El  hondo significado del  Memorial Circular de Morelia 8, instalado en el sótano de lo que fue la  sede de la nefasta y temida Dirección Federal de Seguridad, se condensa en los textos categóricos insertos en las dos estelas visibles en el jardín que está frente al edificio. Uno reza: “Este fue un centro de desapariciones forzadas y torturas”. Otro marca: “Como política de Estado, aquí se secuestró, torturó y asesinó a militantes y activistas”.

Los rostros descompuestos, el dolor inenarrable, los gritos de terror de los luchadores y activistas que fueron masacrados por el sólo hecho de pensar diferente y querer hacer efectivos los valores supremos de la dignidad, la libertad y la justicia, fueron las horrendas escenas que quedaron impregnadas en los muros y en el aire que se respira en ese lugar. La representación gráfica de las aberrantes prácticas de “el pocito”, “el tehuacanazo”, “el simulacro de fusilamiento” y otros tratos crueles, inhumanos o degradantes, pone de relieve que, sobre todas las cosas, ahí imperó el más absoluto de los desprecios a la vida humana.

¿Qué hizo posible esas aberraciones innombrables, esa alucinante locura moral? ¿Cómo fue que en nuestro país afloró el más elevado índice de la maldad humana, apenas comparable con las horrendas estampas del séptimo de los círculos del infierno a que se refiere “La Divina Comedia”, obra magna de Dante Alighieri, donde se detalla el suplicio de quienes eran echados al río de sangre hirviendo llamado Flegetonte?

La respuesta, sin duda, es de naturaleza multifactorial. Empero, nada de ello habría sido posible sin la existencia de una política de Estado que adoptó la forma de un plan contrainsurgente centrado en el objetivo de acabar con opositores y mantener incólume un régimen de dominación política de carácter hegemónico. Para que ello cobrara vida se hizo a un lado la Carta Magna y se atropellaron de manera sistemática los derechos humanos, dando origen a un estado de excepción permanente. Es decir, hubo una auténtica ruptura constitucional que conllevó los efectos análogos a los de un golpe de Estado.

Tal irregularidad fue secundada por los Poderes Legislativo y Judicial. Diputados y senadores guardaron un silencio ignominioso ante las evidencias apabullantes de las detenciones arbitrarias, las torturas y las desapariciones forzadas aportadas por la señora Rosario Ibarra de Piedra y el resto de las “Doñas” del colectivo Eureka. Los ministros del máximo tribunal tuvieron conocimiento de esa infame patología y jamás se atrevieron a ejercer la facultad de llevar a cabo la investigación de las violaciones graves a las garantías individuales prevista en ese entonces en el artículo 97 constitucional.

Los medios también contribuyeron a la incubación del huevo de serpiente. Con honrosas excepciones, ningún diario, ninguna televisora, ninguna estación de radio, dio cuenta del gravísimo estado de cosas en el que estaba inmersa la nación. Lejos de ello, figuras señeras del periodismo de las ondas hertzianas fueron especialmente proclives a la incitación al odio popular en contra de quienes eran perseguidos y ejecutados a sangre fría por los que ahora son exhibidos como viles asesinos.

Salvo la Asociación Nacional de Abogados Democráticos (“ANAD”), las barras y otros gremios de abogados no dijeron absolutamente nada. Otro tanto sucedió con los organismos empresariales, los líderes religiosos, los académicos e investigadores. Muchos médicos participaron “reanimando” a los torturados cuando estaban al borde del desfallecimiento. Ninguno alzó la voz para denunciar los ultrajes a la integridad física, psíquica y emocional de los prisioneros.

Una pieza estratégica fue la ceguera moral y mental que acusaron grandes sectores de la población. No fueron pocas las personas que aplaudieron las noticias sobre el exterminio de los idealistas que pugnaron por un México mejor para todos. Los escrúpulos de conciencia  eran callados con burdas racionalizaciones: “son traidores a la Patria”, “los mataron porque algo habrán hecho”, “se merecen ese final pues a nada bueno conduce llevarle la contra al supremo gobierno”.

Esa férrea estructura de complicidades hizo factible las barbaridades reveladas en el Memorial. Para que ello nunca más vuelva a ocurrir es necesario difundir masivamente la verdad en torno a la “guerra sucia”, hacer justicia e indemnizar a  las víctimas y sus familiares, otorgar las garantías de no repetición y llevar ante la justicia a los responsables de nefandos crímenes de guerra y de lesa humanidad.