No. No voy a hablar de México, desgraciadamente. Me habré de referir al Servicio Nacional de Salud (NHS) del Reino Unido.

En un artículo de Rafa de Miguel, “La sanidad pública: una historia de amor británica” (El País, 21 de julio de 2019), refiere que “Cuando los británicos ya no soportan más la imagen de sí mismos que les devuelve el espejo del Brexit -un país dividido, paralizado políticamente, recocido en sus prejuicios y desencantado de sus dirigentes- vuelven la mirada hacia la institución que sostiene aún el sentimiento de unidad y orgullo nacional: el Servicio Nacional de Salud”. Tan exaltado ha sido este sentimiento -nos refiere- que en la inauguración de los Juegos Olímpicos de 2012, centenares de enfermeras y enfermos conectados a goteros fueron parte de una coreografía que el mundo no entendía, pero que desató la emoción de millones de británicos que lo vieron. Los ingleses, no hay duda de ello, aman su sistema de salud.

Corría el año de 1948, en un país que luchaba por reinventarse después de la Segunda Guerra Mundial, cuando se repartieron miles de panfletos para explicar en qué consistía el nuevo Servicio Nacional de Salud: “Todo el mundo, rico o pobre, mujer o niño, podrá usar este servicio. No se cobrará por nada, salvo algunas excepciones. No se exigirá ningún tipo de seguro. Pero no se trata de una institución caritativa. Todos ustedes lo están pagando como contribuyentes, y servirá para acabar con las preocupaciones económicas en tiempos de enfermedad”. Con este acontecimiento los ingleses dejaban atrás la desigualdad victoriana, “Y de cuya virtud -escribe De Miguel- se apropiaron todos. Ricos y pobres, conservadores y laboristas”. Fue un pacto de Nación, y no de partidos.

Sorprende, al efecto, que una institución que nació apenas un lustro después de nuestra actual Secretaría de Salud y del IMSS (1943), se haya ceñido a sus valores fundacionales por más de siete décadas, cambiando sólo aquello que fuera para mejorar, pero nunca para destruir o sustituir lo realizado. Inglaterra, cuna de la democracia moderna, nunca ha cedido a la, a veces, descarnada lucha entre conservadores y liberales. Si en algo han estado de acuerdo durante este lapso es que su sistema universal de salud está por encima de cualquier ideología, partido o gobierno. Lo que para los británicos es motivo de orgullo, para los mexicanos y en un plazo semejante, hoy es motivo de preocupación, extravío e incertidumbre al querer reinventar -en la confrontación recién iniciada entre conservadores y liberales; entre el pasado y el futuro que avizora la 4T- nuestro modelo de salud pública. Allá es motivo de unión y de orgullo, acá la estructura de nuestro sistema de salud cruje desde sus cimientos.

En un país, Inglaterra, en el que el 20 por ciento del personal de salud proviene de otras latitudes, el testimonio de una enfermera asturiana que presta sus servicios al NHS, Natalia Zárate, lanza una afirmación que ojalá algún día pudiéramos hacerla nuestra: “Un país tremendamente elitista, gobernado por las élites, y con una clase trabajadora consciente de su propia condición, se puso de acuerdo para crear un sistema que atendiera a la gente sin recursos”. “Los ingleses -reflexiona Natalia- sienten orgullo de todas sus hazañas. Ensalzan lo que han hecho bien y se olvidan de lo que han hecho mal”.

Así, un sistema de salud que recién celebró su 70 aniversario no deja de repetir sus valores: “Acceso inmediato a todos, honestidad, el paciente por encima de todo”. ¿Y quién lo financia? -se preguntarán los lectores-: Todos. ¿Y quién se beneficia? Todos. No hay un orden de prioridad o de exclusión (nunca se dijo: “primeros los pobres”). Por eso es Universal.

La objetividad del análisis al que aquí hago referencia no evade mencionar el problema que todos los sistemas de salud están enfrentando; como son el envejecimiento de la población o la creciente migración, pero -quizá por la veneración que los ingleses tienen por sus tradiciones- ven con recelo algunas de las innovaciones que otros países están incorporando a sus sistemas, “antes que alterar una institución sagrada a ojos de la ciudadanía”. Su conservadurismo, tal parece, los ha llevado al conservacionismo de su más preciada institución: el Servicio de Salud Pública.

Stephen Dorrell, ex ministro de Sanidad, hace la defensa del sistema vigente al que considera como …” Un instrumento de distribución social más que un servicio que, como todos, a veces requiere mejoras. Y si no atendemos esa necesidad -agrega- acabamos deteriorando la justicia social que se busca, porque acabamos colocando a la institución por encima de sus objetivos”. ¿Es este Dorrell -me pregunto- un reformador de la izquierda recalcitrante o un obcecado laborista? ¡No!, Es un destacado Tory del partido conservador. También ellos creen -como en muchas otra latitudes- en la justicia social; no es, tal parece, invención o monopolio de las izquierdas.

Pero, más allá de eso, me llama la atención cuando se advierte del peligro de anteponer las instituciones a sus objetivos. En México, hace más de 70 años nos fijamos unas metas que aún ahora siguen siendo válidas; son los planes, entonces, lo que no han funcionado. Recientemente, en un recuadro en una cantina (y perdón por la fuente tan poco elegante), se leía: “Si los planes no funcionan, cambiemos los planes, pero no las metas”. Esperemos que en el nuevo Plan Nacional de Desarrollo y en el Plan Sectorial de Salud, se escojan los mejores caminos para alcanzar las grandes metas que en nuestra misma Constitución nos hemos fijado. Ojalá haya la inteligencia suficiente para lograrlo.