El Memorial Circular de Morelia 8, instalado en el sótano de lo que fue la  sede de la nefasta y temida Dirección Federal de Seguridad, es un sitio que  indudablemente amerita ser visitado por el mayor número posible de personas. Sobre todo los miembros de las nuevas generaciones, los llamados milenians, quienes en su inmensa mayoría ignoran por completo que en décadas anteriores valientes luchadores por la libertad y la justicia sufrieron barbaridades sin nombre, las cuales fueron planeadas, instrumentadas y encubiertas desde la cúspide misma del poder político.

La trascendencia del Memorial se pone de relieve con las impactantes leyendas consignadas en las estelas colocadas en el pequeño jardín que está frente al edificio. La primera  reza: “Este fue un centro de desapariciones forzadas y torturas”. La segunda dice: “Como política de Estado, aquí se secuestró, torturó y asesinó a militantes y activistas”.

La sordidez del sótano es impactante. Un sobrecogedor sentimiento de angustia invade al visitante desde el momento en que se inicia el recorrido. Es imposible dejar de imaginar los rostros descompuestos, el dolor infinito, los gritos de terror de quienes fueron torturados en ese lugar de horror y de muerte. Esa sensación se incrementa al ver los instrumentos con los que las víctimas eran sometidas a descargas eléctricas en los genitales y a otras prácticas crueles, inhumanas y degradantes, como “el tehuacanazo”, “el pocito” y “el potro”.

Un halo de impunidad envolvía a los victimarios. Además de su pútrida condición humana, la fuente de emanación era la licencia para matar que les brindaban los gobiernos de la época. Las pistolas que utilizaban provenían de un diseño especial y éstas eran entregadas personalmente por el Presidente de la República. Se sentían investidos del poder de decidir quién debía vivir y quién debía morir. Su símbolo de identidad, un puñal con las efigies intercaladas de una calavera y un tigre, es revelador de esa pretendida grandeza policíaca y política. Una absoluta locura moral y una necrofilia galopante era lo que  se respiraba en las instalaciones de ese infame órgano del Estado.

La autosuficiencia y el sentido de superioridad de esos indignos servidores públicos están nítidamente captados en la foto grupal que forma parte de la muestra. La firmeza de sus miradas, las posturas y demás componentes del lenguaje corporal, denotan con claridad meridiana que se sentían realmente orgullosos de su labor de exterminio. Esa toma contrasta con las fotos de los rostros masacrados de los torturados. Ahí figuran el mítico y admirado Mario Álvaro Cartagena “El Guaymas” y otros activistas que tuvieron la desdicha de pasar por ese inmerecido trance.

Todo eso y muchos otros elementos museográficos constitutivos del Memorial evidencian que las aberraciones que cometieron esos personajes no fueron hechos aislados ni menos aún fueron producto de una conjura de seres desviados. Se trató, ni más ni menos, del fruto directo de una política de Estado que adoptó la forma de un plan contrainsurgente centrado en el objetivo de acabar con opositores y mantener incólume un régimen de dominación política de carácter hegemónico.

No en balde a esta etapa de la historia nacional se le conoce con el nombre de “guerra sucia”. Ello porque las detenciones al margen de la ley, las torturas y las desapariciones forzadas tuvieron lugar en el contexto de un genuino conflicto armado interno, una guerra intestina cuyo desarrollo no se apegó a los estándares del derecho internacional humanitario previstos en el artículo tercero común de los cuatro Convenios de Ginebra y en los Convenios de La Haya, estos últimos reguladores de los medios y métodos de combate.

Las violaciones graves a esos instrumentos del derecho internacional encuadran en la definición de los crímenes de guerra imperante en el derecho penal internacional, la cual  fue acogida primigeniamente en el Estatuto del Tribunal de Nüremberg, en la sentencia dictada por ese histórico órgano jurisdiccional y en los emblemáticos Siete Principios de Nüremberg aprobados por la asamblea general de Naciones Unidas. Por consiguiente, dichos ilícitos son de naturaleza imprescriptible y en tal virtud, como se ordena en la resolución 3074 de la asamblea general de la ONU, deben ser perseguidos y castigados dondequiera y cualquiera que haya sido el lugar y el tiempo de su ejecución material.

Las atrocidades de la “guerra sucia” no deben quedar impunes. De persistir la inacción penal urdida por las administraciones anteriores, éste puede ser un caso para la Corte Penal Internacional.