“… una mujer inteligente y perspicaz
criada en el seno de la Iglesia católica y romana
pero que… no creía
que las vírgenes pudieran ser madres
ni que los muertos salieran de sus tumbas,
pero que vivía con la certidumbre
de que los débiles heredarían la tierra… “

Paul Auster, 4321

La Religión –del latín religare, que se traduce lazo– es el vínculo entre el hombre y Dios, o los dioses. Aunque Ortega y Gasset prefiere identificar religioso como “escrupuloso, el que no se comporta a la ligera, sino cuidadosamente”, calificativo que –sigue diciendo el filósofo– “se opone a negligente.”

La Religión, sin embargo, no es una. Se ha multiplicado en las muchas que han acompañado a los seres humanos durante la historia. Unas dejan aportaciones a la humanidad, aunque desaparezcan. Otras perviven, evolucionan o no. Más de una ha estado presente y ha conducido –si así puede decirse– la historia de la civilización, de una de las civilizaciones aparecidas en el mundo.

En el caso de Occidente, este nuestro mundo ha estado marcado por el cristianismo, y de manera destacada por la iglesia católica, cuya influencia es significativa en la construcción de códigos morales y de los valores de la sociedad occidental; y por supuesto, para bien y para mal, en la historia.

Bien dice el historiador José Antonio Crespo en el libro Historia del cristianismo, tomo I, El legado de Jehova, que “desde el imperio romano, la Historia ya no se entiende sin la presencia de la iglesia católica. Las confrontaciones entre reyes, el alto clero, los Papas –añade– son fenómenos políticos”.

Aunque la religión, por supuesto, no ha sido la única fuente de valores de la civilización. No lo ha sido en Occidente, donde no solo Tomás de Aquino y Lutero influyen, sino también son influencia, por contraste, los enciclopedistas del siglo XVIII, como Voltaire y Rousseau, críticos feroces de la iglesia y del Estado; y –sigamos con los contrastes– los jacobinos, estatólatras.

En otros mundos la religión está igualmente presente como fuente de valores y legitimadora del poder: el budismo, el hinduismo y el islam, para mencionar las confesiones religiosas más notables al lado del cristianismo –católicos y la multiplicidad de confesiones protestantes, evangélicas, etc.–, y del judaísmo, fuente de la que se desprende la religión de Cristo.

 

Omito referirme in extenso al budismo y al hinduismo, aunque hago notar que los mundos en los que se asienta una u otra creencias llegan a ser escenario de violencia vinculada a ellas. Como el caso de los rohingyas, musulmanes de Myanmar, país de mayoría budista, privados de nacionalidad y obligados a huir, en cientos de miles, al extranjero. O el de los uigures, etnia también de musulmanes, de China, a los que el gobierno de Pekín está confinando en prisiones, “campos de reeducación” –afirma.

Mención especial merece la religión musulmana que, detrás del cristianismo, es la que tiene más adeptos en el mundo y es, además, la de más rápido crecimiento, como se aprecia en los siguientes datos y pronósticos del prestigioso Pew Research Center: en 2010 había 2 mil 170 millones de cristianos y mil 600 millones de musulmanes, y para 2050 aumentarán, a 2 mil 920 millones el número de cristiano y a 2 mil 760 millones los seguidores de la religión de Mahoma.

El islam es hoy –y hace largo tiempo– piedra de escándalo en el mundo. Porque en el nombre de esa religión y al grito de ¡Alahu akbar! (¡Alá (Dios) es grande!), fanáticos asesinan y siembran el terror en muchos países, nutriendo a los medios de noticias dramáticas, terrible, que dan lugar a condenas indignadas.

Hay que hacer notar, sin embargo, que los medios y comentaristas internacionales dan amplia cobertura a los atentados que tienen lugar en Occidente y en el mundo no musulmán, pero poco espacio y menos comentarios a los atentados que suceden en países musulmanes. A pesar de que el mayor número y consecuencias más letales de estas acciones terroristas tienen lugar en naciones islámicas y contra comunidades musulmanas. Irak, Afganistán y Pakistán, por ejemplo, han sido escenario del 60 por ciento de los ataques. Mientras que en Europa y los Estados Unidos las estadísticas consignan números y porcentajes de ataques y víctimas sustancialmente menores.

El terrorismo islámico, con la firma de Daech, Al-Qaeda o de cualquier transnacional de la yijad, y los gobiernos que lo financian, como Arabia Saudí, dan visibilidad mundial al extremismo y al odio y opacan, lamentablemente, al islam tolerante que practican muchas comunidades y gobiernos como los de Marruecos, Túnez, otros países árabes y no pocos del África subsahariana.

Durante mis seis años como embajador en países subsaharianos y en Marruecos he convivido con ese islam, al que se refirió el rey Hassan II cuando le entregué mis cartas credenciales como embajador de México. El monarca se refirió, además, con respeto, a “las religiones del Libro: judaísmo, cristianismo e islam”.

Los crímenes del estado islámico –Daech– hoy sin territorio, pero ordenando por internet a sus adeptos que siembren el terror, provocan el rechazo, cuando no el odio, a las comunidades musulmanas, de origen pakistaní, marroquí, argelino, turco, etc., que habitan pacíficamente en Europa –apenas el 5 por ciento de la población de ese continente– Estados Unidos, Latinoamérica y otras latitudes. Musulmanes ciudadanos de a pie: obreros, trabajadores del campo y en los servicios, pero también personalidades, como el actual alcalde de Londres, dos mujeres elegidas en la cámara de representantes de Estados Unidos y una eurodiputada por Francia.

La islamofobia, agravada por el terrorismo islámico y fake news interminables, que daña seriamente a las colectividades musulmanas, está hoy presente, con fuerza, en más de un gobierno y partido político europeo y en el mismo parlamento europeo recién electo. Está produciendo, también, terrorismo y crímenes, un terrorismo blanco. A título de muestra, recuerdo el asesinato de 77 personas, por Anders Breivik, en julio de 2011 en Noruega; y los ataques de Brenton Tarrat a mezquitas de Christchurch, Nueva Zelanda, este mes de marzo, con un saldo de 50 muertos.

La religión judía, el judaísmo, que ha dado innumerables aportaciones en el pensamiento, el arte y la cultura al mundo, es también falseado por fanáticos y objeto de manipulación por personajes maquiavélicos como Benjamín Netanyahu, el primer ministro israelí -hoy por cierto en la cuerda floja como político. Se violan los derechos humanos de israelíes no judíos –alrededor del 20 por ciento–, convirtiéndolos en ciudadanos de segunda en su país, porque “el Estado de Israel –lo dispone la ley fundamental reformada y lo subraya Netanyahu– no pertenece a todos sus ciudadanos, sino únicamente al pueblo judío”. Se violan los derechos del pueblo palestino y el derecho internacional, negándose a reconocer a Palestina como Estado, viviendo en paz con el Estado de Israel.

Esta apresurada reseña de las religiones en Occidente, me sirve de contexto para hablar de la iglesia –o iglesias– cuya feligresía en América Latina crece exponencialmente y es poderosa política y económicamente también en Estados Unidos. Vinculada, además, por creencias y objetivos terrenales, con Israel: me refiero a las iglesias evangélicas en sus diversas denominaciones y variantes, por ejemplo, pentecostales y carismáticas.

De la presencia de los evangélicos en América Latina, destaco, en primer término, el caso de Brasil, primer país católico del mundo, donde, sin embargo, alrededor del 22 por ciento de la población, según datos de 2010, es ya de confesión evangélica –la experta Lamia Oualalou cree que para 2030 ambas religiones tendrán el mismo número de fieles–. Una confesión con no pocos de sus ministros disponiendo de amplios recursos económicos y un importante poder mediático.

Los evangélicos prestaron apoyo a Lula durante su gobierno; sin embargo, en 2016 votaron en el congreso a favor de la destitución de Dilma Rousseff. Ahora apoyan –ungieron– al presidente Jair Bolsonaro, quien, nacido católico, se convirtió a este credo, “hoy más rentable”, y sigue a pie juntillas sus reaccionarias tesis homofóbicas y anti aborto. Es comentario popular que la mitad del gabinete del presidente es de militares y la otra mitad de evangélicos.

De paso, antes de referirme a otro bastión latinoamericano de estas iglesias: Guatemala, hago notar que fueron los evangélicos quienes inclinaron del lado del “no” el resultado del referéndum sobre el acuerdo al que, después de arduas negociaciones, habían llegado el gobierno y las FARC en Colombia, para dar fin a más de cincuenta años de violencia.

El crecimiento de los adeptos a estas confesiones es impresionante en el caso de Centroamérica. Según el Latinobarómetro, (con datos de 2014) Honduras cuenta con 41 por ciento de evangélicos y 47 por ciento de católicos, Guatemala con 40 por ciento de evangélicos y 47 por ciento de católicos y Nicaragua con 37 por ciento de evangélicos y 47 por ciento de católicos, etcétera.

El caso guatemalteco es emblemático, pues los evangélicos están presentes en la vida del país desde los años 60 del siglo pasado, a través de la evangelización llevada a cabo por los pentecostalistas estadounidenses. Durante la guerra civil (1960-1996) y especialmente en la dictadura de Efraín Ríos Montt, militar y ministro de la llamada Iglesia Pentecostal de la Palabra, los católicos eran sospechosos de seguir la Teología de la Liberación, o sea, de apoyar a la guerrilla comunista, mientras que quienes se convertían al pentecostalismo quedaban libres de tal sospecha y de la cárcel y la muerte.

Mesiánico y cargando sobre sus espaldas innumerables sentencias a muerte dictadas por tribunales durante su gobierno, en 2013 Rios Montt fue condenado por un tribunal a 50 años por genocidio y a 30 más por crímenes de lesa humanidad. Sin embargo, la corte de constitucionalidad anuló la sentencia.

Hoy el país centroamericano tiene de nuevo un presidente que es pastor evangélico –y ha sido cómico de televisión–, Jimmy Morales, que está promoviendo una amnistía para los crímenes de lesa humanidad cometidos durante la mencionada guerra civil.

 

El elemento religioso es uno que influye en el desarrollo de gobiernos y de la sociedad en su conjunto. En nuestro país, se han dado recientemente ejemplos de esto.

 

El mandatario, por otra parte, ha chocado con la Comisión Internacional contra la Impunidad de Guatemala (CICIG), creada en 2006 en acuerdo con la ONU y que ha desmantelado 60 organizaciones criminales, impedido la comisión de miles de homicidios y logró la destitución y aprehensión del presidente de la república, Otto Pérez Molina, acusado de corrupción. El choque, que se ha traducido en obstáculos a la acción de la CICIG y en declarar a su jefe, el colombiano Iván Velásquez, persona non grata e impedir su ingreso a Guatemala, se debe a que la CICIG acusa al hijo y al hermano de Morales de lavado de dinero.

Me interesa, por último, mencionar respecto a Guatemala, que, en congruencia con las tesis de evangélicos y en una maniobra hábil de servilismo, Morales imitó a Trump y decidió trasladar de Tel Aviv a Jerusalén la embajada guatemalteca. Con ello se ha ganado al “amigo americano”, que habrá de apoyarlo ante la eventualidad de un enfrentamiento con la CICIG.

En torno al tema de la cacareada mudanza a Jerusalén de la misión diplomática estadounidense, la destacada analista Esther Shabot dice que la decisión de Trump no se ha debido a “criterios geoestratégicos o de simpatía especial por causas judías”, sino a motivos meramente electoreros: seguir contando con el voto de los 80 millones de evangélicos de Estados Unidos, ellos sí “comprometidos con fervor mesiánico al regreso del pueblo judío” a Jerusalén.

¿Y qué pasa en México con los evangélicos? El candidato López Obrador, como se sabe, concertó una alianza, a efectos de aumentar el caudal de votos en la elección presidencial y de otros poderes, con el partido evangélico Encuentro Social y su líder Hugo Éric Flores, personaje proteico y tramposo, quien había sido asesor del presidente Zedillo y de Calderón, intentó serlo de Luis Videgaray, y hoy es delegado –superdelegado– de programas de desarrollo del Gobierno federal en Morelos. En premio a su apoyo a Morena y al presidente López Obrador.

También se suponen vínculos, cordiales –¿y de cooperación?– del gobierno de López Obrador con la iglesia de La Luz del Mundo, que se considera pertenece a la rama evangélica, aunque no se autodenomina como tal. Fue fundada en Guadalajara en 1926 por el religioso Eusebio Joaquín González, quien la dirigió hasta su muerte, heredando a su hijo, Samuel Joaquín Flores, la dirección, que, a la muerte de éste, en 2014, pasó a manos de su hijo Naasón Joaquín García.

 

Esta congregación fue noticia recientemente porque celebró el 50 aniversario de su líder con un concierto de ópera en Bellas Artes, dando lugar a controversia, por considerarse que el homenaje de una iglesia a un líder religioso, nada menos que en Bellas Artes, violaba las leyes que salvaguardan al Estado Laico. Controversia en la que más de uno se rasgó las vestiduras, tratando de justificar el evento y defendiendo a La Luz del Mundo de “la intolerancia católica”.

Cuando la polémica parecía disiparse, este 4 de junio se difundió la noticia de que el líder –“Presidente Internacional” o “Siervo del Señor”– Naasón Joaquín García, fue detenido en California, Estados Unidos, acusado de 26 delitos, entre otros pornografía infantil y violación de menores. Fue detenido con dos mujeres, presuntamente cómplices de tales delitos.

Independientemente de la gravedad de los actos delictivos de los que se acusa al líder de La Luz del Mundo, lo que importa verdaderamente es que ni esta congregación ni cualquier otra sean toleradas –y peor aún, estimuladas– en la comisión de acciones que vulneren al Estado laico y al laicismo que debe privar en la conducta del gobierno y de los gobernantes en el ejercicio de su cargo. Después de una lucha secular, fratricida entre los mexicanos, nadie tiene derecho de volver hacia atrás la historia. Y no es deseable tampoco que Occidente, nuestra civilización, la eche para atrás.