Tratar el tema de la violencia contra las mujeres es abordar un tema que cala, que alarma, que duele y que indigna. Toda acción de arrebato sobre la mujer nos mueve a furia. No se trata, tan solo de una agresión en contra de la integridad. Se trata, además, de una agresión en contra de la dignidad. No es solamente un asunto de lesiones, de por sí cuestión grave. Es, además, un asunto de respetos.

El mundo de la agresión a la mujer es un mundo muy complejo y, hasta hoy, muy desatendido. Se mueve en el espacio generado por tres vicios que anidan en el alma y en la conducta de los humanos: la perversión, la indolencia y el abuso.

Es un fenómeno que se genera, desde luego, a partir de las desviaciones. Pero a esto hay que agregar un ingrediente distintivo de alta complejidad para la ley. Se trata de una agresión casi siempre abusiva de las confianzas depositadas o supuestas.

La gran mayoría de las agresiones violentas se producen entre desconocidos. La víctima del asalto, del robo de vehículo, del secuestro en todas sus formas y de muchos más casi nunca conocía a su agresor. A diferencia de ello, el agresor intrafamiliar es un asociado de nuestra vida.

Todo esto, desde luego, junto con una indolencia oficial que ha logrado la virtual inexistencia de programas de apoyo a las mujeres y de concientización a una sociedad civil que carece, no sólo de una cultura de prevención y de precaución, sino también de credulidad hacia ellas y de confianza frente a sus incipientes solicitudes de auxilio. Esto es cruel pero es cierto.

Desde el ángulo de las políticas públicas una buena parte de la desatención a las mujeres se centra en una combinación de discriminación con atavismos. En primer lugar la barbarie atávica tiende a propiciar la idea de que todas las mujeres son pirujas o van para allá, con lo cual se establece una discriminación moral. En segundo lugar casi todo el acopio de capital y de patrimonio se encuentra en manos masculinas. En todos los estratos sociales, desde en los segmentos mas humildes hasta en la élites mas opulentas, los pobres son las mujeres. En tercer lugar, el poder político real y no ficticio se encuentra distribuido tan inequitativamente como el económico. Por eso se ha pretendido que la mujer siga siendo vista como cuzca, como limosnera y como paria.

Ahora bien, dejando de lado el escenario de lo patológico centrémonos, por unos momentos, en aquellos seres que son víctimas involuntarias del maltrato femenino. Aquí es donde advertimos que el campo de lo legal se ha visto encaminado hasta casi los niveles del absurdo. Casi todas las leyes penales mexicanas que castigan a la violencia intrafamiliar lo hacen como si se tratara de agravios contra la integridad física. Es decir, como si se tratara tan solo de lesiones físicas. Luego entonces, si estas no llegan a ser verdaderamente graves el asunto cae en el terreno de lo irrelevante o hasta de lo no punible.

He aquí uno de los grandes ilógicos. Porque es cierto, como ya dije, que carecemos de leyes idóneas. Pero si las tuviéramos tampoco estoy seguro de que en ellas reside toda la solución. No me queda en claro, plenamente, si metiendo a nuestra alcoba al juez, al Ministerio Público y al policía vamos a ser más respetuosos, más honorables y más dignos. Creo que en esto, además, tenemos que apostar mucho a lo que aporta la cultura que siembra la familia y la formación que instala la escuela.

Bien dijo Eleonor Roosevelt que nadie puede humillarnos ni hacernos sentir inferiores si no cuenta con nuestra ayuda, con nuestra complicidad y con nuestro consentimiento.

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