En la porción normativa emergida de la trascendental reforma a la Carta Magna vigente a partir del 11 de junio del 2011, el artículo 1º constitucional preceptúa que todas las autoridades, en el ámbito de sus competencias, tienen la obligación de promover, respetar, proteger y garantizar los derechos humanos, de conformidad con los principios de universalidad, interdependencia, indivisibilidad y progresividad.

De lo anterior se colige que los órganos del Estado son los responsables directos de la preservación y efectiva observancia de las prerrogativas jurídicas inherentes a las personas por el sólo hecho de ser tales. Para lo cual deben adoptar las medidas que permitan crear las condiciones sociales, económicas, políticas o de cualquier otra índole, a fin de que las personas sometidas a su jurisdicción puedan disfrutar en plenitud de los derechos y las libertades.

Sin embargo, también existen otros sujetos obligados en orden a ese objetivo estratégico. En la Declaración sobre el derecho y el deber de los individuos, los grupos y las Instituciones de promover y proteger los derechos humanos y las libertades fundamentales universalmente reconocidos -aprobada por la asamblea general de la Organización de las Naciones Unidas el 9 de diciembre de 1998-, se dispone que toda persona tiene el derecho y el deber, individual o colectivo, de promover la protección y realización de los derechos humanos y las libertades fundamentales en los planos nacional e internacional.

Así pues, los vínculos en materia de derechos humanos son tanto verticales como horizontales y ello les atribuye una naturaleza omnicomprensiva, es decir, abarcan la totalidad de las relaciones humanas. De ahí que el deber de respetar las garantías primigenias de la dignidad humana igualmente tiene que imperar en el microcosmos de los nexos de particular a particular, incluyendo los espacios propios de la actividad empresarial.

A ese respecto, es preciso destacar la existencia de los denominados “Principios Rectores sobre las empresas y los derechos humanos”, aprobados el 16 de julio del 2011 por el Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas. Su propósito nuclear es conceptualizar a las unidades empresariales como un nuevo sujeto destinatario de la obligación de respetar los derechos humanos y hacerlas responsables de la identificación, prevención y atención de los posibles impactos que sus actividades pueden conllevar en este campo específico.

Sin duda se trata de un preclaro paradigma humanitario del siglo XXI que goza ya de reconocimiento internacional. Ha sido acogido por la Corte Interamericana de Derechos Humanos y la Organización de Estados Americanos. Asimismo está reflejado dentro de las llamadas “Directrices de la OCDE para las Empresas Multinacionales”, donde se recomienda a las empresas la asunción de un firme compromiso corporativo, el diseño de un proceso de debida diligencia y la implementación de mecanismos de reparación de las vulneraciones a derechos humanos que causen sus procesos productivos.

México no puede ser ajeno a esa poderosa ola, con tintes de tsunami. Así lo entendió la CNDH y por ello acaba de emitir la Recomendación General 37 “Sobre el respeto y observancia de los derechos humanos en las actividades de las empresas”. Constante de 300 páginas y desglosada a lo largo de siete capítulos, este documento parte de tres premisas categóricas: i) la obtención de ganancias económicas es perfectamente compatible con el apego a los derechos humanos, ii) en las empresas debe imperar la cadena de valor de derechos humanos, esto es, en cada eslabón de la secuencia de actividades que tienen lugar durante el proceso de producción se deben respetar los derechos humanos, iii) las empresas tienen la carga de la prueba de que las personas que participan o intervienen en la cadena de valor económico conocen y no violan los derechos humanos.

Esta histórica recomendación de la CNDH es digna de aplauso y merece el más decidido apoyo institucional y ciudadano, entre otras razones, porque representa la semilla de una genuina revolución cultural a la que deberán ceñirse todas las empresas públicas y las empresas privadas en general, especialmente las que cotizan en bolsa y las que mantienen una relación con el Estado.