En 1969, Carlos Monsiváis nos arrastró a mi hermana y a mí, al velorio de Ruth Rivera Marín. Apenas llegamos, nos dejó en la grata compañía de Mariana Frenk-Westheim, la única mujer que ha llevado al hilo los nombres de sus dos maridos. El Dr. Frenk, padre de Julio y Margit, y Paul Westheim, el que se considera sentó las bases para el estudio del arte prehispánico mexicano. La traductora, en fin, de Rulfo al alemán; la ghost writer del museógrafo Fernando Gamboa, como me reveló Carmen Gaytán, un rato segunda de a bordo de Gamboa.

Fue la única vez que vi a Rafael Coronel, el famoso pintor, viudo desde ese día de la arquitecta Ruth Rivera Marín. Casi dos veces por semana, porque desayuno en un restaurante vecino, paso por la tienda Lito-Shop donde se exhiben, en ese formato, obras de Rafael Coronel con esos extravagantes sombreros que son su marca de fábrica. La crítica de arte Blanca González Rosas asegura que esta forma de reproducción de su obra se convirtió en icónica y al mismo tiempo, desvió su camino y devaluó su obra. Como otros artistas de nuestro tiempo, de modo paradójico, su mayor reconocimiento lo convirtió en víctima del mercado. Rafael Coronel nació en 1931 y murió el pasado 7 de mayo a los 87 años. Se le llama retratista, porque intentó siempre captar al ser humano “sin adornos”. Formó parte del grupo cultural integrado por Francisco Corzas, Arnaldo Cohen, Salvador Elizondo y Paulina Lavista. El museo que lleva su nombre, en Zacatecas, está formado por cientos de máscaras, lo que lo relaciona con los estudios pioneros de Roberto Montenegro. Ahí están también los títeres de Rosete Aranda, lo que lo liga a Mireya Cueto y en general a los estridentistas.

 

Pedro Coronel

Una sola vez platiqué o mejor escuché hablar a Pedro Coronel. Nos llevó a su casa Roberto Páramo, autor del cuento La condición de los héroes y de la novela El corazón en la mesa. Me pareció, este Coronel, más bien temible, a tal grado que cuando se le hizo un homenaje a Dolores Castro en la Sala Ponce de Bellas Artes, me pregunté y le dije a Lolita “la verdad, no me la imagino de novia de Pedro Coronel”. Sus nietos, que formaban parte del “respetable”, se rieron al escuchar a Lolita contestar: “ni yo tampoco”. Marco Antonio Millán cuenta en sus memorias que cuando Rosario Castellanos y Dolores Castro se fueron becadas a Madrid, allá las siguieron sus novios de entonces: Ricardo Guerra (que no llegó porque en el camino se tropezó con la pintora Lilia Carrillo) y Pedro Coronel que sí alcanzó a la Lolita de sus amores de entonces. Como todos sabemos, el Dr. Guerra acabó casándose con Rosario y para su fortuna Lolita se matrimonio con Javier Peñaloza.

 

Soriano en Cuernavaca

Su museo vale la pena. Observé algunas de sus pinturas, pero me encantaron sus esculturas. Ya una vez, en una visita guiada por el propio pintor en Palacio Nacional, durante el sexenio de Carlos Salinas, sus esculturas estaban regadas por los jardines, pero, creo, todavía las rodeaba demasiado cemento. Se fundían con el verde, pero no tanto. En Cuernavaca, están arropadas por la vegetación, hay trechos empedrados, caminitos, laberintos miniatura. Los distintos matices del verde y de las propias esculturas son infinitos. Nunca me había dado cuenta de que hay tantos tonos de verde hasta casi creer que el verde es, y no otro, el color de la naturaleza. Cuando vi las obras esparcidas aquí allá, a ratos hasta como escondidas, tanto así que es un gusto hallarlas, pensé que Soriano era el museógrafo, o de perdida su pareja Marek Keller, pero no, son museógrafos los que encontraron el hábitat perfecto para las obras de Juan Soriano.