La historia de los congresos en nuestro país, como el de la gran mayoría de las naciones con sistemas de representación popular, estuvo marcada por hechos violentos donde imperaba la ley del más fuerte para hacer valer su peso político, generalmente respaldado por las armas. Así se vivió durante las convenciones en la etapa de la Reforma que dieron pie a las Constituciones de 1824 y 1857, donde los grupos liberales y conservadores debatieron no precisamente con civilidad. También en 1919, durante la Convención de Aguascalientes, se vivieron hechos cruentos de los grupos revolucionarios para ponerse de acuerdo y dar vida a lo que es nuestra actual Constitución Política. Y una vez que cada Estado contó con su Congreso local, no faltaron episodios donde el uso de las armas para imponer condiciones ensombreció a la palabra.

Eran otros tiempos todavía con fuerte influencia de los humos de las batallas fragorosas del movimiento revolucionario. Era el México bronco que costó mucho trabajo cambiar hasta llegar a una convivencia verdaderamente democrática donde se privilegiara el diálogo en los recintos legislativos para llegar a consensos y pronunciarse por leyes de amplio beneficio social.

Valga este comentario histórico para enfatizar que aún existen actores políticos que no entienden (o no quieren hacerlo) que México ya es otro; que los Congresos deben ser recintos democráticos donde los conflictos se superan con base en un ejercicio permanente del diálogo constante, reiterado y persistente. No comprenden, cegados por su torpeza y soberbia, que este diálogo se realiza con todos los grupos, sin importar ideologías o preferencias de cualquier tipo. Estos actores políticos renuentes a la democracia no aceptan que la máxima expresión y validez del diálogo y el consenso tiene lugar cuando el debate y la discusión se realiza en la tribuna y que de la confrontación estéril se trasciende a la deliberación argumentada, punto en que todas las partes en conflicto encuentran la coincidencia, que es el objetivo esencial de la actividad política. Pero hacer que estos personajes entiendan este proceso, tal vez sea un esfuerzo estéril.

El Congreso de la Ciudad de México ha padecido la presencia de personajes anclados al México bronco, como es el caso del presidente de la Mesa Directiva, Jesús Martín del Campo, quien tildó con una serie de palabras soeces, vulgares y ofensivas (que no tiene caso repetirlas por el respeto que merecen los lectores) a legisladores cuando se presentó un punto de acuerdo sobre la operación de la Guarda Nacional en la capital. Afloró en este “legislador” su soberbia retrógrada y su acendrado espíritu incivilizado, sin importarle un ápice su investidura en el Congreso. Su falta de respeto no sólo fue para los diputados y diputadas sino a la ciudadanía en general.

Por desgracia existen muchos actores políticos con representación popular con este talante. Su soberbia los envuelve en un halo que les impide aceptar que el valor de la palabra, el argumento y la razón son los ejes centrales de la convivencia democrática; que la tolerancia y la sencillez son las armas fundamentales que deben utilizarse en los recintos legislativos; que la racionalidad en la política debe convertirse en un hábito en los Congresos donde se instrumentan las leyes y normas ciudadanas.

México ya cambió. Los instrumentos actuales para llegar a consensos son los acuerdos y la inclusión, el respeto a los derechos humanos y a la crítica constructiva. Del diálogo transparente y directo florecen los grandes episodios transformadores de los procesos democráticos. La denostación nunca superará la fuerza del debate argumentado. Aquélla es el símbolo inequívoco de la ignorancia y éste el camino del conocimiento.

Secretario General del Partido Verde Ecologista en la Ciudad de México.