Las violaciones graves a los derechos humanos constituyen la mayor de las afrentas a la dignidad de las personas. Es por ello que a partir de la sentencia dictada por la Corte Interamericana de Derechos Humanos en torno a la matanza de una decena de jóvenes ejecutada por el grupo paramilitar “Colina” en el suburbio de Barrios Altos, Perú, se ha establecido que en tales circunstancias no son procedentes la amnistía, el indulto, la prescripción o la caducidad, ni ninguna de las excluyentes de responsabilidad previstas en el derecho penal nacional.

Las víctimas de esas atrocidades gozan de cinco prerrogativas jurídicas fundamentales: verdad, justicia, reparaciones integrales, garantías de no repetición y preservación de la memoria histórica. No obstante su enorme relevancia, la última es la menos desarrollada jurisprudencial y doctrinariamente. Está esbozada en la normatividad de la ONU conocida como “Conjunto de principios para la protección y promoción de los Derechos Humanos mediante la lucha contra la impunidad”, texto en el que se dispone: “el Estado tiene el deber de la memoria a fin de prevenir contra las deformaciones de la historia que tienen por nombre el revisionismo y el negacionismo; en efecto, el conocimiento, para un pueblo, de la historia de su opresión pertenece a su patrimonio y como tal debe ser preservado”.

En el derecho comparado existe un loable ejemplo de lo que significa transportar a la realidad el derecho humano que nos ocupa. Nos referimos a la paradigmática Ley de la Memoria Histórica aprobada por el parlamento español en el año 2007, la cual tiene por objeto “reconocer y ampliar derechos a favor de quienes padecieron persecución o violencia, por razones políticas, ideológicas o de creencia religiosa, durante la Guerra Civil y la dictadura”; y promover su reparación moral y la recuperación de su memoria personal y familiar.

México tiene un marcado déficit en esta asignatura, particularmente en lo que atañe a los crímenes de Estado que perpetrados el 2 de octubre de 1968, el 10 de junio de 1971 y durante la inefable “guerra sucia”. Ciertamente, se han llevado a cabo acciones impregnadas de un claro espíritu justiciero, pero han resultado insuficientes para dar forma a una política de Estado centrada en la memoria de las víctimas.

En ese contexto, cabe mencionar la inscripción de la leyenda alusiva al heroico Movimiento Estudiantil del 68 en los muros de honor de las cámaras alta y baja del Congreso federal, la modificación de la Ley sobre el Escudo, la Bandera y el Himno Nacionales a efecto de declarar el 2 de octubre como fecha de luto nacional y el levantamiento de sendos monumentos en honor del activista guerrerense Rosendo Radilla Pacheco y de las jóvenes trabajadoras masacradas en el campo algodonero de Ciudad Juárez.

El vacío en comento está en vías de ser llenado. El gobierno de Andrés Manuel López Obrador ya está tomando cartas en el asunto y puso en marcha el trascendental proyecto denominado “Sitios de Memoria: Verdad, Memoria, Justicia, Reparación y no Repetición”. Como primer paso, coincidente con el aniversario número 48 del criminal ataque desplegado por los “Halcones” contra los estudiantes congregados en San Cosme, en el sótano del edificio sede de la entonces Dirección Federal de Seguridad, ubicado en la calle de Circular de Morelia 8,  acaba de ser instalado el Memorial a los Desaparecidos de la Guerra Sucia.

En el tenebroso sitio en el que tuvieron lugar los más viles actos de tortura y el más absoluto desprecio a la dignidad humana, ahora se reivindica el derecho a saber la verdad, se preserva la memoria colectiva y se difunden las historias de vida de quienes fueron masacrados en forma similar a lo ocurrido en las sangrientas dictaduras del cono sur.

Tal acción ha sentado las bases que permitirán dar cauce a otras medidas igualmente pletóricas de un hondo simbolismo. Memoriales similares deben ser erigidos, entre otros, en el área del Campo Militar Número Uno en la que tenía su base la nefasta Brigada Blanca, en las instalaciones militares de San Miguel de los Jagüeyes, en donde, según lo declarado por el ex soldado Zacarías Osorio Cruz ante un tribunal canadiense, se fusilaba a opositores políticos; y en el inmueble de la calle de Tlaxcoaque en el que operaba la tristemente célebre DIPD en los tiempos de Arturo “El Negro” Durazo.

Dignificar a las víctimas del terrorismo gubernamental es uno de los muchos caminos que hay que recorrer para apuntalar el maltrecho Estado Constitucional y Democrático de Derecho.