El que quiera nacer, tiene que destruir un mundo, así lo afirmó Hermann Hesse y, con ello, describe no sólo la conducta individual del hombre, sino el proceso de los Estados Nacionales.

En efecto la transformación profunda de las estructuras económicas, políticas sociales y jurídicas sólo se realiza a plenitud cuando surgen procesos revolucionarios que cambian el horizonte de determinada nación.

En el México moderno los grandes cambios que ha sufrido el país –en su ruta histórica– tienen que ver con nuevas Cartas Magnas y con paradigmas fundamentales.

La independencia nos permitió crear un Estado moderno con división de poderes, federalismo, equilibrio de poderes y sistema democrático; todo esto con la influencia de la Constitución norteamericana, con las Cortes de Cádiz y con el documento de Apatzingán que formulara José María Morelos. Una vez conseguida la independencia se planteó el tema esencial de que las prebendas y los privilegios seguían siendo una prerrogativa de la Iglesia católica, apostólica y romana y, por eso, y la Reforma separó estas dos instituciones bajo la acción legendaria de Benito Juárez y se plasmó en la Carta Magna de 1857.

El siguiente cambio de profunda transformación se realizó con la Revolución Mexicana que tuvo dos momentos estelares: primero, el triunfo del “Maderismo” que logró la “no reelección” y el “sufragio efectivo” como su bandera principal; después del cuartelazo de Huerta surgió un gran movimiento social, tan pesimista, que planteó nuevo paradigmas en cuanto a la política social y creó las primeras garantías sociales que tuvieron su realización en el derecho positivo, con la promulgación de la Constitución de 1917, que también estableció una nueva forma de interpretación de la propiedad privada, al sujetar a ésta al interés público, dándole la propiedad originaria a la nación.

Este proceso fue truncado con la operación mundialista de implementar la globalización, donde el mercado arrebató el poder al Estado, quedando la última fase del capitalismo que conocemos como neoliberalismo.

La actual propuesta del gobierno es sólo reformista que no tiene el calado de los otros movimientos, porque no cambia –en esencia– la dependencia del país hacia las fuerzas Imperiales y globales. A mayor abundamiento, con la política migratoria impuesta por Donald Trump, tenemos una mayor dependencia del Imperio y las reformas que se plantean están sumamente limitadas por un crecimiento económico mediocre –por decir lo menos– y una falta de acciones que le dieran un nuevo rostro al capitalismo mexicano.

Lo único que está quedando en el escenario además de los cambio jurídicos y legislativos, es la muy intensa lucha por el poder en la que la figura del Secretario de Relaciones Exteriores, Marcelo Ebrard, aparece como la estrella más brillante con el manejo de la política exterior, en aras de ser el hombre que negocia con el Imperio, lo que lo pone en situación delicada hacia el futuro inmediato; por ahora, es el que avanza a pasos agigantados hacia la próxima elección presidencial; por su parte, la Jefa de Gobierno Claudia Sheinbaund ha construido, desde su debilidad, su fortaleza, al ampararse bajo el manto protector del presidente Andrés Manuel López Obrador, quien la impulsa a plenitud y la apoya e todas sus decisiones. Fuera de estos dos personajes que se vislumbran en la carrera hacia el poder, sólo el senador Ricardo Monreal –con su larga carrera pública y su ya retorcido colmillo– también avanza hacia este objetivo, logrando poco a poco sus propios nichos de poder consecuentes, pero independiente del presidente.

Pese a todo, la única fórmula de cambio estructural está en el apotegma de que “el que quiera nacer, tiene que destruir un mundo”.