Con la expedición del memorándum de fecha 16 de abril pasado de parte del Presidente de la República, por virtud del cual deja sin efecto la normatividad, fundamental y secundaria, relacionada con la educación y pretende que prevalezca la justicia sobre la ley, se volvió a plantear, con otras palabras, el tema de la jerarquía normativa: en caso de conflicto entre dos leyes, una de índole natural y otra positiva ¿cuál de las dos debe prevalecer?
El Presidente de la República ha dicho que debe prevalecer la justicia sobre el texto de la ley positiva, aun tratándose de la propia Constitución Política.
El memorándum y las declaraciones presidenciales replantean viejos temas; traen a colación el alcance que debe tener la protesta que, en términos del artículo 87 constitucional, rindió ante el Congreso de la Unión de cumplir y hacer cumplir la Constitución y las leyes que de ella emanan. El texto de la protesta no da pie para suponer que la justicia debe prevalecer sobre las leyes. Hasta ahora todo indicaba que la justicia, como valor, deriva de la aplicación y correcta interpretación de las leyes.
El tema de la jerarquía normativa –pues a eso se reduce la cuestión– fue planteado, en forma dramática, en el sentido de que fue parte de una tragedia, de un drama, por Sófocles en su obra Antígona. No se afirma que él haya sido el primero que hizo el planteamiento. Sólo se reconoce que él lo hizo en una tragedia y que ésta, por el tema planteado, adquirió resonancia universal.
Con posterioridad Eurípides retomó el tema, aunque con diferente título: Fenicias; en ella aparecen los mismos personajes que presentó Sófocles.
Antecedentes y contexto
Los mitógrafos y trágicos griegos no están de acuerdo en muchos detalles de la trama, pero sí lo están en que Antígona fue hija de Edipo; como también lo eran Eteocles, Polinices e Ismene. Fueron hijos incestuosos, ya que Edipo, por designio del Destino, mató a su padre Layo y se casó con Yocasta, la esposa de éste, que era su madre.
En la expedición argiva conocida como de los Siete, Polinices, encabezando un ejército de extranjeros, atacó Tebas, ciudad en que había nacido y de la que había sido rey su padre; la ciudad era defendida por un ejército bajo el mando de su hermano Eteocles, rey del lugar, que contaba con el apoyo de su tío Creonte y de las autoridades de la ciudad. En el enfrentamiento murieron los dos frente a la séptima puerta de Tebas
Los trágicos difieren respecto de quién fue el autor de la orden de no sepultar los cadáveres de los invasores como pena a su crimen. Esquilo, en su tragedia Los siete contra Tebas, la atribuye a un Consejo del Pueblo de la ciudad (1005 y siguientes); Sófocles, que sigue en orden cronológico, hace responsable de la orden a Creonte (Antígona, 7 y siguientes). Eurípides en su tragedia Fenicias, afirma que la orden la dio Eteocles, rey del lugar (1647).
Quien haya sido el autor de la orden, es evidente que:
De conformidad con las leyes y la costumbre del lugar, estaba legitimado para disponer, como pena a sus crímenes, que los cadáveres de los invasores no recibieran honras fúnebres;
Aunque la orden era terrible para la mentalidad de un griego de la época, estaba justificada, por cuanto a que iba encaminada a disuadir a los invasores; La misma orden tenía como objetivo inhibir todo tipo de colaboración o simpatía de los tebanos, hacia un enemigo que amenazaba con tomar la ciudad, acabar con la vida de sus habitantes y destruir sus bienes.
En ese contexto, Creonte, o quien haya sido el responsable de la observancia de la orden, no hizo más que cumplir con su deber, lo que es digno de ser reconocido; mucho más meritoria es su acción, si se toma en cuenta que él sobrepuso los intereses de su ciudad, a los intereses o vínculos familiares; dispuso el sacrificio de su propia sobrina, hija de su hermana, por haber desacatado un mandato proveniente de una autoridad legítima; denotó, con ello, que siempre debe prevalecer el interés publico sobre el privado.
Las razones para que se haya dispuesto tan drástica orden son contundentes: “… a este cadáver de Polinices se ha decretado arrojarlo fuera y dejarlo insepulto como botín para los perros, porque hubiera sido el destructor de este país de los cadmeos, si un dios no se hubiera opuesto a su lanza. Aunque no haya logrado su intento por haber muerto se habrá ganado la mancha que constituye la ofensa que hizo a los dioses de nuestros abuelos. Los ofendió al lanzar al ataque un ejército de gente extranjera con que intentaba conquistar la ciudad” (Esquilo, Los siete contra Tebas, 1012 a 1020).
El alegato de Antígona para justificar su desacato es deleznable; lo es a pesar de lo que alegan los iusnaturalistas: “No pensaba que tus proclamas tuvieran tanto poder como para que un mortal pudiera transgredir las leyes no escritas e inquebrantables de los dioses. Éstas no son de hoy ni de ayer, sino de siempre, y nadie sabe de donde surgieron. No iba yo a obtener castigo por ellas de parte de los dioses por miedo a la intención de hombre alguno” (Sófocles, Antígona, 451 a 459).
En el fondo del problema que plantean Esquilo y Sófocles hay dos derecho naturales encontrados. Tanto lo es el que invocan las autoridades de Tebas, que alegan que con el ataque se ofendió “… a los dioses de nuestros abuelos”, como el que alega Antígona, en el sentido de que los mismos Dioses han dispuesto un ritual para dar sepultura a un ser humano.
Mucho se ha escrito respecto de los problemas que plantea la tragedia Antígona de Sófocles. Los iusnaturalistas toman la actitud de la heroína como la correcta. Ella consideraba que sobre la ley de los hombres existe algo superior: la ley que deriva de los Dioses o de la naturaleza humana.
En esta materia se olvida el texto y se ignora el contexto en que se desarrolla la trama de la tragedia. Quienes así proceden arriban, de manera “lógica” a la conclusión de que en caso de conflicto entre ambas leyes, debe prevalecer lo que ellos llaman la ley natural.
Esquilo afirma que la orden de no rendir honras fúnebres a un traidor provenía de los Dioses, por lo mismo, iba con la naturaleza de ellos y de los hombres. Sófocles sostiene que el mandato de dar honras fúnebres también provenía de los Dioses.
En ese contexto, Antígona, como heroína de una tragedia, no es un buen ejemplo para realzar la supremacía de la ley natural sobre la ley positiva.
El tema plantea algunas interrogantes: ¿es dable a todos juzgar de la legitimidad de una constitución, ley u orden? y, en función de ese juicio individual ¿es admisible que todos puedan decidir qué ley acatar y cuál no obedecer? ¿es dable a todos o a alguien afirmar que Dios dio una orden en tal o cual sentido? ¿es válido que alguien, para hacer o no hacer lo que dispone una ley, se base en un libro sagrado o inspirado por una Divinidad?
Los que son cristianos la tienen difícil para conciliar las objeciones de conciencia, para no acatar tal o cual disposición de la autoridad, por considerarla contraria a una ley natural o una ley de Dios. Esto es así si se toma en consideración lo que el apóstol Pablo dice en la epístola a los Romanos:
“Sométase toda persona a las autoridades superiores; porque no hay autoridad sino de parte de Dios, y las que hay, por Dios han sido establecidas.
De modo que quien se opone a la autoridad, a lo establecido por Dios resiste; y los que resisten, acarrean condenación para sí mismos.
“Porque los magistrados no están para infundir temor al que hace el bien, sino al malo. ¿Quieres, pues, no temer la autoridad? Haz lo bueno, y tendrás alabanza de ella;
“Porque es servidor de Dios para tu bien. Pero si haces lo malo, teme; porque no en vano lleva la espada, pues es servidor de Dios, vengador para castigar al que hace lo malo.
“Por lo cual es necesario estarle sujeto, no solamente por razón del castigo, sino también por causa de la conciencia” (cap. 13 vs. 1 a 5)
El apóstol, autor de la carta a Los Romanos, en su afán de congraciarse con las autoridades romanas, que era una de sus características, por haber generalizado y no haber hecho distinciones, ordena se dé obediencia tanto a lo que mandan las autoridades legitimas, como a lo que ordenan las tiránicas; tampoco distingue entre órdenes justas e injustas.
Hay que tener presente que la Carta a Los Romanos fue escrita entre los años 57 y 58, cuando era emperador romano Nerón, que lo era por derecho hereditario, por lo mismo era una autoridad legítima. Lo que el apóstol aconseja, sin distinguir, es un absurdo:
Según la lógica del apóstol se debe partir de supuesto que Nerón era una autoridad de parte de Dios y establecida por Dios; que sus mandatos, por provenir de una autoridad puesta por Dios, eran parte del derecho divino, derecho natural; por lo mismo, ningún cristiano se podía oponer a sus mandatos.
Con la lógica del apóstol, Antígona merecía ser enterrada viva y más, por cuanto a que desobedeció una orden emitida por el Consejo del Pueblo, Eteocles o Creonte, que eran autoridades puestas por los mismos Dioses; en consecuencia, lo mandado por ellas, era un mandato proveniente de los Dioses. Por lo misma era tan derecho natural como el que invocaba Antígona.
Ya en una colaboración anterior (Siempre! 3432, p. 38) puse de manifiesto que el apóstol, por ser dado a generalizar y en su afán de quedar bien, condenó a la maledicencia eterna a los cretenses.
Toda la disquisición anterior, aparte de cuestionar el llamado derecho natural, va encaminada a:
Sostener que, mientras no se invente otro procedimiento, la única vía para acceder a la justicia es a través de la Ley y de su observancia;
Afirmar que por virtud de la protesta que han rendido al asumir el cargo, todas las autoridades están obligadas a obedecer la ley y hacerla cumplir;
Que a nadie le es dado, por sí, pretender hacer justicia al margen de ella;
Que en México, las vías para dejar sin efectos una ley son el juicio de amparo, la controversia constitucional y la acción de inconstitucionalidad.
Recordar el principio general que establece el artículo 72, inciso F constitucional. “En la interpretación, reforma o derogación de las leyes o decretos, se observarán los mismos trámites establecidos para su formación”.
Que el Presidente de la República, por razón de la protesta que rindió al asumir el cargo y como todo servidor público, está obligado a cumplir y hacer cumplir la Constitución Política y las leyes que de ella emanan (arts. 87 y 128). No le es dado juzgar de su legalidad o idoneidad.