. No, no solamente parecen no estar resueltas nuestras diferencias, sino que incluso están siendo nuevamente exaltadas, invitando al rechazo y al odio popular hacia las clases medias y altas, de suyo más educadas y, por tanto, acusadas de conservadurismo. Podríamos estarnos asomando a la barbarie y sinrazón de los movimientos populistas, repitiendo los errores del pasado.

Yo invitaría a nuestro políticos y gobernantes a que lean completo y concentrados; que lean a Iturriaga. En las lecciones por él bien aprendidas, nos deja sus mejores recomendaciones para los mexicanos: “La actual discordia generalizada –nos dice en su texto de 2006– puede convertirse en una guerra fratricida, justo ahora que estamos más expuestos que nunca al afán expansivo y cercano”. Su aserto sigue vigente; los Estados Unidos no cambian. La fortaleza de nuestro vecino es su consistencia histórica; nuestra debilidad es la falta de ella. Tampoco sus presidentes cambian. Cuando habla de Reagan (“presidente que divagaba en sus respuestas incoherente y confundido”), lo describe como “ese César maquillado desde su época de actor, deuteragonista (actor segundón) en los filmes y ascendió a protagonista de la Historia Universal por distracción y apatía de sus conciudadanos que lo eligieron” ¿Alguna diferencia –pregunto al lector– con Donald Trump?

Cierro estas líneas con el exhorto del irremplazable José Iturriaga:

“¡Urge exhumar la concordia por bien enterrada que esté! O que parezca estar. ¡Revivamos la fraternidad entre los mexicanos, pues sólo así sobreviviremos en un mundo que parece haber extraviado la cooperación orientada al progreso humano universal!

Sólo reitero: espero que nuestros gobernantes hayan leído, completo y concentrados, los autores que citan.